–Señora, ¿lo puede llamar al Gallego? –se oyó del otro lado.
La mujer abrió la puerta, confiada en que se trataría de alguien conocido, ya que llamaba a su hijo por el apodo con que todos los conocían en el barrio. Sin embargo, se encontró con rostros que nunca había visto.
–¿Está el Gallego? –insistió uno de los visitantes.
–No, no. Salió a la tarde... Me dijo que a la noche iba a jugar un partido de fútbol y volvía tarde –respondió Isabel acomodándose el salto de cama.
–Bueno, bueno, dígale que ni bien llegue, vaya urgente a la casa de la mamá del Mono. Él ya sabe –indicó el más menudo del grupo y con un ademán, ordenó a los otros la retirada.
Isabel los vio subirse a un Fiat 147 y marcharse raudamente en dirección a la avenida 120. Cerró la puerta de la casa con doble vuelta de llave. Buscó una birome y un papel en el aparador y escribió una nota para su hijo. La dejó sobre la mesa y regresó al dormitorio. Se acostó con un mal presentimiento, sin embargo, con el trajín del día y la ayuda de un comprimido de Trapax, no demoró en conciliar nuevamente el sueño.
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Sería la medianoche cuando los tipos del Fiat volvieron a estacionar cerca de la casa de Isabel. Eran los mismos cuatro, si bien todos eran policías, iban vestidos con ropa de calle.
Según la reconstrucción que hizo la Justicia, al volante del Fiat 147 gris perla iba el sargento Jorge Alfredo González, dueño del vehículo. A su lado iba el oficial subinspector Pablo Martín Gérez, responsable del Grupo Operativo No 5 dedicado a Robos y Hurtos de la Brigada de Investigaciones VI con sede en La Plata. El asiento trasero lo compartían José Daniel Ramos, numerario de la sección Cuatrerismo de la misma dependencia, y Víctor Rubén Dos Santos, recientemente trasladado desde la Brigada de Investigaciones de Quilmes a la de La Plata, donde oficiaba de ordenanza.
González extrajo una bolsita de nylon de uno de los bolsillos de la camisa y la desplegó con destreza con su mano derecha, dejando al descubierto unos pocos gramos de una sustancia blanca sobre la que zambulló su rostro y aspiró girando la cabeza con vehemencia. A su lado, Gérez jugueteaba con el volumen de un Handy. En el asiento trasero, Ramos y Dos Santos dormitaban.
En eso estaban cuando vieron que un coche se detenía delante del suyo, frente a la casa que vigilaban. Era Walter Héctor Di Pietro, que desde hacía unos tres años convivía con Isabel Olguín en la casa de Villa Elvira. Ajeno a la situación, Di Pietro detuvo el motor de su Peugeot 404 pero, cuando se disponía a bajar, advirtió que alguien, a quien por la oscuridad no pudo distinguir, forzaba la puerta del acompañante. Atinó a bajarse pero vio que otro sujeto lo encañonaba desde la calle.
Cuando alzó las manos sintió un fuerte manotazo en la nuca que lo desplomó hacia adelante. Luego soportó unos golpes secos y repiqueteados en el abdomen y cayó al piso. Con la cara contra la tierra de la calle perdió el aire y sintió la rodilla de uno de sus atacantes clavada en el centro de su espalda. Para cuando pudo reaccionar ya estaba esposado con las manos detrás del cuerpo. Los hombres lo volvieron a subir al auto, después de recorrer unas pocas cuadras lo bajaron en un baldío. Allí volvieron a castigarlo y hasta simularon un fusilamiento.
Walter no entendía lo que estaba pasando, hasta que por las preguntas de sus captores se dio cuenta del error. Lo habían confundido con su yerno. Cuando pudo hacerles entender quién era, les mostró su documento y logró que lo soltaran y le permitieran volver a la casa.
Junto a Di Pietro, Gérez y González ingresaron a la vivienda. En tanto, Ramos y Dos Santos volvieron a apostarse dentro del auto con la instrucción de no intervenir si veían llegar al hombre buscado.
–Son de la policía, lo están buscando a Andrés –le dijo Walter a Isabel, que rápidamente advirtió que se trataba de los mismos que habían estado más temprano.
–Somos de la Brigada de Investigaciones, doña –ensayó uno de los visitantes, al tiempo que sacó de un bolsillo interno de su campera una especie de carnet plastificado que ninguno de los habitantes de la casa alcanzó a leer.
–Pero él todavía no volvió m’hijo, supongo que debe estar por llegar. ¿Qué pasó? ¿Por qué lo buscan? –preguntó la mujer.
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A 35 años del hecho, la causa representa una de las mayores deudas de la democracia: la desaparición de personas a manos de las fuerzas de seguridad, un flagelo que aún hoy sigue creciendo.
–No se meta señora, no es asunto suyo. Es un temita que tenemos que arreglar con él, ¿se da cuenta? –murmuró González, el más agresivo del grupo, mientras daba vueltas por la habitación.
Al escuchar el alboroto, Mirna se había asomado al comedor con la pequeña Leila en brazos. Solo atinó a confirmar que Andrés había salido para jugar un partido de fútbol cinco y que regresaría tarde.
Luego de una serie de consultas por radio, Gérez se sentó, sacó la pistola que llevaba en la espalda, calzada dentro del pantalón, y la apoyó sobre la mesa.
–Bueno, si vuelve, lo esperamos –dijo el oficial, y ensayando una mueca ordenó:
–Che, revisá los cuartos por las dudas, y vos –dirigiéndose a Mirna que miraba absorta la escena–, poné el agua para unos mates... ¿O nos van a tener a pico seco?
González, que por su cuenta se había servido soda en un vaso del sifón que había quedado sobre la mesa, fue el encargado de revolver todo lo que encontró a su paso dentro de los dormitorios. Abrió placares y cajones, sacó ropa que dejó esparcida por el piso y sobre las camas. En la cocina quiso
hacerse de una botella de whisky, pero Mirna se lo impidió.
–¿De dónde salieron todas estas cosas? ¿Son afanadas, no? –preguntaron los intrusos al encontrar algunas piezas de aparatos de radio y televisión que el Gallego apilaba en un rincón del garaje. Algunos eran trabajos por realizar; otros, viejos equipos a los que el joven les extraía los repuestos para hacer las reparaciones.
Los policías evitaron en todo momento llamarse por sus nombres y solo usaron los apelativos de “Laucha” y “Ratón” cuando hablaban entre sí. Si bien al salir de la Brigada, Gérez llevaba unos papeles en las manos, que presumiblemente eran órdenes de allanamiento y detención, nunca los exhibió ni informó a los familiares de Núñez los motivos por los cuales estaban ahí.
En silencio, Mirna cebó mate para todos.
El pibe de la bicibleta
Apenas terminó de jugar al fútbol, Andrés trepó a su bicicleta y se dirigió a lo de su compadre Carlos Barranco, en el barrio El Dique, de Ensenada. Allí se bañó, comió algo y estiró la sobremesa en una charla amable y distendida. Cuando Carlos se dio cuenta de lo tarde que se había hecho, le ofreció a su amigo acercarlo en el auto. Cargaron la bici en el baúl y salieron para Villa Elvira.
–Dejame acá, que la calle está toda rota –sugirió Núñez al llegar a la esquina de su casa.
Barranco lo vio bajar la bicicleta, acomodarse la mochila y caminar por el sendero, junto a las casas, hasta perderse en la oscuridad. Arrancó y se fue.
Eran cerca de las dos y media de la madrugada del 28 de septiembre de 1990 cuando Andrés Alberto Núñez entró a su casa. Llevaba una mochila colgada sobre los hombros y vestía una campera de jean con forro de lana sintética que simulaba piel de cordero sobre una remera y un pantalón de gimnasia.
Al ingresar sintió que le apoyaron un arma en la nuca al tiempo que lo tomaron de uno de los brazos para reducirlo. Su primera reacción, casi instintiva, fue intentar resistirse, pero pronto comprendió que era inútil.
Lo apartaron del resto de los habitantes de la casa, lo rodearon y comenzaron a interrogarlo mientras lo conducían hasta el lavadero ubicado en el fondo de la finca. Según lo que pudieron interpretar sus allegados, los policías le achacaban a Núñez el robo de una bicicleta, pero de ello no existe en la causa constancia alguna.
–Yo no fui. No hice nada. Yo no hice nada –repetía Núñez.
Lo golpearon mientras lo interpelaban. La escena se prolongó unos minutos en medio de una tensión creciente hasta que el que comandaba al grupo ordenó esposarlo.
–El muchacho nos va a tener que acompañar, señora –fue toda la explicación que recibió Isabel, ganada por los nervios.
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Rápidamente, varios organismos defensores de los Derechos Humanos de la región se sumaron al reclamo por "aparición con vida" de Andrés.
Mirna les rogó que la dejaran ir con su pareja. Pero uno de los sujetos se le paró adelante y la previno:
–Quedate con la nena, que ella te va a necesitar –le dijo.
Andrés advirtió que las cosas podrían ponerse peor y se dejó llevar hasta el auto. A empujones lo subieron en el asiento trasero del Fiat. Partieron raudamente.
La puerta de la casa quedó abierta y sus ocupantes aturdidos por lo que acababan de vivir. Desde la calle, en pleno silencio, se escuchaba el sollozo ahogado de Mirna, que se hamacaba sentada en una de las sillas del comedor con su pequeña hija sobre su regazo.
–¿Qué hacemos?... ¿Y ahora qué mierda hacemos? –preguntó Isabel.
–Hay que salir a buscarlo –respondió Walter. Y agregó:
–Tenemos que llamar a un abogado, no sé, alguien que nos ayude.
Relaciones peligrosas
En rigor, la persecución de Andrés Núñez por parte de los efectivos de la brigada platense había comenzado la tarde del jueves 27 de septiembre de 1990. Los integrantes del Grupo Operativo de Robos y Hurtos recibieron precisas indicaciones del jefe de turno, subcomisario Luis Raúl Ponce.
–No vuelvan sin ese pibe –instruyó Ponce al oficial Gérez en su oficina, donde le entregó unos papeles que, según dijo, eran las órdenes para actuar y, por último, le ordenó sumar a Dos Santos para reforzar la comitiva.
Gérez miró al agente de arriba abajo y le preguntó si tenía el arma, sin esperar respuesta, le indicó que la trajera y empezó a llamar a los miembros de su grupo a los gritos para avisarles que había una misión y debían salir de inmediato.
Era la hora de la siesta y el revuelo en la dependencia alertó a varios detenidos que quisieron saber qué ocurría.
“Tranquilos, tranquilos que en un rato van a estar de fiesta, porque le vamos a traer un ‘violeta’ de una menor para que se diviertan”, comentó en los calabozos uno de los suboficiales de guardia. En la jerga carcelaria se conoce con ese apelativo a los acusados de violación o abuso sexual, que suelen sufrir el escarnio por parte de sus compañeros de encierro.
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Mirna Gómez, pareja de Andrés Núñez y madre de su hija, lleva 35 años reclamando justicia. Aquí junto a Rosa Schonfeld de Bru, ambos casos tienen muchas similtudes.
Dos Santos siguió a Gérez por el patio de la Brigada hasta una pequeña oficina destinada al servicio de calle, donde el oficial buscó una campera y se cercioró de cerrar con llave un armario donde solían guardarse, entre otras cosas, armamento muleto –Se trata de pistolas, en general de bajo calibre y sin numeración, que no son provistas por la institución. Suelen utilizarse en operativos fuera de la ley y, por lo general, terminan siendo destruidas o descartadas– y otros elementos usados para incriminar a detenidos y que generalmente eran obtenidos en operativos que no quedaban registrados en los expedientes.
Cuando salieron a la calle, vieron a otros dos hombres que los esperaban fumando, apoyados en un Fiat 147 con vidrios polarizados.
Eran el sargento González y el suboficial Ramos. Con ellos se completaba la partida comandada por Gérez que salió a buscar a Núñez, según surge de las constancias judiciales. No obstante, siempre quedaron dudas sobre si no hubo un segundo grupo de apoyo, con otros policías y otro vehículo.
A las cuatro y media los efectivos dieron con Jorge David Guebara que, guadaña en mano, desmalezaba sin demasiado entusiasmo un lote baldío en 123 entre 46 y 47, de Ensenada.
Había empezado el trabajo un rato antes junto con su madre, Norma Beatríz Ordáz, que en ese momento había ido a buscar unas bebidas y algo para comer hasta su casa, ubicada a dos cuadras del terreno. Los policías bajaron del vehículo y se acercaron al chico. Uno de los agentes lo tomó por un brazo y, sin mayores preámbulos, le preguntó por su amigo el Gallego al tiempo que lo zamarreaba, según declaró luego Guebara.
De la versión reconstruida a partir del testimonio de los policías, que años más tarde admitieron el hecho, surge que los efectivos intentaban sonsacarle información sobre un asesinato producido durante el robo en una vivienda.
El adolescente, más conocido como “Mono”, se mostró desconcertado y al principio dijo que solo conocía al “Gaita” de compartir picados de fútbol, especialmente durante los fines de semana, en las canchas del campo de deportes del Colegio Nacional, en el Bosque platense.
–¿Así que no sos amigo del Gallego? –le dijo uno de los hombres mientras le ponía una pistola en la sien y lo aferraba con fuerza por uno de los hombros.
–Sí, sí... pero no tengo idea dónde puede andar y no me acuerdo bien dónde vive –balbuceó el joven, aterrado.
–Ah, ¿no te acordás? Entonces te venís con nosotros, que te vamos a ayudar. Vas a ver cómo te hacemos acordar de todo.
Lo cachetearon y lo subieron bruscamente al coche, donde lo encapucharon para trasladarlo hasta una dependencia policial, cuya ubicación desconocía, en el centro de la ciudad.
Luego supo, por los otros detenidos, que se trataba de la Brigada de Investigaciones, en la calle 61 N° 875, entre 12 y 13, en una de las más importantes zonas comerciales de la urbe de las diagonales.
Una vez ahí, lo condujeron hasta el cuarto de contraventores donde, mientras lo maltrataban, le preguntaron por el robo de electrodomésticos. A los golpes lo obligaron a que les dijera el domicilio de Núñez, a quien, al parecer, los policías pretendían adjudicarle una seguidilla de atracos que nunca fueron establecidos con claridad, aunque durante el juicio oral se habló de la sustracción de una bicicleta.
Cuando, finalmente, el chico les dio la dirección dejaron de castigarlo y lo recluyeron solo en una pieza separada del resto de los detenidos. Varios de los presos recordaron en sus declaraciones judiciales que los policías tuvieron que arrastrarlo hasta la celda y que, cuando lo dejaron, pudieron observar que tenía la cara hinchada y los pies tan lastimados que no podía caminar.
En medio de la madrugada lo volvieron a buscar. Cuando lo sacaron del calabozo alcanzó a ver que llevaban a Núñez a empellones y esposado con las manos en la espalda en dirección a las habitaciones del frente del edificio.
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En este viejo tanque australiano de un campo de General Belgrano los policias quemaron los restos de Núñez en busca de impunidad.
Los efectivos condujeron a Guebara hasta otra oficina, donde nuevamente lo sometieron a una sesión de torturas en la que, según declaró el joven en su momento, lo intimaron a hacerse cargo del hurto de una bici, entre otros ilícitos. El chico se mantuvo en su postura, repitió una y mil veces que nada sabía del asunto.
Asesinato y ocultamiento
A eso de las 11 de la noche Norma Ordáz, la mamá del Mono Guebara, fue hasta la Brigada para saber si su hijo se hallaba detenido en ese lugar. En la guardia le dijeron que no. Sin embargo, cuando salía del edificio alcanzó a oír un lament proveniente de una de las oficinas que daban a la calle. Aquel sollozo se le antojó más que familiar. Se dio media vuelta e insistió, pero volvieron a decirle que allí no estaba su hijo. Haciendo prevalecer su instinto, la mujer se quedó apostada a metros del acceso principal de la Brigada en un auto junto a Ángel, otro de sus hijos.
Estaban a unos cinco metros de puerta y, desde ahí, pudieron ver cómo “unos tipos entraban a la rastra al Gallego”, relató. Según dijo ante la Justicia oportunamente, en tales circunstancias llegó a ver con nitidez la cara de Núñez. Eran, calculó, pasadas las tres y media de la madrugada del 28 de septiembre de 1990.
En la versión de los policías que años más tarde confesaron el crimen, cuando llegaron a la Brigada, estacionaron el auto de la mano de enfrente. Gérez descendió presurosamente del coche y cruzó solo, para recibir instrucciones. Cuando volvió, ordenó a González y Ramos bajar a Núñez, a quien ingresaron llevándolo por los brazos.
De acuerdo con el testimonio de varios detenidos, los miembros del grupo encabezado por Gérez llevaron a Núñez a una habitación lindante con la entrada del garaje, donde, sin rodeos, comenzaron a sonsacarlo e increparlo con saña.
Los gritos y súplicas del joven retumbaron entre las paredes de la Brigada y llegaron a oídos de los reclusos que también advirtieron alteraciones en la tensión eléctrica, señal que vincularon con la aplicación de corriente eléctrica sobre el cuerpo del detenido. Con cada descarga, los tubos fluorescentes en varias de las habitaciones perdían tensión y empezaban a chisporrotear. El radiograbador que estaba en la cocina, como siempre clavado en la frecuencia de Radio Colonia, registraba interferencias cada vez que la picana sacudía el cuerpo de Núñez.
A la sesión de torturas se sumó el subcomisario Luis Ponce, jefe de Operaciones de la Brigada, que pasó a conducir el interrogatorio y los azotes.
–¿Así que vos mataste al puto? –arrancó Ponce y le pegó una trompada en el rostro que lo desparramó por el piso con silla y todo, según declararon años después varios de los policías presentes en la escena.
Núñez aguantó casi dos horas de tormentos, divididos en dos sesiones. Primero lo golpearon con dureza en el rostro y el abdomen. Su mutismo embraveció a los uniformados, que decidieron pasarle electricidad por el cuerpo luego de tirarle agua.
Uno de los presos pidió ir al baño y, desde el pasillo, alcanzó a ver a Núñez maltrecho, sentado en una silla con las manos esposadas tras el respaldo. También vio, en otra habitación, al Mono también esposado y cabizbajo.
Desde la cocina de suboficiales, Guebara presenció parte del salvaje martirio a que era sometido el Gallego. En sus declaraciones contó que los policías le preguntaban “por la plata de un robo”.
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El paso del tiempo y el pedido de recompensa -que ofrece la irrisoria cifra de hasta $4.000.000- por datos del expolicia prófugo Pablo Martín Gérez, incluye un identikit con la que podría ser su fisonomía actual.
Ante la renuencia a responder de parte del detenido, González buscó en un mueble bajomesada una bolsa de nylon negro y se la colocó en la cabeza. Cuando el sargento rodeó con sus manos el cuello del muchacho y comenzó a presionar, el resto lo incentivaba con gritos y aullidos. Volvió a golpearlo con saña, una y otra vez.
De pronto, los baladros y risotadas se convirtieron en alaridos destemplados, portazos y movimientos febriles que envolvieron todo el interior de la Brigada. Núñez se descompensó y perdió el control de esfínteres. Cuando descubrieron su rostro tenía los ojos abiertos pero no reaccionaba, de la comisura de sus labios emergía un líquido blanquecino.
González alzó al joven inerte por la ropa e intentó reanimarlo. Sus gritos mutaron en un lloriqueo neurótico.
–¡Se quedó! ¡Se quedó! ¡Qué hiciste! ¡No se puede ser tan boludo! –recriminó Gérez, crispado.
En medio de la barahúnda, alguien propuso llamar a una ambulancia. La Brigada se había vuelto un caos.
Sin poder disimular su sobresalto uno de los policías de la guardia se acercó a la zona de calabozos.
–Che, a ver quién me pasa una muda para el violín que se cagó y se meó encima –exhortó el suboficial.
A esa altura, ninguno de los presos pudo sustraerse del revuelo generalizado que también se había extendido a las celdas. Entre todos lograron reunir algunas prendas que le alcanzaron al uniformado a través de las rejas.
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Luis Ponce uno de los últimos policías condenados por el hecho.
El subcomisario Ponce estaba fuera de sí. Iba y venía sin saber qué hacer, más que ametrallar de improperios a todo el que se le cruzara hasta que se encerró en su oficina. Desde allí realizó varios llamados telefónicos. Uno de ellos, al comisario Pedro Domingo Costilla, jefe de la Brigada.
–¡Gérez, vení para acá! ¡Inmediatamente! –vociferó Ponce, desencajado, parado en el vano de la puerta de su despacho.
–Sí, sí, acá estoy –soltó Gérez, apurando el paso.
–¡Vos lo tenés que resolver! No sé cómo vas a hacer, pero esta cagada hay que limpiarla bien y tirar la cadena... ¿Entendés? ¡Calmate, deja de moquear y pensá, pero no pierdas tiempo, actuá rápido! –gritó el jefe de Operaciones mientras sacudía a Gérez como queriéndolo hacer tomar conciencia de la gravedad y la urgencia a que obligaba el caso.
–Sí, sí, yo ya estuve pensando, hice unos llamaditos y me parece que lo mejor es...
–Me importa un pito qué es lo mejor. Vos y esa manga de inútiles se mandaron la cagada, ustedes sabrán qué hacer y dónde, pero asegúrense de que nadie, nunca más, va a saber de esto... ¿¡Me entendiste clarito, no!? –lo interrumpió Ponce, totalmente fuera de sí.
–... tengo un lugar en el campo. Ahí nadie se va a meter... No lo van a buscar ahí, quedate tranquilo. Yo me voy a ocupar, carajo –dijo Gérez, intentando recomponerse y calmar a su jefe.
–No sé. Pará, pará. Esto hay que resolverlo ya mismo–, bramó el subcomisario mientras giraba envuelto en un enjambre de ofensas que se acalló tras el portazo.
El joven oficial, barbado y con el pelo largo, salió disparado hacia la cocina. Allí, un grupo de policías cuchicheaba, repasando lo ocurrido. En la habitación de al lado, con el rostro apenas tapado por una bolsa de consorcio, yacía el cuerpo inerte de Núñez, tirado sobre una raída frazada a cuadros.
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El tanque australiano donde los restos de Andrés Núñez fueron incinerados por los policías para intentar borrar la evidencia de su asesinato.
A medida que pasaban los minutos, Ponce se ponía más tenso. Tenía en claro que por ser el jefe de turno y, a la vez, el oficial de mayor jerarquía del grupo era el principal responsable por lo ocurrido. Según revelaron años después algunos de los policías presentes, el jefe de turno mantuvo un fuerte altercado con el oficial de servicio César Gerónimo Carrizo y con Pedro Costilla, que habrían propuesto blanquear la situación y “sacrificar a algunos muchachos para no quedar todos pegados”.
–¿A ustedes les parece que nosotros podemos hacernos cargo de esta pelotudez? Nadie va a reclamar por este infeliz. ¡Ni se les ocurra mandarnos al frente! –advirtió Ponce en medio de una crisis nerviosa.
La discusión se dio por concluida.
–A ver, vos, trae el Falcon que vamos a terminar con este asunto –ordenó Gérez a González y, alzando el dedo índice ordenó: “Vos y vos vienen conmigo”.
Ya había empezado a clarear cuando los policías sacaron por el portón de la cochera de la Brigada el cuerpo sin vida de Núñez dentro del baúl de un Ford Falcon azul con techo de vinilo negro. El vehículo chirrió al doblar la esquina y se perdió por calle 12 a toda velocidad.
El cuerpo sin vida de Núñez fue incinerado dentro de un tanque australiano en desuso en un campo en el partido de General Belgrano y sólo tiempo después pudo ser hallado gracias a la confesión de uno de los participantes del crimen. Los policias fueron procesados y condenados. Aún hoy, a 35 años del hecho, Gérez permanece profugo.
(* ) El presente artículo es un extracto del libro "Un tal Núñez" publicado por el autor en 2015