domingo 16 de marzo de 2025

Johana Ramallo, amarga crónica de una ausencia anunciada

La última imagen de Johana Luján Ramallo quedó grabada en la memoria del sistema de seguridad de una estación de servicio YPF en la esquina de 1 y 63. Eran las 20.17 del miércoles 26 de julio de 2017, cuando la chica entró al baño, permaneció unos minutos y volvió a salir. Caminó apresurada hasta perderse fuera del alcance del objetivo de la cámara. Nunca más se supo de ella. Esta semana se cumplirá un año.

Con un metro y medio de altura, delgada, de tez blanca, cabello lacio y ojos marrones el destino de la joven que entonces tenía 23 años y aquella noche destemplada vestía una campera azul, un jean negro nevado y llevaba zapatillas blancas es, desde entonces, un verdadero misterio.

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Pese a lo voluminoso del expediente abierto para dar con su paradero, la Justicia no ha logrado en este tiempo consolidar una línea investigativa firme tal como lo reconocen fuentes tribunalicias con acceso a los pormenores de la investigación.

Detrás de la pesquisa hay funcionarios judiciales abocados en forma exclusiva al caso, grupos de elite de fuerzas de seguridad federales, además de decenas de funcionarios de dependencias tanto nacionales como de la provincia de Buenos Aires cuyos esfuerzos, hasta el momento, han sido infructuosos.

Tomado con fuerza por numerosos colectivos en defensa de los derechos humanos y, en especial, por grupos con militancia feminista y colectivos que trabajan con la problemática de la trata y de la diversidad sexual, el rostro de Johana replicado de su DNI tapizó pasillos de dependencias públicas, plazas y espacios educativos y se convirtió, rápidamente, en un emblema de la cada vez más fortalecida lucha contra las injusticias que el modelo social y económico reserva adicionalmente a las mujeres. Cientos de activistas repitieron cada mes el reclamo mediante marchas y radios abiertas para que la chica reaparezca con vida y lograron hacer conocer la historia a través de los medios de prensa.

Johana es la mayor de siete hermanos que Marta crió con la sola ayuda de su madre, Irma Chorolqui. La chica hoy desaparecida nunca supo quién es su padre. Cuando Marta dio a luz a su primogénita, tenía solo 14 años. “Nos criamos juntas”, dice la mujer en diálogo con 0221.com.ar y describe un contexto de privaciones que también queda a la vista en su humilde casa a medio construir, sobre la calle 119, entre 77 y 78, en Villa Elvira, una de las zonas más castigadas de la periferia sur de la ciudad. En febrero de 2016 Marta sufrió el incendio de la casa y la consecuente pérdida de muebles y electrodomésticos.

Nadie me dio un libreto para ser mamá. Me las rebuscaba con los pibes; vendía cosas por la calle, lavaba coches”, relata Marta para quien Johana siempre fue una gran ayuda para el cuidado de sus hermanos menores. Ambas consolidaron un vínculo especial, antes de la desaparición habían acordado tatuarse una alianza que diera testimonio de su unión indisoluble. Juntas se habían incorporado al Programa cooperativo “Ellas Hacen”, donde aprendieron rudimentos de albañilería y construían sus propias viviendas en Melchor Romero. El plan estatal incluía un servicio de guardería, seguro de salud, atención psicológica, además de un módico ingreso mensual; pero Johana dejó de ir. Para esa misma época se cerró la sede del Fines a la que asistía.

VIDEO: LAS ÚLTIMAS HORAS DE JOHANA

 

INFANCIA A LA INTEMPERIE

Johana habitó desde muy pequeña el mundo de la calle y las vulnerabilidades que ésta provoca. Acompañaba a su madre -y a sus hermanos, a medida que fueron llegando- a vender baratijas, lavar coches o pedir limosna en bares y restaurantes cercanos a la Legislatura de la provincia de Buenos Aires, en el centro de La Plata.

Cerca de ahí, en la Glorieta de la Plaza San Martín, a metros de la Casa de Gobierno bonaerense, la miseria, el abandono y la marginación había reunido a una veintena de chicos sin hogar y con sus familias destruidas, que habían sido expulsados de los pasillos de la Facultad de Humanidades donde se habían refugiado durante algunos meses. A mediados de 2008, luego de que vecinos y comerciantes se quejaran ante las autoridades y los principales medios de comunicación de la ciudad por los desmanes que provocaban esos menores, una patota armada los atacó con fiereza con la intención de barrerlos del lugar. Se los acusaba de atacar transeúntes para robarles dinero, celulares y objetos de valor sorprendiéndolos entre varios echando sobre la eventual víctima una manta para inmovilizarla. La prensa los apodó como “la banda de la frazada”, una pandilla integrada por chicos “con graves antecedentes” que después de cada atraco corrían a canjear sus “botines” por pegamento o sándwiches de mortadela.

En ese momento, varios grupos que trabajan con la niñez nucleados en Asamblea Permanente por los Derechos del Niño (APDN) armaron una olla popular en la plaza. Johana y algunos de sus hermanos menores asistían a la olla, donde Marta colaboraba muy activamente.

La insistencia de los miembros de APDN forzó el establecimiento de un dispositivo de contención a cargo de funcionarios del municipio y de la Subsecretaria de Niñez y Adolescencia de la Provincia, dependiente del Ministerio de Desarrollo Social. La medida, ordenada en un fallo del entonces juez en lo Contencioso Administrativo, Luis Arias, no se mantuvo en el tiempo y sólo se llevó a la práctica parcialmente por lo que resultó insuficiente, ineficaz, inútil.

La historia de estos chicos, entre los que solía estar Johana, es la crónica del fracaso de un Estado impotente e incapaz de ofrecer y garantizar la protección integral de derechos para esos niños, niñas y adolescentes. Sus vidas transcurren en la indigencia; la sordidez del bajofondo; las adicciones; la violencia y el desamparo; muchas veces el encierro; siempre la fuga y la intemperie. Sus nombres pueblan expedientes administrativos y judiciales, pero casi siempre sus historias son anónimas y sólo se conocen cuando las toca la desgracia.

Uno de esos casos es el de Omar Cigarán, un chico muerto a los 17 años en plena vía pública por una bala policial que lo perforó el 15 de febrero de 2013. Su caso, juzgado el año pasado, quedó impune ya que la Justicia absolvió al sargento Diego Walter Flores al considerar que actuó en el marco de la legítima defensa. Omar se hizo amigo de Johana en la Plaza San Martín. “Así es el destino que le tiene reservado a nuestros hijos este sistema, si son varones los mata el gatillo fácil y si son chicas se los lleva una red de trata”, reflexiona Marta, apenada.  

Como siguiendo algo parecido a un mandato no escrito, Johana fue madre adolescente al igual que Marta. Su hija nació el 12 de noviembre de 2010, cuando ella estaba a punto de cumplir 16 años. Desde entonces intentó -no sin dificultades- construir una convivencia con un hombre, llamado Santiago, padre de su hija, que se hizo cargo de la pequeña y también de su madre que aún era menor de edad.

Sin embargo, su vulnerabilidad, la falta de contención la devolvió al torbellino de su adicción, que echó todo por la borda. Según la reconstrucción hecha de los últimos tiempos, unos tres o cuatro meses antes de su desaparición, Johana comenzó a frecuentar con mayor asiduidad la plaza Matheu, en 1 y 66. El lugar está poblado por trabajadoras sexuales y constituye el corazón de la principal zona roja platense que se extiende sobre la avenida 1 entre las calles 60 y 72. Allí grupos de chicos llegan en busca de drogas. Pegamento, marihuana, cocaína, paco, alcohol, constituyen el combo habitual que no pocas veces termina en la intoxicación.

En plaza Matheu muchos jóvenes -en su mayoría adolescentes de ambos sexos- consiguen sustancias a cambio de favores sexuales debido a la falta de recursos para pagarla. De ese modo son introducidos al mundo de la prostitución. Esa vorágine envolvió a Johana.

Ella me decía que iba a la plaza porque le habilitaban droga y la necesitaba. Se ponía muy mal cuando pasaba un tiempo sin consumir. Yo intentaba retenerla en casa pero no aguantaba. Tenía ataques y me decía que no podía vivir sin eso. Lo necesitaba para vivir”, cuenta Marta a 0221.com.ar.

La mujer afirma no haber estado enterada de que su hija estaba en situación de prostitución. “Quizás no quise ver la realidad. Si me hubiese dado un indicio, algo. Por tenerla acá yo hubiera hecho cualquier cosa”, se lamenta amargamente. Y agrega: “Si yo hubiese sabido que se estaba prostituyendo me hubiera prostituido yo. La gente te juzga por eso”.

SEPARACIÓN Y QUIEBRE

La vida de Johana había dado un vuelco no menor un mes y medio antes de su desaparición: se había separado de su pareja, que ya no soportaba más su adicción y decidió cortar el vínculo y preservar a la pequeña hija de ambos.

A comienzos de julio las cosas empeoraron aún más: Johana ingresó dos veces al servicio de guardia del Hospital San Martín, los días 4 y 7 de acuerdo con el registro médico. Estaba dada vuelta. En medio de esta crisis, su salud se había deteriorado visiblemente. Según explicaron en tribunales las autoridades del nosocomio, la chica necesitaba constante seguimiento e iniciar un tratamiento de diálisis. Había bajado sensiblemente de peso y estaba entregada al consumo. En una de esas oportunidades, incluso, sufrió una descompensación cardio respiratoria.

En esos días, su madre lanzó desesperados pedidos de ayuda. La veía muy desenfocada, excesivamente delgada e irascible. De hecho, una semana antes de la desaparición llegó a comentar a varias personas su preocupación por el cuadro que presentaba su hija y su temor por lo que pudiera pasarle.

Marta recuerda que una tarde, pocos días antes de la desaparición de su hija, estaban juntas en la casa cuando el celular de Johana comenzó a sonar. La madre le acercó el aparato pero la joven se negó a atender la llamada y, minutos después, lanzó una frase enigmática y sugerente que a la mujer aún le resuena en la cabeza y no puede evitar relacionarla con lo sucedido: “Yo a vos te tengo que cuidar. Nadie tiene que saber que sos mi mamá”.

En la madrugada del 25 de julio, un día antes de su desaparición, Johana fue llevada nuevamente al Policlínico San Martín. Había pasado la noche en un hotel alojamiento ubicado en 2 y 70. Allí se descompensó y fue llevada de urgencia hasta el nosocomio. Ingresó inconsciente al centro de salud donde le practicaron varios estudios; uno de ellos determinó un nivel excesivo de potasio en sangre: tenía 7,30 miliequivalentes (mEq/L), cuando el valor normal en adultos es de 3,5 a 5,3 mEq/L. Entre otras cosas, la joven presentaba una insuficiencia renal severa que ameritaba un tratamiento de diálisis, tal como indicaron los médicos a funcionarios judiciales.

Johana volvió en sí en la habitación del hospital. Esperó la noche y se escabulló. No pudo comunicarse con nadie porque había perdido su teléfono móvil. Cuando llegó a su casa aún llevaba los parches adhesivos en su pecho.

- No sé cómo caí ahí, cuando me desperté estaba en una camilla – dijo cuando Marta le preguntó qué le había ocurrido.

Esa noche quiso dormirse mientras su madre le acariciaba la cabeza y la espalda, como lo hacía de niña.

Al día siguiente, amaneció frío y lluvioso. Marta cocinó un puchero. Johana despertó famélica y engulló tres platos sin respiro. Después de comer tomaron unos mates y jugó a las cartas con su abuela hasta que, de pronto, le pidió a su madre que la ayudara a sujetarse el pelo y que le abrochara el corpiño porque iba a salir. Eran las cinco de la tarde. Marta intentó disuadirla.

-¿Pero adónde vas a ir con este día Yoa? – inquirió la madre.

-Tranqui. Tengo que salir; vengo a las ocho.

Antes de irse, se detuvo en el patio que da al frente de la vivienda y llamó a Marta. Le pidió que le diera un último beso.

-Quedate – insistió Marta.

-Esperame – la cortó Johana. Y partió.

 

LEÉ LA SEGUNDA PARTE DEL INFORME: El laberinto de la causa: testigos en peligro, hipótesis sin destino

LEÉ LA TERCERA PARTE DEL INFORME: Zona roja, el lugar donde mueren las promesas

LEÉ LA CUARTA PARTE DEL INFORME: Johana Ramallo, en la ciudad de la trata

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