Todo empezó con un griego y con un triciclo. En Berisso, tierra de inmigrantes.
Sergio encabeza una recorrida por el establecimiento acompañado por dos de sus hijos: Dante (30) y Octavio (28). “Yo estudié ingeniería mecánica. Cuando me recibí, en el 82 u 83, me ofrecieron una posibilidad de ir a trabajar a Catamarca y veía que los que habían sido mis compañeros eran empleados con sueldos no muy altos. Puse en la balanza las opciones y decidí seguir con esto”, cuenta sobre su historia personal. “Esto” es El Faro, una empresa familiar que empezó su papá y que Sergio ahora continúa con sus hijos.
Semillitas en cucurucho
El Faro, en efecto, nació en Berisso hace más de setenta años. Alberto Santucci, el padre de Sergio, trabajaba como cadete en la ferretería La Bola de Oro, a unos 200 metros de la emblemática calle Nueva York. A ese negocio solía ir un griego que vendía girasol en un triciclo y de quien supo hacerse amigo. Un día, el griego le ofreció trabajar con él y el padre de Sergio aceptó. Tiempo después, el griego abandonó el emprendimiento y le regaló a Alberto el triciclo y un pequeño horno en el que tostaba el girasol. Ese fue el inicio de todo.
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Es un clásico de las canchas y del acompañamiento de la cerveza.
“Mi mamá contaba que cuando mi papá empezó con el girasol ella lo ayudaba y estaba embarazada de mi hermano. Mi hermano tiene 73 años”, cuenta Sergio para graficar la antigüedad de la empresa. Y agrega: “Mis papás vivían primero en la calle Río de Janeiro, la 4, y después se compraron el terreno este. Empezaron a construir la casa, se hizo un horno y trasladaron todo para acá”.
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Una vieja cartelería del producto.
La infancia de Sergio transcurrió en esta morada de calle Génova, donde hoy se encuentran todas las instalaciones de El Faro. Su papá trabajaba en la administración del Puerto La Plata y la vida familiar se mezclaba con la empresa naciente: su mamá cosía bolsas de arpillera para el envasado y él y sus tres hermanos también ayudaban en lo que podían.
“Mi papá distribuía a kioscos y almacenes. Los clientes de él metían la bolsa de arpillera en una lata (que era como las de las galletitas sueltas) para que el producto no se humedeciera”. En aquellos años, al menos en Berisso, la “Capital Provincial del Inmigrante”, los kiosqueros y almaceneros armaban cucuruchos de papel de diario y vendían en ellos las semillitas de girasol. La medida era una lata de paté de foie. “Los inmigrantes consumían mucho girasol; los rusos, los judíos, los polacos, los ucranianos”, explica Sergio.
El logo y el territorio
Por donde se la mire, la identidad de El Faro es berissense. A su nacimiento en la zona de la calle Nueva York y su primera clientela migrante, se suma un dato más: el origen local de su logo.
Hijo de un italiano y de una argentina, el papá de Sergio nació y creció en la mítica isla Paulino. “Antes, en la isla había un espigón hecho de quebracho y piedras que en la punta tenía un faro y también había un almacén de ramos generales que se llamaba El Faro. De ahí copió el nombre. Él decía, además, que la planta de girasol era como un faro que gira con el sol, como una especie de metáfora”.
El diseño de la marca también fue idea de Alberto, aunque se fue modificando a lo largo del tiempo. “Él había hecho un girasol con el texto y después se empezó a vender cada vez más maní. Yo le decía: ‘No se puede vender maní con este rótulo’. Pero mi viejo se oponía a las cosas que yo proponía”.
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Sergio y sus hijos, el legado del negocio.
Ahora, Sergio está sentado en una pequeña oficina que hay en el tostadero frente a un viejo escritorio de madera. Uno de sus hijos ceba mate. Los dos escuchan. Entonces habla de cómo es trabajar en familia. “Mi viejo era durísimo. Era argentino, pero parecía un tano mala onda. Nunca me decía un elogio. Me decía: ‘te vas a fundir’”, cuenta entre risas. Y agrega: “Aunque me he enterado de que después iba al trabajo y hablaba bien de mí”.
Las diferencias entre padre e hijo también surgieron por innovaciones tecnológicas como la implementación del gas en lugar de leña. Alberto se oponía porque decía que el horneado con troncos daba un sabor especial y que el gas era un gasto adicional. Sergio sostenía que el cambio optimizaba los tiempos y advertía que muchas veces la leña estaba húmeda, lo que complicaba el trabajo. Como en casi todas las discusiones, probablemente los dos tenían algo de razón.
En la entrada a los estadios de Estudiantes y Gimnasia, los vendedores de semillitas ofertan “cuatro por mil”, “tres por mil”, “dos por mil” En la entrada a los estadios de Estudiantes y Gimnasia, los vendedores de semillitas ofertan “cuatro por mil”, “tres por mil”, “dos por mil”
A lo largo de sus siete décadas, los cambios en El Faro fueron muchos. Para el empaquetado, hubo máquinas a pedal, dosificadores semiautomáticos y otros aparatos automáticos que no son los que se utilizan hoy. De cualquier manera, el trabajo sigue siendo bastante artesanal. “Yo creo que el dato más importante es que no usamos reloj para hornear”, dice uno de los hijos de Sergio. Y él asiente: “Es empírico todo. Tampoco usamos termómetro”.
El sabor de una región
La materia prima suele llegar en bolsas de 25 kilos que traen camiones. El maní que se trabaja en El Faro es de origen cordobés. En tanto, el girasol proviene mayormente del interior de la provincia de Buenos Aires y de La Pampa.
La fábrica funciona de lunes a viernes. Sergio llega seis y media de la mañana y sus hijos y otros cuatro empleados entran a las siete. El trabajo demanda jornadas largas: todos los días se tuesta y se envasa, mientras que también hay que resolver cuestiones administrativas.
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Un producto estrella de Berisso.
Lo que se empaqueta en una jornada es, generalmente, lo que se horneó el día anterior. Esto se debe a que el proceso de enfriamiento se realiza de manera natural en zarandas o tanques. “En algunos lugares se fuerza el enfriamiento con una corriente de aire, pero un día de lluvia como hoy se humedece todo”, explica Sergio. Otro punto clave en la producción es el nivel de tostado. “Hay que darle bien el punto”, agrega un detalle que repercute en el sabor.
El Faro cuenta con una estructura pequeña de repartos (una camioneta Mercedes-Benz Sprinter con un chofer y un acompañante) que hace llegar diariamente los productos a mayoristas de alimentos y golosinas de La Plata, Berisso y Ensenada. Sin embargo, el maní y las semillitas también alcanzan otras latitudes a través de distribuidores que vienen a buscar mercadería a la fábrica. Así, estos sabores berissenses se comercializan en distritos como Magdalena, Chascomús, Monte y Ranchos e incluso en la Costa Atlántica. “No mucho más allá”, dice Sergio. Y explica que, a pesar de que tuvieron diversas propuestas, no se han seguido ampliando por a la complejidad que conlleva la logística. Ellos están cómodos en la pequeña cooperativa familiar que los reúne, sin ambiciones de ampliar el negocio ni de buscar otros niveles de competencia.
Sergio vive actualmente en La Plata y en paralelo a su rígida rutina de la fábrica construyó una vida artística basada en dos pasiones. La primera fue el teatro. A mediados de los noventa, comenzó a estudiar actuación y tiempo después pasó por el Teatro de la Universidad y vio que había un casting. Se presentó y quedó. Entonces, estuvo unos diez años haciendo varias obras, como "El proceso", de Franz Kafka.
La segunda la conoció por una crítica. Una vez le tocó hace un papel en el que tenía que bailar una milonga con una compañera y una conocida que había ido a verlo le dijo que le había encantado la obra, pero que eran un desastre con esa danza. “Ahí arranqué a tomar clases y a bailar tango hasta el día de hoy. Dejé el teatro por el tango y a Karina, la que es mi esposa hoy en día, la conocí bailando”, cuenta sobre su otra vida, la que trasciende las paredes y preocupaciones de El Faro.
Un sello del fútbol local
En la entrada a los estadios de Estudiantes y Gimnasia, los vendedores de semillitas ofertan “cuatro por mil”, “tres por mil”, “dos por mil”. Sus voces son parte del paisaje sonoro, un canto conocido para quienes suelen ir a las canchas platenses. Los hinchas las comen por hambre, por cávala, para aplacar los nervios. Las comen.
Los paquetitos de nylon, transparentes y amarillos con el dibujo del faro, pesan 30 gramos, entran en la palma de la mano y se abren fácilmente. El rito (o la forma más común de comerlas) implica romper la cáscara salada de girasol con los dientes, escupirla y saborear la semilla limpia, de sabor suave; de una o muchas a la vez. El descarte, esa cáscara seca que es como una maderita y todos las escupen, se acumula en las tribunas, bajo la ansiedad de cada partido.
La venta de semillitas está ligada a los espectadores de fútbol, entre otros deportes, y su consumo suele aumentar en los mundiales. Mientras que el maní es impulsado por el incremento del mercado de la cerveza, que en las épocas de calor da un salto exponencial a las ventas.
El hecho de que El Faro sea regional y artesanal les da a sus productos un carácter de exclusividad. Por esto, por ejemplo, berissenses y platenses que viven en otras latitudes de Argentina y el mundo suelen "stockearse" de maní y girasol cuando andan por la zona.
Pero no sólo eso, la calidad de El Faro también trasciende idiomas. “Un día vino un alemán que estaba de visita en City Bell. No sé cómo consiguió la dirección. Vino con un amigo que lo traducía y me dijo que nunca había probado un maní como el nuestro. Compró para llevarse para Alemania”, dice Sergio, todavía asombrado.
La vida familiar se mezclaba con la empresa naciente: su mamá cosía bolsas de arpillera para el envasado y él y sus tres hermanos también ayudaban. La vida familiar se mezclaba con la empresa naciente: su mamá cosía bolsas de arpillera para el envasado y él y sus tres hermanos también ayudaban.
Otro sello de El Faro es que sus semillitas de girasol siempre vienen con algunos maníes. Cuatro, cinco, seis, siete. Hay un mito, entre los clientes, que dice que se agregan en los paquetes para quitar la humedad (como se hace con el arroz en la sal), pero eso no es así. El origen de esta marca de identidad tiene que ver con un hecho fortuito.
“En un momento el maní con cascara venía muy roto y la máquina hacía una selección, por lo que quedaba mucho maní suelto -explica Sergio-. Como ese maní no lo podíamos vender se lo empezamos a poner al girasol para no desperdiciarlo. Cuando el maní con cascara comenzó a venir bien y se lo dejamos de poner, todo el mundo lo reclamaba. Entonces, tuvimos que comprar maní para ponerle especialmente a las semillitas”.
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El dueño en su territorio, con el producto en mano.
El legado
Los dos hijos de Sergio que lo acompañan en la charla trabajan actualmente en el tostadero. Ellos decidieron seguir con El Faro que su abuelo encendió a leña y su papá mantuvo a gas. Es un destino que, dicen, eligieron más allá de sus profesiones, ya que Dante es profesor de Educación Física y Octavio profesor de Filosofía.
Octavio cuenta que cuando eran más chicos solían ayudar durante el verano en tareas sencillas, pero que cuando empezaron a la facultad comenzaron a ir a trabajar algunas horas por día y se empezaron a involucrar más. “De a poco nos fue dando lugar acá el jefe y eso estuvo bueno porque empezamos a verlo de otra manera. Hoy creo que es un negocio que nos identifica”, agrega Dante, entre sonrisas.
“Están continuando con el trabajo y de a poco se están involucrando cada vez más”, cuenta Sergio. Otro recuerdo que tiene de cuando eran pequeños es el de llevarlos a los repartos: Dante y Octavio junto a Lucía, la mayor de los hermanos, solían acompañarlo a hacer ese trabajo. Iban en una camioneta y cuando llegaban al destino, él debía bajar los productos en un carrito de dos ruedas.
“Dejaba la mercadería y los subía al canasto para que no se me escaparan y volver a la camioneta. Así fueron mamando el trabajo”, dice. Y advierte que el legado no termina ahí: “También está Roque, mi otro hijo. Tiene 11 años y le gusta venir. Él tiene mucho sentimiento de pertenencia con la empresa”.
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Las bolsas empaquetadas, listas para salir a la calle.