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Ahora y siempre: relatos de HIJOS La Plata

Ahora y siempre: relatos de HIJOS La Plata

A 28 años de su gesta como organización, se comparte el adelanto de una compilación con textos y testimonios de hijos de desaparecidos. 

Se me hace cuento
Tomás Arreche

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El homeópata en vez de bajarme la dosis de gotitas me la duplica. A instancias de la psicóloga. Ella dice que el psicoanálisis tiene un límite. Porque el discurso no llega ahí donde la memoria no encuentra registro.

Que las marcas están en el cuerpo. Que la memoria está en el cuerpo.

Todos los años, el 19 de diciembre, empieza mi semana trágica. Y se extiende hasta el brindis de Navidad. Sé que va a ser un período inestable y oscuro. Ya no le temo, por costumbre. Pero la angustia me sorprende siempre.

Esta vez, por cada gota multiplicada, la oscuridad se extiende un día.

Llego boqueando al brindis de Año Nuevo. El 2020 empieza a arrastrarse, como yo. Me cubren las sombras. No encuentro armonía. Todas las imágenes traen muerte. Tengo un yunque en las entrañas.

La última semana de enero algo se mueve en mí. Emerjo. Surjo. La sensación es física. De luz. Aire nuevo entra en los pulmones. Vivo.

Una vez más. El cuerpo relata su historia.

1

El 19 de diciembre Jorge es secuestrado por las fuerzas armadas. No se sabe más de él. Su mujer llama a los padres y les pide que presenten un hábeas corpus. Palabras que, hasta entonces, ellos desconocían. 

Hace rato que no ven al hijo, desde que, en agosto, luego del nacimiento de la niña, ellos se marcharan de la ciudad sin decir adónde. Se dieron cuenta de que era una mudanza intempestiva, pero no tienen idea de cuán apresurada fue.

Cuando pasan a la clandestinidad, con una beba de apenas dos meses y un niño que aún no cumple los tres años, no logran llevarse más que lo puesto. En esa casa que abandonan en minutos, quedan los muebles, las fotos, las ollas, los regalos casi nuevos del casamiento, el gato Pimienta. 

En un asentamiento de casas pobres de Avellaneda, unos amigos les dan refugio y anonimato. Cada tanto, Norma vuelve a La Plata a ver a sus padres, lleva poco a la niña, es más fácil moverse con el niño, que camina rápido y sabe guardar secretos. Le hacen mil preguntas, ella sonríe y no contesta.

Trata de inspirar una seguridad que empieza a no sentir. Trata de no demostrar un miedo que se huele.

La casa familiar, de la avenida, fue alquilada a unos conocidos. Sabrán después que a esa decisión le deben la vida. Se termina noviembre y el niño cumple años. Las tres velitas no alcanzan a esconder la tensión de lo que no se dice. De lo que no tiene mucho nombre. 

Cuando, tres semanas después, Norma llama para decir que a Jorge se lo llevaron, sus padres piden que traiga a sus nietos. Ella se niega. Tiene miedo de que le sigan los pasos. Que los hijos sean un modo de llegar al corazón del padre y quebrarlo. Lo que puede estar pasando la enloquece.

Dos días después, llevando al niño de la mano, entra en la casa de una gran amiga suya, que la ve agotada, con unas sandalias arruinadas de caminar sin pausa. La mujer ofrece calzado nuevo y cobijo, pero solo son aceptados los zapatos. 

Horas después, el timbre en lo de la Tía Carmen anuncia un pedido. Por supuesto que el chico se puede quedar acá. Todo lo que sea necesario. Quedate vos también. Comé algo nena. Lo que vos digas.

No digo nada, a nadie. Chau. Decile chau a mami, Tomi.

2

En una casa apenas conocida, con una tía abuela viuda que tiene un hijo adolescente, el chico pasa los días previos a la Navidad. Llega Nochebuena, a la que se suma una abuela con cara preocupada, que le regala un pullover tejido a mano. Pasa el Año Nuevo, con sus cohetes, con los perros de la casa muertos de miedo bajo la mesa. 

Los primeros días de un enero que se arrastra lo llevan, de la mano, a casa de los abuelos maternos y la tía. Piensa en caricias y sonrisas, en preguntas y respuestas. No las recibe.

Tampoco las reclama. No sabría qué pedir.

3

Vuelven de una fiesta en taxi. María no quería asistir, pero su marido insistió. Es la madrugada del 24 y la radio habla de un ataque armado.

A un regimiento. En la zona de Monte Chingolo. Nada de eso le suena, pero no sabe por qué la noticia la inquieta. Piensa en su hija, en su yerno que no aparece, en sus nietos pequeños.

Mira por la ventanilla y no encuentra sosiego. La Nochebuena van a lo de su madre, la matriarca Nina. Hay brindis. Responde con evasivas. La semana siguiente no tiene ninguna noticia, salvo un llamado de la hermana de su consuegra avisando que Tomi está con ella, y que está bien.

Pero eso solo agrega más preguntas. Cuando el año está empezado hace pocas horas, una joven mujer golpea las manos en el frente. Hace muchísimo calor. La hace pasar. Escucha la noticia. Tiene sed, tiene frío, y por lo único que atina a pedir es por la niña. Tiene cinco meses, se llama Mariana. Ya no tiene padres, pero es nuestra nieta. Oye la respuesta. La vamos a encontrar.

Pasan los días. Tres semanas es un tiempo suficiente para perder algo más que la esperanza.

4

Los adultos hablan poco. Tienen siempre cara de tristeza. Están preocupados. En Reyes se olvidan de poner pasto y agua para los camellos.

Pero no importa porque no vienen. Eso quiere decir que no hubo regalos. No sabe si tendría que haber puesto los zapatos afuera igual. Pero no le dijeron nada. Y no pidió. No sabe por qué, pero sí sabe que es mejor no pedir. La abuela está acostada todo el tiempo, le llevan algo de comer, pero el plato vuelve lleno. El abuelo tiene el pelo todo blanco.

Antes lo tenía marrón. No sabe por qué, pero sí sabe que es mejor no preguntar. Las tías son jóvenes, una tiene un hijo ya, el primo Pablo.

Ceban mate, charlan en voz baja, y cuando no hablan se miran mucho. Quiero a papá. Quiero a mi mamá. Quiero a mi hermanita, que es bebé. Quiero mi casa y mi gato Pimienta. Quiero demasiadas cosas, me parece. No sé por qué, pero me parece que es mejor no querer nada.

Tratan de que vayamos a jugar con el agua. Pero hace demasiado calor para hacer nada. Es raro, porque antes me gustaba el calor. Cuando se hace de día me parece que sigue la noche. Quiero dormir más. De noche, en la cama, me siento una silla de paja sobre la que apoyaron una piedra enorme. No entiendo cómo la silla no se rompe con el esfuerzo.

El cuerpo me tiembla. No puedo dormir. No sé por qué, pero me parece que mejor no digo nada.

5

La joven mujer vuelve. Le cuentan que María está en cama, con fiebre y con cansancio. La hacen pasar al dormitorio. Golpea las palmas y habla
con energía. A levantarse, encontramos a la niña. Hay que vivir, por estos chicos. Alguna de ustedes tiene que ir a la estación de Bernal el 21 de enero a las 6 de la tarde.

¿Quién va? ¿Cuántos años tenés, María Luisa? Veintiuno. En el primer tren que llegue desde Constitución voy a bajar yo, con una señora. Cuando me veas no me saludes, no me hagas ninguna señal, cruzate para el otro lado y entrá al baño, y te damos a la bebé. Si no me ves llegar... volvete a La Plata. No podés ir con nadie.

No podés contarle esto a nadie.

6

Una tarde calurosa vino María Luisa, no sé de dónde, y traía a mi hermana en los brazos. Esa noche dormí sin soñar. Por una noche no me sentí la silla. Al otro día me levanté a jugar con Pablo mientras Mariana tomaba su mamadera. Había algo distinto en el patio, pero no me daba cuenta de qué era. En la cocina se escuchaba charlar fuerte a mi abuela y a mis tías con la vecina. Me trepé al árbol del fondo y desde allá arriba se veía lejos lejos.

Lo que no se entiende
Lucía García Itzigsohn

No me acuerdo el color del pintor. En algunas imágenes aparece azul y en otras marrón, a cuadritos siempre. Estoy llegando a la casa de mi
abuela, que es mi casa ahora,
aunque no sabemos por cuánto tiempo.

Dormimos con Maine, mi hermana, en una pieza que era comedor. Ahí está el bargueño con las copas de cristal y ahí es donde Nona esconde el chocolate Águila que comemos a escondidas. Ahí está también el teléfono celeste de Entel que es el único de la cuadra. Así que a veces se asoma algún vecino pidiendo permiso para hablar.

Las tardes se parecen. Vuelvo del jardín en el transporte blanco con rayas amarillas y negras de Giannini. Tengo la bolsita en la mano y el corazón me empieza a latir rápido. Giannini toca bocina, Élida me da la mano y me ayuda a bajar. Esta vez sí, pienso, esta vez seguro que están.

Sale Nona a abrir la puerta. Están en el pasillo, escondidos para darme una sorpresa. Ese segundo de esperanza se estira hasta que otra vez no
están ahí. No sé si me enojo. Sé que no lloro más.

Entro a la cocina, prendo la tele, voy a tomar la leche, si es con mucho chocolate mejor. A veces dan Heidi, o ese dibujito de la nena que busca la flor de siete colores; cada capítulo encuentra una flor con siete colores, pero nunca es la que ella busca.

No pregunto más. Nadie me explica lo que no se entiende.

Gloria
María Ana González Villar

Llegué a la hora pactada cargando con los 37 años de espera. Leí todos los papeles que mi abuela tenía guardados y ordené minuciosamente los hechos por fechas, como hilando los pedacitos que quedaban. Llevé los recuerdos familiares que me acompañaron y los esfuerzos de mantener la memoria desde los cinco años, con imágenes y relatos que nunca se olvidan.

Entré y tuve ganas de llorarles, que me vieran llorar y que se sintieran incómodos, inundarles la oficina de lágrimas, fantaseaba que les decía frases tales como: “no sé nada de mi mamá”, “díganme ustedes”, “quiero que hablen ustedes”, “que pasó”, “dónde la llevaron”, “quién la vio”, “yo no sé nada”, “traigo los pedazos”, “traigo la nada que juntamos”.

Me enojé pensando que fue la misma nada que había llevado mi abuela en este mismo Juzgado cuando la citaron, en el 86, rogando una respuesta... pero como, desde los seis años soy una experta en adaptarme a las situaciones y hacerme la fuerte para no incomodar, me senté y hablé y hasta agradecí la oportunidad, pensando “algo es algo”.

La primera pregunta: “¿Es la primera vez que declarás?”: Sí, contesté, pero por dentro pensé “qué golpe bajo”, por suerte no mostró sorpresa, como si nada... “contame lo que sabes de tú mamá” y, de nuevo, la cabeza que me estalla, ¿qué me pasó estos años cuando esperé que viniera a buscarme, cuando la odié por no volver, cuando me convencí de que no la necesitaba y dejé de hablar de ella, cuando conocí a mis compañeros de HIJOS, cuando la di por muerta para perdonarla, cuando conocí su historia política, la reivindiqué y grité Presente y ahora ahí, con 42 años, ¿quién era mi mamá?, ¿qué pensaba ella?, ¿qué le gustaba?, y me doy cuenta de que nunca tuve tiempo para esa reconstrucción.

Fui a lo concreto, a lo que importa en estos temas: últimos compañeros de militancia, notas de mis abuelos al Ministerio de Defensa, búsqueda de mi abuela en institutos psiquiátricos a partir de llamados anónimos, anécdotas de parientes sobre dichos de no se sabe cuándo o no se sabe quién, las dos cartas que mandó de Mar del Plata, el relato de una compañera que la vio sus últimos días. Hablé con tono neutral, con la habilidad que adoptamos los HIJOS con los años de hablar del horror con naturalidad y di mi primera declaración testimonial.

En el 2019, cinco años después, me llamaron avisando que había empezado el Juicio en Mar del Plata de la Subzona 15. Entre los 272 hechos, había 133 víctimas y una de esas era mi mamá. No era el contexto político que hubiese deseado, gobernaban los negacionistas. Me pongo a pensar en la espera, es mi obsesión: los esperamos a ellos, después esperamos respuestas y, por último, deseamos justicia.

Mis abuelos se fueron esperando... y sentía que eso le quitaba algo de mérito a ese momento. Se me ahogaban las palabras pensando qué decir para contar todo lo que pasamos como familia a partir de la desaparición de mi papá y de mi mamá. No dejaba de pensar en mis abuelos, con los que crecí y quienes me educaron a pesar de la angustia, el miedo, la ansiedad, los silencios, nuestras pesadillas y gran parte de la sociedad que pretendía olvidar.

Crecí tratando de encontrarle palabras a ese dolor. Seguramente los responsables ni siquiera supieron quién fue mi mamá, ni quién fue mi familia: 133 víctimas, un número que se acumula para dar alguna respuesta después de tantos años de impunidad. Y a pesar de todo eso, me emocionaba y fantaseaba con que –de hacerse justicia– la hacía a mi mamá menos desaparecida, que llegamos a ese momento después de muchos años de lucha, que fue el deseo de todos los que no estaban y que lo iban a poder ver mis hijos.

El día del juicio viajamos a Mar del Plata, una cofradía envuelta de amor y recuerdos, mis tías, mi sobrina del corazón y mis hijos. Me senté mirando al Juez, como me habían indicado. Conté los días con ella, dije los nombres de las personas que nos habían acompañado en esa corta e inolvidable convivencia. Hablé de esa despedida que había prometido un reencuentro. De los días sin ella, la búsqueda de mi abuela, los silencios, el miedo. Quise hacerla presente y leí la única carta que me escribió, elegí la parte que hablaba de su lucha, me había escrito a mí, con mis seis años para el momento en el que tenía que ser leída: “... no te olvides de lo que Ana, Marcos, Papá querían hacer, de cómo tienen que vivir los pobres y aun los que no son tan pobres, de no ser egoístas y compartir todo”. Aclaré que seguramente les sonaría extraño escuchar estas palabras en estos momentos de tanto individualismo. Fue una ironía que me permití.

Del costado de la sala, la abogada querellante me sorprende con la pregunta: ¿tú mamá tenía algún apodo? Sí, contesté sorprendida, no entendía a qué venía la pregunta. Creo que le decían “la China”, por sus ojos rasgados. ¿Y vos?, pregunta. Me río incómoda, con vergüenza... yo me hacía decir Anita... bueno Anita “papafrita”, me río, porque me gustaban mucho, pero no lo graben a esto, le pido al juez, porque me da vergüenza, usando el humor que me sale cuando quiero salir de momentos incómodos.

Ella se levantó llorando y yo no entendí lo que pasaba. Todos en la sala quedaron conmovidos. A mi prima le salió un grito, algo así como “¡¡la conoce!!”. Cuándo me levanto, aún concentrada en no perderme palabra para decir en mi único momento ante la justicia, seguía sin entender lo que pasaba. Salgo del recinto, entro al cuarto que antes había sido de espera y ahora era de descanso y la psicóloga de la Secretaría de Derechos Humanos que me acompañaba me dice emocionada: Gloria, la abogada querellante, te conoció a vos y a tú mamá, te espera afuera. Me había reconocido por el apodo que yo misma me había puesto cuando me resistía a tener un nombre de guerra y cambiarme el Anita que tanto me gustaba.

Salí y nos abrazamos, emocionadas, confusas, ansiosas: yo por preguntar, ella por hablar.

Fue un reencuentro, a pesar de que ella se acordaba más de mí que yo de ella. Me contó que con su marido me habían cuidado muchas veces a pedido de mi mamá, que se quedaban conmigo y que yo me dormía en el medio de su cama y les apretaba la mano fuerte. Que una de esas tardes, en el obelisco, nos paró la policía en un operativo, y ellos tuvieron que improvisar y pasaron miedo, pensando en la responsabilidad de estar conmigo.

Éramos sobrevivientes encontrándonos después de años, hablando desde distintos lugares por los mismos ausentes, con la memoria dolorida y esforzada, resistiendo años de espera para hablar ante la justicia. Ella como querellante, yo como testigo. Ahora nos unía la presencia de mi mamá, que parecía haber tramado ese encuentro, como si toda esa escena hubiese sido parte de ese rompecabezas que nunca se termina de armar.

Estos tres relatos forman parte del libro "Ahora siempre" (Malisia, 2022), compilado por Ana Balut y editado por Agustín Arzac.