Un día, un carrito se desprendió de la montaña rusa del Italpark. Una chica murió y otra resultó gravemente herida. El complejo de juegos cerró. Corría 1990, y aunque había abandonado hace rato esas emociones de vértigo, la noticia me cayó como una pesada bola de hierro retorcido sobre la cabeza. La certeza de que aquellos gigantes mecanismos lúdicos eran perfectamente seguros -esa razón que me permitió de chico abordarlos casi sin temor- se había desarmado, se había diluido. Y con ella, todas las otras certezas sobre la relación del hombre y el peligro. Aún lo “imposible” puede ocurrir. Nada ocurre por primera vez. Es que nuestra proyección imaginativa sobre el evento nunca es tan infinita como lo es el destino.
Así que aquel 3 de abril de 2013, cuando la gente (muy poca) deambulaba muda por la ciudad, mientras los restos de cajas, muebles y recuerdos se secaban en el sol tibio de la mañana, comprendí que tan cerca habita la fatalidad. Digo fatalidad, porque aún la impericia o la desidia del poder pueden considerarse como tal. Hay errores, imprevisiones humanas, decisiones que son fatales. Esa jornada, las coordenadas del sino se soldaron.
Mi esposa y mis hijos habían quedado varados en la casa de una familia amiga, allá por la barriada de Tolosa, a unos metros del domicilio de la madre de la presidenta. Habían ido hasta allí de visita y cuando se despidieron, el chaparrón se confundía con la memoria de cualquier otro. Eran esos chaparrones que arrecian con igual de potencia y de brevedad; de los que hay que resguardarse como de los estornudos o de la nostalgia, apenas por un ratito.
De pronto el agua comenzó a crecer desde abajo -me contaron- y el auto, que solo había hecho unas cuadras, empezaba a deslizarse hacia los costados como un bote en la orilla. Dejaron el vehículo donde pudieron y regresaron a la casa de esta familia. Los puños en la puerta sonaron con desesperación y angustia. Allí pasaron la tarde y la noche, en vela, oyendo gritos y silencios; los golpes de las cosas contra las cosas; viendo hacia adentro ratas y bichos flotando. Hacia afuera, la subida del agua, imparable, oscura como un cataclismo.
Cuando cayeron las primeras gotas en el hipódromo de La Plata, los apostadores creímos que la pista iba a tornarse pesada, no más terrible que eso. Los nubarrones auguraban lo de tantas tardes, un poco de agua sobre la arena y el barro lento bajo las patas de los caballos. Nadie se fue, nadie fue tan previsor. El tiempo real se había detenido. Un hombre atendió a su mujer, quien le informó que el agua ya entraba por la ventana de su casa. El hombre le pidió que la cerrara, pero la voz apagada y resignada de la esposa le respondió que le ventana ya estaba cerrada. El agua se filtraba por todos lados. Empezaron a estallar las luminarias a la vera de la pista. Todos se asomaron a los ventanales a observar el estruendo y el estallido, que sonaban luminosos como una orquesta plateada. Nunca se vio algo igual. Las boleterías cesaron su esfuerzo de cálculo. La electricidad, en el sector, se había ido. Se suspendieron las carreras y nadie se quejó. Desde la tribuna oficial bajamos al hall. Y, otra vez, mirábamos desde los ventanales. La forma del agua buscaba resquicios insólitos y se filtraba bajo las puertas. El estacionamiento parecía una pileta. Esperamos un rato largo, para que la lluvia cesara. Y no lo hizo. En una caravana de empujones, por inercia colectiva, corrimos a los autos. De ahí todo es un flash. De pronto, estoy en 7 y 50 y el paso es imposible. Aparezco en 19 y 48, haciendo maniobras bruscas. Ya transito la calle 13 y en la equina de 72 todo parece aplacarse. Llegó a mi casa. Los recién casados de al lado me llaman para romper la sellada tapa de desagüe. El agua que viene del patio escurre como la sangre por el orificio de la bañera. Entro a casa. Me llama mi esposa. Vuelvo a salir en plan de rescate, pero la vecina me avisa que no podré cruzar la 32, su esposo hacía unas horas había estado por allá. “Los autos están sobre la rambla”, me advierte. No hay luz, no hay TV ni radio, solo una emisora del auto que apenas se escucha y casi nada dice. Llueve, todavía.
La madrugada del 3 de abril llegó como una exhalación. ¿Fue una pesadilla? Dormí vestido. Fui hasta el auto y había música, enmarcada por escuetas informaciones que llegaban de los barrios a las emisoras locales. Cuando clareó, el agua era una huella antigua, casi en extinción sobre los pavimentos limpios, más lisos que nunca. Y otro flash. Estoy en Tolosa con varias personas reunidas en una esquina. Que los traen en un bote dice, que los están trayendo, aseguran. Y sí, veo la mirada de pavor de mi hija, acurrucada en el gomón y está mi hijo y mi esposa. Otro flash: estamos en casa, almorzamos.
Por la tarde, decido ir en búsqueda del auto abandonado, con el auxilio de un amigo. Mientras transitamos esas calles tan conocidas, donde ya he pasado 50 años de vida y más, siento que las sombras me observan. No son los rayos de sol los que se cuelan por la copa de los árboles, es una tristeza proyectada la que cae sobre la ventanilla: asfixia, desconcierta. Mujeres y hombres, grandes y chicos, pasean su letanía. Hay pasos lentos, cabezas gachas, miradas serias, incrédulas figuras que se pierden anónimas como postes. Las marcas del agua son hilos de miel espesa que cruzan las paredes, marcas grises y marrones, que se deslizan hasta el foso del alma. Una señora cuelga un mantel en su propia ventana. Un pibe, con los brazos en jarra sigue la marcha del auto con la vista y nos mira con una pregunta que ahora no tiene respuesta eficaz. Todo es tan llano y tan complejo.
El auto estuvo bajo el agua. Lo cubren los musgos, igual que si hubiese sido recuperado del Riachuelo. Mi amigo no dice nada, yo tampoco. La gente saca muebles a la vereda. Incógnitas, miedo, desastre son algunas de las palabras que llenan el vacío existencial. La muerte está presente como en un crepúsculo que espera la noche, pero que demora, porque su tarea no ha terminado.
Vuelvo a casa, como Almafuerte, trémulo de pavor, pero no puedo sentirme bravo. Al contrario, apenas empieza la agonía que perdura entre el recuerdo y la incredulidad. Pienso que la inundación será inolvidable y ya mismo trato infructuosamente de dejarla atrás. Aún hoy trato de dejar esas imágenes en un olvido imposible.