Todavía el río no le había mostrado sus misterios, cuando Carlos -de apenas siete años- se puso a conversar con sus nuevos vecinos y vecinas: una pequeña comunidad de origen Qom, que se había obligado a abandonar sus tierras luego de una severa inundación al norte de Santa Fe. Allí, precisamente entre los yuyales que rodeaban la laguna Setúbal en el barrio de Alto Verde, Carlos Gaspar Moreyra tuvo su primera revelación.
–Una de las mujeres de la comunidad tomó un pedazo de barro y me lo llevó hacia mi pecho: “Esto, es esto”–relata Carlos.
El ahora ceramista y arqueólogo consagrado dice que aquella mujer Qom se dio cuenta que -pese a su corta edad- él tenía alma para el barro y que sería su forma de poder comunicar en la vida. “Ellos tienen la capacidad de percibir, viven en otra frecuencia”, aclara Moreyra, que esa tarde aprendió a hacer su primera vasija.
Desde entonces no paró y dedicó toda su vida a la investigación de las culturas originarias y su relación con el arte. “Soy arqueólogo experimental”, se define.
A la fecha, Carlos Moreyra es uno de los ceramistas más reconocidos y respetados del país.
El artista de Berisso no sólo es arcillero y escultor ceramista, sino también ha sido investigador del equipo de trabajo de la Facultad de Ciencias Naturales (UNLP). Además, durante su trayectoria ganó media beca para estudiar en una escuela de arte en Madrid.
La búsqueda por conocer diferentes técnicas de todo el mundo lo llevó a conocer varios países: entre ellos Panamá, Turquía, Francia, España y otros de África.
Sin embargo, Carlos siempre tuvo ayuda de la naturaleza. No sólo la mujer indígena le había enseñado a hacer su primera obra, si no que aprendió a encontrar la mejor arcilla gracias a las avispas alfareras, que construyen sus propios nidos con barro. Ocurrió en Berisso, luego de que la familia entera se trasladara desde Santa Fe hacia la provincia de Buenos Aires, cuando él tenía 13 años. Carlos tuvo suerte porque, de ese modo, nunca abandonó el agua y el barro.


“Desde chiquito fui muy observador de la naturaleza y siguiendo a una de esas avispas logré encontrar la tercera capa de arcilla, la más apta para trabajar. La parte de arriba es el humus, es la que se está transformando y la de abajo es la buena”, explica Moreyra.
Años después, el aprendizaje no sólo vendría de los insectos, sino de los sueños y de chamanes. La capacidad para interpretar más allá de los delirios de una noche le permitió a Carlos unir esos dos mundos y así trasladar sus manos del subconsciente hacia la obra.
“El barro es comunicar las cosas que yo quiero”, dice y hace una pausa para admitir que tiene “sueños muy locos”.
Moreyra trabajó 25 largos años en los depósitos del Museo de La Plata. Pese a que no contaba con un título, en todo ese tiempo se codeó con los principales arqueólogos y científicos de una de las universidades más prestigiosas de América Latina.
–Hace poco soñé con una sirena que me gritaba, que me decía que había que cuidar el agua, el mar. Esa noche me desperté y me levanté directamente para trabajar –revela Moreyra, que no tiene miedo en asegurar que “todas sus obras” están íntimamente relacionadas con su conexión onírica.
Una de ellas generó admiración a nivel internacional: “Esa es la ´Planta de los dioses´ -señala hacia un costado-. Esa pieza la llevé a la final internacional y fue de admiración de personas de todo el mundo. En la presentación pasó algo muy loco porque casi no tuve que contarla, porque cada planta está ahí en la cabeza de los chamanes. Se trata de plantas mágicas de diferentes culturas”, cuenta el ceramista.
La obra también funciona como un gran sahumador. “El mismo aire de tu cuerpo hace que el chamán fume”, explica.
El artista de Berisso plantea que si bien gran parte de sus trabajos tienen que ver con la naturaleza y con el objetivo de recuperar la belleza “de los antiguos”, además le gusta retratar “la vida sencilla del hombre del campo o de las cholitas”.
“Yo tomé esto como una filosofía de vida. Para mí es fantástico que cuando uno lee una vasija, vaya conociendo datos y perciba cosas imposibles de conocer”, manifiesta.


Primera escena: Con una madera gruesa, Carlos esculpe un busto de barro que todavía no tiene rostro. Después, utiliza un cuchillo para hacerle nacer dos ojos achinados: la performance en vivo se denomina “El barro y yo”, y funciona como una experiencia sensorial para el público, porque se realiza en cuasi penumbra y se acompaña con música.
Segunda escena: Carlos continúa con concentración apasionada y ahora abraza la figura con sus dos brazos, las cuales van moldeando la arcilla. Después, al momento de los trazos finos, utiliza sólo algunos dedos de sus manos y parece que acaricia la imagen que emerge.
Tercera escena: De repente, la aparición de un perfecto rostro inca en un escenario oscuro logra conmover a los allí presentes. Muchos, ignorantes de llevar esa sangre en sus venas.
Cuarta y última: Pero como si de una metáfora se tratara, Carlos sigue amasando la arcilla y el rostro indio desaparece. Ahora la escultura se parece más a un gaucho, pero la cara sigue cambiando. Minutos más tarde, alguien hasta podría decir que se trata del Che Guevara. Finalmente las manos terminan dibujando a un hombre árabe.



La función termina cuando Carlos le dibuja una corona de espinas a la misma cabeza y reconstruye la masa arcillosa para concluir con un Cristo de ojos saltones, boca entreabierta y detalles de dolor. No sabemos que está en la cruz, pero lo está.
Pareciera que el artista nos quiere decir que, aunque existan fronteras, nacionalidades y distintas culturas, todos y todas venimos del mismo barro. Los aplausos del público estallan cuando se muere la música.
Moreyra ha llenado varios teatros con ese espectáculo y destaca una en particular, que ocurrió en la localidad bonaerense de Ayacucho: “Estaba por hacer el Cristo y la luz se apagó. Cerré los ojos y lo seguí haciendo. Cuando termina la historia, ya muy agotado, la luz se prende y el Cristo estaba hecho. La gente pensó que era parte del show, pero no. Lo había hecho tantas veces, que había adquirido la memoria”, relata.
Carlos Gaspar Moreyra vive en una humilde casa cerca del centro de Berisso. Allí pasa gran parte de sus días, rodeado de cientos de esculturas y herramientas de trabajo. Para ser más precisos, el 90 por ciento de su espacio está reservado para un gran taller, en donde el artista desata la inspiración acumulada, y el resto para una pequeña sala en donde se presentan y venden sus obras.
Pero antes de decidirse a hacer un camino personal, Moreyra trabajó 25 largos años en los depósitos del Museo de La Plata. Pese a que no contaba con un título, en todo ese tiempo se codeó con los principales arqueólogos y científicos de una de las universidades más prestigiosas de América Latina.
–Hice arqueología experimental con el doctor Rafino y desde entonces siempre estuve en contacto con las arqueólogas del Museo –menciona Carlos, que transpira humildad cuando menciona sus logros.


De hecho, el ceramista cuenta que -pese a no seguir trabajando allí- los científicos del Museo lo siguen llamando y consultando. “Me dicen el indio vivo”, describe.
Sucede que el conocimiento que Carlos adquirió durante todos sus años y sus cuantiosos viajes por el mundo, lo convirtieron en una persona que no sólo acumuló saberes, si no que los comprobó, experimentó y transmitió. Quizás, por esa razón, responde que su mejor obra en la vida “ha sido la docencia”.
“A mis conocimientos siempre los quiero compartir, porque si me los quedo, ¿de qué me sirven? No me sirven para nada. Si un docente tiene deseo de proyectarse, tiene que proyectarse a través de sus alumnos”, reflexiona.
Sin embargo, el fuego de la docencia se encendió cuando conoció al por entonces profesor de Diseño en Bellas Artes, Víctor Hugo Garay, quien lo animó a explorar el arte que no estaba en los libros de las facultades. “Un día le preguntamos a nuestros alumnos: ´Pero, ¿acá no pasó nada?´”, en referencia al desarrollo del arte en el sur global. Pueblos generalmente arrasados por el colonialismo primero, y ninguneados por las miradas eurocéntricas del arte, después.
La mirada perpleja de sus alumnos y alumnas le confirmó a Carlos que uno de los objetivos de su vida debía ser sumergirse en un mundo hasta ahora ajeno, gris, pero lleno de magia.



En Panamá, por ejemplo, una investigación sobre los colores naturales de la zona los llevó a redescubrir rojos, naranjas y azules jamás antes vistos. El procedimiento para hallar nuevos matices se dio a través de las piedras, plantas e incluso desde la tinta de algunos peces del mar.
“La satisfacción más grande es ver cuando el alumno se emociona con lo que está experimentando”, plantea Carlos, que se entusiasma y describe las cerámicas más antiguas del continente: casualmente encontradas en su tierra, Berisso.
“Es fascinante porque son simples, porque tiene líneas sencillas, pero están relacionadas a la geografía de los habitantes de esta tierras. Los pampas, por ejemplo, veían nacer el sol y ponerse. Las líneas tienen que ver con su paisaje plano. Las obras te están contando que ahí vivió gente y te está contando lo que vieron”, desarrolla Moreyra.
Pero su rol como docente tuvo otros dos momentos particulares: ambos cargados de emoción y sorpresa divina. El primero ocurrió con una alumna de 82 años, que durante toda su vida había querido hacer cerámica. “Siempre con un deseo terrible de hacer esculturas después de muchos años de hijos y nietos”.
“Cuando aprendió un poco empezó a hacer unas obras increíbles, no la podíamos parar”, cuenta Carlos, que recuerda las palabras de aquella anciana resplandeciente con el barro en sus manos: “Recién empiezo, ahora me siento de 20 años”.
El segundo momento ocurrió en un taller de cerámica con personas ciegas. “El profesor que me había invitado, le pidió a uno de ellos a ver si podía identificar el color de las vasijas”, introduce Moreyra, que todavía conserva la sorpresa en sus ojos. De inmediato, uno de sus alumnos se levantó y pasó sus manos por cada una de las muestras. “´Esta es roja´, ´Esta es verde´, ´Esta….´”, afirmaba sin dudar el alumno ciego, frente a un Moreyra estupefacto.



“Eso me alucinó. Tenemos demasiadas capacidades dormidas dentro, porque se sabe que los colores vibran diferentes”, puntualiza.
Después, el ceramista de Berisso hace una pausa y condensa en una frase todo lo que había querido decir hasta ahora: “Cada uno tiene dentro un artista que está frenado. Si no lo soltás, nunca lo vas a comprender. Dale permiso”.
Con sus manos curtidas de tanto barro, Carlos deposita una humilde ofrenda entre unas piedras a orillas del río hondo. Recita una oración, pide permiso y se dispone a buscar lo que le encomendaron.
Luego de varias expediciones en la pequeña localidad de Londres, Catamarca, los arqueólogos no han podido encontrar la fuente de donde los Incas sacaban su barro. Esa investigación era crucial para comprender las técnicas y la antigüedad de las obras.
–Hago una reverencia y le entrego algunas cositas a la Pacha. Y bueno, después de eso, encuentro todo. La arcilla, las piedras de color, dónde pintaron, todo –aclara.
Carlos agrega que cuando volvió para el Museo de la localidad catamarqueña, “los científicos no le creían”. “Estuvimos buscando desde hace varios meses, ¿cómo hiciste?”, le preguntaban. El ceramista criado en el río les respondió con otra pregunta: “Pero, ¿ustedes le pidieron permiso a la Pacha?. Sólo recibió silencios.



“La ciencia se tiene que adaptar a ciertas normas espirituales. Porque si no creés en lo mágico, no podés buscar nada, porque no tenés datos de su Cosmovisión”, se envalentona, aunque reconoce que “cada vez hay más científicos que se están incorporando a estas prácticas”.
“Si queremos salvar la tierra y todo lo que hay en ella, tenemos que conocerla primero”, redondea el ceramista y arqueólogo experimental.
Aun así, su iniciación en lo espiritual se dio gracias a la ayuda de un chamán. Ocurrió en el Gran Chaco paraguayo, cuando Carlos visitó las comunidades originarias para aprender de sus técnicas con el barro, y al mismo tiempo, enseñar lo que él sabía.
“A mí me impactó mucho el día que un chamán me pidió que lo acompañara, porque me iba a presentar a un amigo. Pero me dijo que lo siguiera a diez metros. Mientras caminábamos, él iba recitando una oración. Después de varios minutos, llegamos a un árbol muy viejo. El chamán se limpió las manos y pies, se sentó y empezó a hablar como con cualquiera”, relata Moreyra, quien estaba a punto de vivir una experiencia de otro planeta.



“Después me hizo hacer lo mismo que hizo él. Cuando apoyé la cabeza en el árbol sentí una vibración en todo el cuerpo, no sabía lo que estaba pasando, pero fue hermoso”, expresa.
Esa conexión con la naturaleza le imprimió una nueva escuela a su vida de escultor: no sólo se trataba de conocer a las culturas a través de sus legados, si no a través de sus cosmovisiones y su espiritualidad.
Tal vez por eso, cuando le preguntan en qué lugar se ha sentido más realizado, después de haber viajado tanto y haber conocido todas esas culturas, el “maestro Moreyra” no duda:
–En Gaia (tierra).
“Es nuestro hogar. El hombre es el que pone límites. Desde el arte no hay fronteras”, opina, razón por la cual -un poco en broma y un poco en verdad- sostiene que para poder desarrollar artísticamente cada cultura, “debería poder reencarnar varias veces”.
Sucede que el conocimiento que Carlos adquirió durante todos sus años y sus cuantiosos viajes por el mundo, lo convirtieron en una persona que no sólo acumuló saberes, si no que los comprobó, experimentó y transmitió. Quizás, por esa razón, responde que su mejor obra en la vida “ha sido la docencia”
Esta historia comenzó -otra vez- con un sueño del “maestro”. La fiesta del Barro fue una creación que partió del subconsciente de Carlos, pero tomó fuerza, cuerpo y tierra a través de muchas personas. La primera edición se dio en 1987, en Berisso. Pero rápidamente tomó carácter itinerante y la fiesta viajó por todo el país. Hasta el año pasado, cuando volvió a sus orígenes.
Leo, el sobrino, amigo y aprendiz de Moreyra, asegura que la celebración “sirve para el encuentro de diferentes artesanos, y así seguir transmitiendo la cultura”.
De hecho, durante todos estos años, la comunidad artesana se ha encontrado, compartido saberes, además de comidas y peñas. “Somos una tribu”, dice, riendo.
“La fiesta del barro es generar laburo”, suma Carlos, que pese a ser soñador, también vive preocupado por la economía.



En 2015 el artista berissense fue elegido “Ciudadano destacado” de la provincia, pero considera que -más allá de los honores- “sería bueno que eso esté acompañado de una especie de jubilación para que uno pueda estar más tranquilo y pueda seguir investigando”.
Pese a todo, a sus 72 años, Moreyra dice sentirse “un pibe de 20” y asegura que el secreto es su relación con la madre tierra. “Cuando estuve desahuciado por los médicos, me curé con las plantas. La comunicación que tengo con la Pachamama es lo que me mantiene vivo. Aunque hay algo fundamental… mis amigos”, cree el arcillero.
Una conexión que al artista bonaerense lo ha convencido de que -en el fondo- todos y todas “estamos llenos de magia”.
–Estamos llenos de magia, pero estamos muy dormidos. Nos durmieron. Porque nos enseñaron a depender. Se van a terminar las religiones y nos vamos a dar cuenta que a Dios lo tenemos dentro –finaliza.