En la puerta de los Tribunales de 8 entre 56 y 57 la gente fuma con ansiedad y un abogado camina en círculos. Mientras tanto, en una sala del Tribunal Oral Criminal IV de La Plata doce ciudadanos deben decidir si Julio "Loli" Sotelo es culpable de haber asesinado a Reinaldo "Rey" Solís en la madrugada del 13 de septiembre de 2020, en una calle sin luz, con pastos altos, basura y una fiesta clandestina como telón de fondo. La escena es suburbana, pero el drama es universal: la vida y la muerte, la verdad y la mentira, el miedo y la responsabilidad.
En los pasillos, la palabra "culpable" circula con la fuerza de un murmullo que se quiere grito. La fiscal Victoria Huergorealizó un alegato largo y técnico, pero también emocional: habló de sangre, de piedras, de una frazada empapada, de un cuerpo que sufrió 22 heridas y de una golpiza con "designio común", pero también de que no hace falta un arma ni un cadáver para que exista un homicidio, como tampoco hace falta ver el truco para que exista la magia o el crimen.
Afuera, nadie espera milagros. Se espera justicia, aunque sea fragmentada.
A Reinaldo Solís lo mataron en pandemia, cuando los besos estaban prohibidos y el miedo era ley. Era paraguayo, vivía en Melchor Romero y la noche de su muerte hubo una fiesta a la que no había sido invitado. Como tampoco lo había sido su agresor. O sus agresores.
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El acusado (derecha) llegó a juicio en libertad.
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La fiscalía habla de coautoría, de obrar conjunto. Dice que Sotelo y Santiago Oyhamburu (quien será juzgado recién en 2026) compartieron el deseo de ajustar cuentas con Rey. ¿Por qué? Porque se había "atrevido", dijeron. Lo golpearon entre varios, con lo que tenían a mano: piedras, madera, un objeto "pesadísimo" que no se puede identificar. La golpiza fue tal que la autopsia contó catorce heridas externas y ocho internas. Todas en la cabeza.
Pero nadie vio todo. Nadie tiene una grabación. El caso está hecho de fragmentos. Una vecina vio desde su ventana una piedra impactando en la cara. Otra escuchó gritos. Un tercero, al que le incendiaron la casa, primero dijo una cosa y después otra. Los testigos se desdicen, las versiones cambian, la oscuridad es física y simbólica. En ese laberinto de verdades a medias, el jurado tiene que encontrar una salida.
El alegato de la fiscal: sentido común, sangre y coherencia
Huergo habló durante 45 minutos, apeló al sentido común, esa herramienta tan endeble como poderosa; dijo que si uno ve un cuerpo con 22 heridas en la cabeza y encuentra cerca piedras con sangre, madera con clavos y un metal oxidado y testigos que nombran a quienes estaban ahí, no hace falta ser Sherlock Holmes para entender qué pasó.
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Victoria Huergo, fiscal de juicio de La Plata.
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Insistió con el concepto de prueba "fragmentada". No hay cuerpo (Rey llegó con vida al hospital, pero murió después). No hay arma homicida (hubo muchas). No hay ADN de Sotelo en la víctima (pero hay testigos que lo vieron pegando). No hay certeza absoluta, pero hay una suma de elementos que —dice— apuntan todos en la misma dirección.
Criticó a los testigos que cambiaron su versión, como Luis Machuca y Miguel Sotelo, el hermano del acusado. Dijo que fue "una burla" que repitieran frases calcadas y agregaran detalles nunca antes mencionados, como un desfile de parientes corriendo en el pasillo. En cambio, valoró la firmeza de Carla y Batista, dos vecinas que mantuvieron su testimonio desde 2020. Aplaudió la actitud de Oyhamburu, quien llevó a Rey al hospital: "Ese es el comportamiento de alguien que no tiene nada que ocultar", dijo. Y contrastó con la actitud de Loli, José, Miguel y Santiago, que se esfumaron del barrio apenas se supo del crimen.
El peso del barrio y el murmullo de la historia
El barrio no olvida. Después del asesinato, los vecinos incendiaron la casa de Oyhamburu. Sotelo desapareció. Fue la justicia de los sin justicia. En esas calles, la ley es una mezcla de rumor y supervivencia. Ahora, en el tribunal de La Plata, la justicia tiene otros códigos. Hay peritos, protocolos, jurados. Pero la tensión es la misma. Doce personas tienen que decidir si mandan a un hombre a la cárcel por un crimen que nadie vio completo, pero que todos saben que ocurrió.
Algunos de ellos deben estar pensando en sus hijos. En cómo explicar esta decisión cuando vuelvan a casa. En si el "sentido común" es suficiente. En si hacer justicia es posible sin verla entera.
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Afuera, hay sol. La fiscal sale de la sala y se acomoda el saco. Mira el celular, camina rápido, no saluda. Los abogados de la defensa discuten en voz baja. El juez Caputo Tártara se mantiene en su despacho. Los jurados deliberan. La ciudad sigue.
El veredicto todavía no fue anunciado. Puede llegar en minutos, en horas. Lo que ya llegó es la angustia de quienes lo esperan. En el asiento del fondo de la sala, una mujer se persigna. Otro hombre bosteza. Alguien llora en silencio.
El juicio se desarrolló en medio de los escombros de un caso complejo. No hay grabaciones, no hay ADN, no hay confesiones. Hay sangre. Hay piedras. Hay testigos que cambian de versión. Y hay otros que se aferran a lo que dijeron cinco años atrás, como si no haber olvidado fuese su único acto de resistencia. ¿Qué decidirán los jurados? ¿Creerán que Loli Sotelo mató a Reinaldo Solís? ¿Pensarán que fue parte de algo más grande? ¿O que no hay pruebas suficientes? Mientras tanto, en una esquina de la sala, alguien susurra: "Que sea justo". Nadie le responde. La justicia no habla en voz alta. Delibera en silencio.