Es el atardecer del miércoles 23 de diciembre de 1964 y en la confitería del estadio, un chalet de estilo Tudor con ventanas repartidas que dan a la cancha, algunos socios, directivos y jugadores del club se juntan para despedir el año.
El martes pasado se cumplió un nuevo aniversario del nacimiento del mítico director técnico, en el año en que se celebraron las seis décadas de su llegada a Estudiantes. Aquí, la génesis de su desembarco.
Es el atardecer del miércoles 23 de diciembre de 1964 y en la confitería del estadio, un chalet de estilo Tudor con ventanas repartidas que dan a la cancha, algunos socios, directivos y jugadores del club se juntan para despedir el año.
-Tengo que hablarle.
-¿Ahora?
Mariano Mangano palmea el hombro de Miguel Ignomiriello, el entrenador de las juveniles. Hace cuatro años que es presidente y su andar campechano es casi tan respetado como su severidad paternal a la hora de decidir y pedir atención. A Don Mariano lo admiran por su pasado como peón de albañil pero también por su presente como empresario capaz de conseguir lo que se proponga. Empezó como vocal suplente hace ocho años y desde hace cinco encabeza la idea fervorosa y tenaz de hacer de ese tradicional club de fútbol una institución ejemplar. Es cierto que está más aliviado por la decisión temporaria de suprimir los descensos, pero también que ya no soporta ver al equipo de toda su vida en semejante estado. Veinticuatro puntos en treinta partidos es una vergüenza. Qué importa que no haya descensos, dice Don Mariano, qué importa si a la pelota se juega igual.
Se alejan del resto y el presidente vuelve sobre los ojos fríos y duros del entrenador de juveniles. Amaga una sonrisa antes de hablar:
-Tengo dos candidatos: V.S y O.Z. ¿A quién prefiere?
Ignomiriello medita un instante pero ya conoce la respuesta. Nunca lo vio ni jamás cruzó palabra, pero sospecha por instinto, acaso por intuitivo azar, que hay un solo hombre capaz de timonear ese barco a la deriva en que se convirtió el equipo en los últimos años. El trabajo de Cacho Aldabe no da para más, ya le dijeron, y él todavía no quiere. “No”, le respondió a Rubén Lachaise cuando el directivo le sugirió agarrar la primera. El gordo Lachaise es uno los hombres de confianza de Mangano, y tanto él como Mario César Martínez, otro de sus escuderos, saben que a esa hora y en esa galería apartada de la confitería el presidente del club está esperando su respuesta.
-O.Z –dice al fin.
-¿Lo vio trabajar?
-Nunca.
-¿Entonces?
Cerca se escuchan unas risas y alguien propone un aplauso. El entrenador se distrae un instante pero mira al presidente con una seguridad atroz:
-Usted me pide un nombre, Don Mariano, y yo se lo doy.
En esas palabras, a Ignomiriello todavía le resuenan las que oyó de su colega José Maffei, el entrenador de las inferiores del Deportivo Italiano que le confesó lo de las reuniones secretas. “Somos cuatro –le dijo una tarde de hace unos meses-. Faldutti, Zubeldía, Geronazzo y yo. Nos juntamos una vez por semana a estudiar estrategias y jugadas del reglamento que acá no se conocen. Son reuniones para perfeccionar el juego”. Al entrenador de las juveniles del equipo platense le había causado asombro: ningún entrenador se juntaba con otro, y menos, mucho menos, para compartir su forma de trabajar en el campo. “¿Perfeccionar el juego? –dudó, asombrado-. ¿Y quién está al frente de esas reuniones?”.
Entonces la respuesta vuelve a través del tiempo con una puntualidad de destino y se la repite a Mangano como si fuese una profecía lo que ocurre y no una simple recomendación.
-O.Z –repite, y escucha que alguien desde el comedor los llama para hacer un brindis.
***
Eran encuentros que empezaban a la tarde y podían terminar a cualquier hora de la madrugada. Horas enteras hablando de planes de trabajo y jugadas cuyo desarrollo estuviesen pautadas siempre de antemano. A veces se juntaban en el departamento que Osvaldo Zubeldía tenía sobre la avenida Juan B. Justo y otras, cuando su esposa le pedía más tranquilidad, terminaban todos bajo una nube de humo en alguna de las mesas del “Che Café” de la calle Gallardo. A los mozos se le figuraban científicos o políticos que pergeñaban planes secretos y, si bien los conocían de las páginas de El Gráfico o del diario La Razón, creían que poco de lo que allí hablaban podía tener algo que ver con el juego de los pantalones cortos. Ellos, sin embargo, no reparaban en nadie. Proponían esquemas tácticos sobre servilletas y repasaban los conceptos del envejecido pero legendario manual de Walter Winterbottom lo mismo que los escritos del húngaro Czanady. Discutían, golpeaban la mesa y se hacían chistes que, para los mozos, sólo a esas cuatro personas eufóricas y concentradas podían divertir.
Para entonces, Zubeldía tenía 37 años y hacía unos meses se había negado a seguir en Vélez. Tenía una voz timbrada y parsimoniosa que, acaso por su tono reflexivo, imponía respeto. Su carácter de hombre de campo, paciente, y esa rara manía de perderse en lecturas futboleras o en novelas de Jack London, pero sobre todo su forma de entrenar cuando compartía la dirección técnica de Atlanta, lo dejaban como el líder natural que toda cofradía incomprendida necesitaba tener.
Además de Maffei, cuya mirada para detectar talentos era reconocida en el ambiente futbolero de entonces, al grupo lo completaban Argentino Geronazzo y Antonio Faldutti. El primero era un grandote bonachón que hablaba con verborrea y acento italiano. Había jugado en la primera de Vélez junto a Zubeldía y recorrido las canchas de Italia con la camiseta del Nápoli. Sabía karate, era un obsesivo del juego rival y aseguraba que para conocer un equipo, antes que nada, había primero que conocer a su adversario. Distinto pero parecido era Faldutti, acaso el más exagerado de todos. Usaba unos bigotitos marciales que traía de sus años como sargento en el ejército y tenía una devoción obsesiva por la disciplina y el orden. Como entrenador, se preocupaba por cada detalle hasta el límite de lo absurdo. Si sus dirigidos jugaban contra Chacarita, por ejemplo, tenía que conseguir camisetas de Chacarita para que se las pusiera el equipo que practicaba con ellos y así se fueran acostumbrado de algún modo al rival.
De todos ellos, lo reconocían sus propios colegas, el que mejor sintetizaba picardía, aplomo y conocimiento era Zubeldía. El Zorro.
***
Falta un día para que termine 1964 y están reunidos en uno de los departamentos que Mangano tiene en el quinto piso de la calle 51 al 664. Con él están Lachaise y el contador Martínez. El primero mira por la ventana que da a la rambla y parece estudiar cada una de las cosas que ocurren afuera. Martínez está sentado frente al presidente, y cada tanto ojea con curiosidad la libreta de cuero bordó que hay sobre el escritorio.
Del otro lado de la ventana estalla un cielo de verano. De este lado, lo que hay es una habitación sencilla que Don Mariano usa para las grandes cuestiones. En las paredes hay una pequeña repisa con tomos contables y algunas fotos familiares. En la puerta se ve un árbol de navidad coronado con una estrella en la punta. En un rincón, al costado de un fichero metálico, se lucen las fotografías de varios de los edificios que Mangano construyó. Está el de 9 y 50, uno de los primeros, y se ve también el boceto a carbón que él mismo realizó de la Casa Curuchet.
-Osvaldo Zubeldía –larga después de un rato.
Por primera vez en todo ese tiempo, Lachaise parece dudar y se pregunta por qué Ignomiriello le bajó el pulgar a Victorio Spinetto, nombrado por el presidente siempre como V.S.
-Miguel no le bajó el pulgar a nadie –dice Mangano-. Se lo subió a Zubeldía.
Los tres hombres en esa habitación pueden recordar la campaña de la cuarta campeona del ´63 y tienen intactos los partidos brillantes de la tercera de este año. El propio Mangano mandó a comprar varios ejemplares del diario El Día que tituló uno de aquellos encuentros: “La tercera no gana, mata”.
Eran partidos que convocaban mucha más gente que los de primera y los únicos, acaso, que mantenían viva por aquellos años la llama futbolera del club. Cualquiera de ellos los puede recordar de memoria, y no se avergüenzan al reconocer que una de las tardes más felices de sus vidas la vivieron juntos en la cancha de Talleres de Remedios de Escalada cuando, de la mano de Ignomiriello, alias “Panuca”, ese equipo de cuarta división le ganó la final a Vélez. La memoria también les devuelve las palabras que el propio Spinetto, el entrenador de aquel Vélez, les dijo a las pocas horas de terminada la final: “Qué equipo tienen, mi madre. Si esos pibes siguen jugando juntos son capaces de mojarle la oreja al más pintado”.
Para entonces, Zubeldía tenía 37 años y hacía unos meses se había negado a seguir en Vélez.
En esa habitación, tanto el presidente como sus consejeros saben que los descensos se van a reanudar pronto y que no pueden equivocarse. El momento es complicado. En el equipo ya no están Prospiti, Silva, Zapa ni Tarnawsky, un arquero ucraniano que despertó todas las esperanzas el día que llegó pero que sólo fue reconocido por tener una vista prodigiosa a la hora de evitar tirarse. El de los arqueros es otro de los temas que preocupa: son demasiados y poco prometedores. Para colmo, el entrenador de las juveniles también pidió –casi que rogó- que compren a ese pibe desgarbado que ataja en Sacachispas.
-Alberto Poletti –le dijo Ignomiriello a Mangano–. Hay que traerlo como sea.
-Tenemos siete arqueros –respondió el presidente, confundido.
-Pero ninguno sirve –aseguró el entrenador–. No me equivoco, Mariano. Es la mejor compra que podemos hacer.
Lo que dice Ignomiriello se respeta. Su trabajo ya deja ver a pibes como Eduardo Manera, Carlos Pachamé, Juan Ramón Verón, Eduardo Flores y Oscar Malbernat, juveniles becados por el club que responden y crecen todos los sábados en la cancha. Malbernat, incluso, ya jugó dos partidos en primera y demostró estar mejor que cualquiera. La tercera no gana, mata. Es la gran apuesta, y ahora su principal hacedor, el querido “Panuca”, el de los bigotes recortados y mirada de malevo triste, ese creador y formador de inocentes asesinos deportivos, dice que hay otro hombre que no es él ni su viejo amigo Victorio Spnietto el único capaz de salir a matar en las canchas mayores.
Osvaldo Zubeldía, eligió “Panuca”. Y nadie en esa habitación duda en su palabra.
***
El primero que le había visto pasta para dirigir se llamaba Miguel De Riglos y era presidente de Boca. No es que fuera un visionario, pero al directivo siempre le llamaba la atención las apasionadas discusiones que ese joven flacucho y buen cabeceador que venía de Vélez mantenía con los jugadores más experimentados del plantel.
-Va a ser un gran técnico –le dijo después de un entrenamiento con su franqueza y zumba habitual.
-¿Le parece?
-Estoy seguro. Usted entiende el fútbol mejor afuera que adentro.
Lo que decía Riglos ya lo sospechaba Osvaldo. Era inteligente para ubicarse en el campo, lo mismo que para ganar de cabeza o hablarle al árbitro sólo para lograr una mínima influencia. Conocía sus virtudes mejor que nadie, pero sabía algo que ni aquellos lejanos tres goles en cancha de Ferro lograban encubrir: era un delantero que no pateaba al arco.
-Los jugadores como yo estamos condenados –le dijo antes de retirarse a Timoteo Griguol, su compañero en Atlanta-, pero en un equipo somos tan importantes como el que la mete en el arco.
En el club de Villa Crespo ya le habían ofrecido hacerse cargo de las divisiones inferiores, una idea a la que su viejo maestro en Vélez, don Victorio Luis Spinetto, lo alentaba con severidad tierna y paternal:
-Agarre un equipo y hágase macho.
Ya retirado de las canchas, y casi cinco años después de haber entrenado por primera vez a un plantel de primera, para fines del 64, Zubeldía leía y escuchaba sobre fútbol a toda hora y en cualquier lugar. Podía recitar equipos enteros de épocas y países diferentes y sabía hasta la última incorporación que había hecho cualquier equipo de la primera C. Solía imaginar jugadas de ataque y de defensa y, mentalmente, en profundo silencio, armaba su equipo ideal con los jugadores que seguía cada domingo en el torneo de primera.
Aunque tenían modos muy distintos, con Geronazzo habían encontrado una forma genuina de entender el fútbol. Coincidían en la obsesión por el trabajo y en los aspectos de base con los que un equipo debía pararse en el campo, pero Osvaldo, además, había encontrado en él al discípulo mejor informado sobre los avances del juego en tierras europeas. Argentino tenía información que Argentina no tenía. Venía de vivir dos años en Italia y su experiencia deportiva hizo que Zubeldía lo eligiera para escribir ese año un libro sobre fútbol. Era en realidad una idea que traía de sus días como ayudante en el cuerpo técnico de Atlanta pero que había cobrado fuerza concreta recién en mayo del ´64, a los pocos días de abandonar la dirección técnica de Vélez.
Se trataba de un trabajo hasta ahora inédito por estos lados: más de trescientas páginas y casi trescientos cincuenta gráficos en los que se resumía una guía detallada sobre las distintas variantes de posicionar un equipo en la cancha. Antes de salir a la luz, el libro ya era comentado por varios entrenadores y en la editorial Jorge Álvarez nadie dudó en confirmar su publicación para marzo del año siguiente bajo el nombre de “Táctica y estrategia del fútbol”. Veían que no se parecía a nada de lo publicado por entonces. Estaba aquel trabajo de Luis Scopelli, pero había sido editado en Madrid y era una obra dedicada más a lo anecdótico del juego que a su verdadera técnica. Esto era otra cosa, y estaba claro que venía a fijar una posición distinta sobre algo en lo que todos querían opinar.
Antes de que el libro saliera a la venta, Zubeldía decidió que también sería Geronazzo quien lo acompañaría en su nueva aventura. Cuentan que se lo comunicó la tarde del 30 de diciembre de 1964, en una de las mesas del “Che Café” donde solían juntarse por las noches. Geronazzo creía que a Zubeldía lo llamarían de Uruguay, pero esa tarde su amigo le dijo que dirigirían en el país y, como si recreara un equipo para sus adentros, le pidió que averiguara cuánto valía Carlos Bilardo, el delantero que jugaba en Español, y que después preguntara en Chacarita por Marcos Conigliaro y en Ferro por Felipe Ribaudo. Cuentan también, acaso para embellecer la anécdota, que recién después de oír el encargo Geronazzo preguntó a dónde irían a trabajar.
-¿No te dije? –se sorprendió Zubeldía-. Me llamaron de Estudiantes de La Plata.
***
Es viernes 15 de enero de 1965. En la intendencia del estadio, un cuarto de paredes de ladrillo a la vista con una mesa de madera en el centro, hay un solo fotógrafo para captar el momento en que el nuevo entrenador de Estudiantes pone la firma. La intendencia queda chica para los que son: Osvaldo Zubeldía y Argentino Geronazzo visten de impecable traje, al igual que Mangano y Martínez. Los únicos que visten sueltos son Lachaise, Ignomiriello y el preparador físico del club, el profesor Jorge Kistenmacher.
Vienen de recorrer la cancha y los vestuarios y, luego de unas palabras de bienvenida y las fotos de rigor, el nuevo director técnico pide junto a su asistente quedarse a solas con los entrenadores del club.
Habla poco y pregunta lo justo. Escucha lo que dice Ignomiriello. Cada tanto, anota algo en un cuaderno y repasa los nombres que tiene escritos en el papel. Pregunta por cada uno de ellos. Los conoce, dice, pero no como quisiera. Al que más tiene visto de los juveniles es a Oscar Malbernat, el flaquito rubio y de cara angelical que ya debutó en primera.
-Ni bien se suspendieron los descensos –dice Ignomiriello, ceremonioso-, empezamos a becar a los juveniles. La idea es planificar a futuro.
Zubeldía escucha con excesiva atención. La frente amplia y despejada de los últimos años le dejan al descubierto cualquier gesto que pueda hacer.
-A futuro –repite-. Eso es bueno, muy bueno. Tengo entendido que usan el doble turno. ¿Es así?
-La tercera tiene una preparación de primera –apunta Kistenmacher, adusto.
Zubeldía asiente y al rato ladea un poco la cabeza:
-La cancha no me convence mucho. ¿Hay posibilidades de conseguir alguna mejor?
Ignomiriello y Kistenmacher intercambian miradas pero ninguno dice nada.
-Es para trabajar jugadas –aclara el entrenador-. Es importante que la pelota corra rápido. ¿Hay posibilidades?
-El Colegio Nacional, acá nomás –apunta Ignomiriello, algo desconcertado-. Tiene cancha con riego. Le podemos preguntar a Martínez. Es director de la Anexa y a alguien debe conocer.
-Un colegio –se enciende Zubledía-, qué mejor lugar para que estén los estudiantes, ¿no?
La ocurrencia despierta sonrisas pero Kistenmacher se pone serio:
-El entrenamiento aeróbico es preferible hacerlo en El Bosque. Podemos usar el colegio para entrenar con pelota.
-Perfecto –concede Zubeldía, jocoso-. Usamos el colegio para la pelota y el pizarrón.
-¿Pizarrón?
-Me gusta explicar con un pizarrón.
Ignomiriello asiente:
-Me hablaron muy bien de su trabajo.
Ahora Zubeldía parece enrojecerse.
-Gracias –casi que musita-. Yo escuché lo mismo de usted.
-Lo de Atlanta fue muy comentado –continúa Ignomiriello-. Me dijeron que todas las jugadas las preparaba usted.
-Nada nuevo –desestima Zubeldía-. En el fútbol está todo inventado.
-Atlanta jugó con la ley del offiside –insiste Ignomiriello-. No es algo muy común.
-Varios equipos lo hacen.
-¿Acá?
-En Europa.
-Entonces muy común no es –intercede Kistenmacher, algo más jovial.
Zubeldía le da la razón con una sonrisa y se vuelve a Geronazzo, que hasta ese momento sólo intervino para hacer alguna broma o comentar algo al pasar. Lo mira como si estuviera ensayado y le pide que diga los jugadores que pensó para su nuevo equipo. Uno de los primeros nombres que escuchan los entrenadores del club es el de Bilardo.
(este texto nace de un fragmento de la novela Zorro Viejo, firmado por el autor)
Begum es un segmento periodístico de calidad de 0221 que busca recuperar historias, mitos y personajes de La Plata y toda la región. El nombre se desprende de la novela de Julio Verne “Los quinientos millones de la Begum”. Según la historia, la Begum era una princesa hindú cuya fortuna sirvió a uno de sus herederos para diseñar una ciudad ideal. La leyenda indica que parte de los rasgos de esa urbe de ficción sirvieron para concebir la traza de La Plata.