Cuando Angélica Viñales fue a comprar arcilla para una tarea escolar no imaginó que terminaría enamorándose. Para Francisco Giovanola, bohemio escultor, el flechazo fue inmediato.
Nacida en Lobos, provincia de Buenos Aires, en 1903, había quedado huérfana y permanecía pupila en el Colegio Sagrada Familia, prestigiosa institución perteneciente a la sede platense de la congregación salesiana Hijas de la Cruz. Había heredado la fortuna de sus padres, Isidora Montoya y Pedro Servando Viñales, terratenientes afincados en aquel poblado bonaerense, donde fallecieron tempranamente. Pedro murió mientras Isidora cursaba el embarazo de la niña y su esposa, tres años más tarde. El contador de la familia administró los bienes de la pequeña hasta su mayoría de edad.
Tras aquel furtivo encuentro, Francisco comenzó a visitarla con frecuencia en el internado de monjas y, al acecho de las miradas cómplices de las compañeras de estudio, al poco tiempo pidió su mano. Al poco tiempo se casaron. Las monjas le regalaron el ajuar con las prendas bordadas en seda natural: el vestido de novia, un camisón con costura y cofias.



Siempre me causó gracia cómo se conocieron mis padres y que él le hiciera de novio con su mamá. Se conocieron de casualidad y se enamoraron. Parece que fue mutuo. Al poco tiempo mi padre fue al colegio y pidió permiso para verla. Su tutor, el doctor Ahumada la ubicó ahí. Prácticamente no lo conocimos, aunque lo vimos una vez cuando vino a visitarla; mis hermanos y yo éramos chicos. En casa siempre estuvieron colgados unos cuadros grandes con los retratos de mis abuelos y del doctor Ahumada. Mis padres se casaron muy jóvenes. Guardé el ajuar durante mucho tiempo. Pero cuando mi vida dio un vuelco tan grande y me dediqué de lleno a la búsqueda de mi hijo, primero, y de mi nieto, después, sumado a las mudanzas, tuve que ir desprendiéndome de algunas cosas y perdí otras.
Mi padre le llevaba varios años a “mami”. Siempre creímos que eran once, pero una vez fallecido mis sobrinas tramitaron la ciudadanía italiana, recobraron su partida de nacimiento y nos enteramos de que eran algunos más. También ocultó otros nombres. En la documentación figuraba como Remo Francisco Abramo y la familia lo conocía solo por Francisco. Nos contó que había nacido en un barco francés y la verdad es que no sé si fue así. Lo cierto es que, de grande, ya estando en el Normal, yo seguía repitiendo esa historia que él nos transmitió.
TIEMPOS FUNDACIONALES
Delia nació un agobiante 16 de febrero de 1926 en una casa de altos en el centro de la ciudad de La Plata. Al hogar se accedía por una suntuosa escalera de mármol de Carrara, coronada por la fachada densamente ornamentada, fiel al estilo arquitectónico barroco de época. La vivienda albergaba el taller de escultura del padre que supo dar empleo a cerca de cuarenta trabajadores entre obreros, escultores y artesanos.
Francisco Giovanola no heredó fortuna pero sí el talante bohemio y artístico de su padre. Nacido en Milán, Italia, era el quinto hijo de una familia de doce hermanos. De joven estudió arte en Florencia. El 21 de diciembre de 1887 llegó al país en el Iniziativa, buque a vapor que arribó al puerto de Buenos Aires cargado de inmigrantes europeos, junto a su mujer Cecilia de Naro, joven maltesa, hija de marinos. Por un tiempo, se instalaron en los suburbios para luego mudarse al corazón de la ciudad.
La Plata transitaba tiempos fundacionales y Abramo respondió a la convocatoria lanzada por el gobierno nacional. Tras el acto oficial del 19 de noviembre de 1882, se requería de obreros y artesanos que materializaran lo establecido por Dardo Rocha en el acta de fundación de la capital de la provincia de Buenos Aires. La ciudad fue tomando forma de la mano de trabajadores mayoritariamente extranjeros. Giovanola formó parte de una camada artística de españoles e italianos que legó a La Plata de monumentos, fachadas y bustos. Entre sus numerosas obras se destacan el Monumento a Giuseppe Garibaldi, emplazado en la localidad homónima; la virgen del Asilo Marín, construida en mármol, que el propio Abramo fue a buscar a Italia; el águila de Plaza Italia, titulada Monumento Alla Fratellanza (Monumento a la Hermandad), símbolo de la confraternidad argentino-italiana, y Primavera, estatua de figura femenina en mármol, instalada en el Jardín Zoológico y Botánico, valuada en quinientos mil dólares, que fue robada en los años noventa y nunca se recuperó.
En 1898, Abramo fue cofundador de la Academia de Bellas Artes, espacio dedicado a la promoción y formación de profesionales de la escultura y la pintura, entre otras disciplinas artísticas. También integró el plantel docente del Centro de Bellas Artes. Falleció en 1921, a los 69 años.
Gabriela Giovanola, hija de su hermano Mario, se dedicó durante años a investigar la genealogía familiar que condensó en la escritura del Diario íntimo familiar. En sus páginas rememora el carácter bohemio del artista: “Abramo descansaba en su mujer todo el manejo de la casa. Siempre vivió de la escultura y era un trabajador infatigable. Pero todas las tardes, con la puesta del sol, cumplía con un rito muy europeo y de artistas, compartir un vaso de vino. Sacaba a su perro, un enorme San Bernardo y caminaba hasta una vinería con mostrador de diagonal 73 y 47”.
Mi abuela paterna era de la Isla de Malta, en aquel entonces posesión inglesa. Siempre bromeábamos con que teníamos sangre inglesa de parte suya. De apellido De Naro, bien italiano también. La recuerdo siempre vieja. Yo no me veo así de vieja como la veía a ella. No la recuerdo afectuosa ni que me haya tenido en brazos. Falleció cuando yo noviaba con Jorge, a mis quince o dieciséis años. La recuerdo en su casa escuchando las novelas por la radio. En casa compraron la misma radio que tenía ella, pero no tenían la costumbre de escuchar las radionovelas. Nací en esa casa del centro, donde mi padre tenía el taller de escultura. En esa época se usaba mucho la ornamentación y en el taller había cerca de cuarenta obreros trabajando con mi padre. Él, a su vez, participaba junto a mi abuelo en trabajos para la ciudad.
Angélica y Francisco tuvieron tres hijos. Elsa nació en 1924 y fue la primogénita. Dos años más tarde, en 1926, nació Delia. Poco tiempo después, en 1927, llegó Mario, el único varón. Los hermanos crecieron unidos en el seno de una familia acomodada que no conoció privaciones. “Francisco –cuenta Gabriela Giovanola en las memorias que describen la historia familiar– fue dilapidando, poco a poco y con el correr de los años, cada peso de la fortuna de Angélica que estaba a su cuidado. No por derrochón, jugador ni mujeriego, sino simplemente por bohemio, bondadoso, crédulo y el poco sentido común que tenía para los negocios en los que se embarcaba”.
UNA INFANCIA SOSEGADA
Delia transitó una infancia apacible, sin mayores preocupaciones. Comenzó sus estudios en la Escuela Normal Superior N° 1 Mary O. Graham desde los iniciales años de jardín, que en esa época se llamaban mesas, hasta la secundaria. Allí mismo, en la escuela que inaugurara el presidente Marcelo T. de Alvear en 1932, se recibió de maestra a los diecisiete.



Al principio nos llevaba mami en el auto, ella manejó siempre. No recuerdo a mi padre haciendo eso. Ella era madre y padre. Fue una madre muy presente; él, en cambio, un padre bohemio, metido en lo suyo. Después ya íbamos caminando porque vivíamos muy cerca del colegio. Me acuerdo de cruzar plaza Moreno con mi hermana y comer de los cocos que caían de esas palmeras gigantes. Ahora pienso que estarían llenos de orín, pero, no sé, pero eran otros tiempos. Andábamos tranquilos desde chicos y no nos cuidaba nadie en la calle. No había necesidad.
Su compromiso férreo con la enseñanza asomó mucho antes de concluir los años de magisterio. Josefina Passadori, prolífica escritora, política y educadora, fue clave en el despertar de su temprana vocación.
En quinto grado tuvimos a Josefina Passadori, el sumun de las maestras. Ella nos hizo amar las matemáticas. Lo mismo que ella hacía, su modo de enseñarnos, lo copié luego con mis alumnos. Tenía un lápiz rojo de pasta que envolvía en papel porque se gastaba pronto: presentaba el ejercicio en el pizarrón y corregía a los primeros diez que lo resolvían. Al primero, le ponía un muy bien 10 con esa pasta, que cuando cerrabas el cuaderno, quedaba hecho un pegote. Era un trofeo esa nota suya. Josefina era más bien machona y fumaba como una condenada. Cuando entraba al aula el olor a pucho invadía el salón. Se me ocurre que era muy aventurera. Casi no usábamos libros de geografía porque nos quedábamos impregnados con los relatos de sus viajes. Fue una mujer de avanzada, marcó a fuego mi formación. Quise hacer lo mismo que ella cuando fui maestra.
VOCACIÓN DOCENTE
“Me convertí en maestra de alma. Tengo alumnos desde que tengo conciencia” explica, orgullosa de una vocación que sostuvo hasta pasados los noventa, mientras continuó dando clases de apoyo en su departamento de Villa Ballester, rebuscándosela con materias inexistentes en sus años de docencia, como filosofía e inglés. A los quince, ya preparaba a compañeras y amigas y tenía sus propios alumnos en casa de sus padres.
Empecé a tener alumnos oficialmente, dentro de mi familia. Mis primas hermanas venían para que yo las preparara para el ingreso al bachiller y lo hacía gustosa. También preparé a la novia de mi hermano, que luego fue mi cuñada; le decía “la enamorada” porque no dejaba de mirarlo y me costaba que se concentrara y prestara atención. Me sentí maestra a tal punto que empecé a cobrar un valor irrisorio, simbólico, a algunos de ellos. Tuve alumnos desde siempre y lo disfruté toda la vida.


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Una vecina le pidió clases particulares para sus hijas mellizas. Buscaba que adelantaran un año de escuela. Con Delia las niñas se adentraron en la lectoescritura y la comprensión de sencillas resoluciones matemáticas. “Mi madre siempre nos decía que usted nos enseñó a leer y escribir”, le dijo años más tarde, una de ellas, Stella Maris Montesano, cuando su novio, Jorgito Ogando, la presentó oficialmente a su mamá.
La mujer quería que yo les enseñara los primeros pasos en la escuela. Me sorprendió la rapidez y facilidad para aprender que tenían ambas. Les enseñé en casa, pero le aconsejé a la mamá que no las forzara a adelantar los conocimientos porque lo de ellas era un aprendizaje muy espontáneo y natural. Al poco tiempo se mudaron y desistió de la idea. Stella Maris terminó siendo mi nuera y fue alumna en el Normal 1 donde me recibí y ejercí.
El 13 de junio de 1943 le llegó el primer nombramiento como maestra. El nuevo cargo se dio en el contexto del golpe militar que derrocó al presidente Ramón S. Castillo y en un país convulsionado por los hechos que sacudirían el tablero político, dando origen al peronismo. La fecha quedó anclada en su memoria. Aquel día cayó martes y desde ese momento decidió que ese sería su número de la suerte.
Delia Giovanola fue una de las impulsoras de los movimientos de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.
Su suegro, en ese entonces secretario de la Dirección de Escuelas, firmó su nombramiento a una escuela diferenciada en Berisso. A los pocos meses, obtuvo el pase a la Escuela N° 5, de Tolosa. Continuó el ejercicio de la docencia en la Escuela N° 11 Florentino Ameghino y, finalmente, en el Normal N° 1 Mary O Graham, donde se formó.
“Su casa era un anexo de la escuela, Delia era un apuntalamiento”, recuerda Beatriz Sánchez Distasio, alumna suya en la escuela primaria Florentino Ameghino. “Delia fue una maestra muy querida, fue semilla. Logró una hermandad entre sus alumnos, que nos sintamos afectivamente fuertes. Eso no lo logra cualquier docente. Se imponía por su presencia y su calidez. Recuerdo sus tacones, los labios pintados de rojo, el pelo pesado y abundante sobre los hombros. Delia enseñaba con amor, sentía respeto por el conocimiento y con su tono de voz firme pero decidido sentías que estabas protegida dentro del aula. El nuestro fue un curso que se acostumbró a querer al compañero, porque ella daba ese ejemplo. Fue una docente de pisada fuerte pero amorosa, una mujer que caminaba el aula. Desde la firmeza, nos enseñó a tratarnos con igualdad y logró que el grupo funcionara como una unidad”.
EL GRAN AMOR
La vida se obstinaría en golpearla una y otra vez. El primer desgarro fue la temprana muerte, en 1962, de Jorge Narciso Ogando, su marido, su primer amor y el padre de su único hijo, Jorgito, tras un tumor pulmonar que doblegó sus fuerzas. Se habían conocido poco antes de que ella cumpliera los quince. Los presentó su inseparable amiga Ethel Angeli, “Tela”, en un baile de fin de curso en diciembre de 1940. Tela era compañera de escuela y vecina, con quien compartía hasta las siestas por la tarde. Aquella ocasión, él pidió autorización a sus padres para visitarla, permiso prontamente otorgado bajo la mirada atenta de Angélica. Se volvieron inseparables.
Tela Angeli fue mi gran amiga. La conocí en quinto grado, pero ella estaba en otra división. Vivía a la vuelta de casa, sobre la misma manzana. Me la pasaba en su casa y recuerdo que su madre hacía trabajos de costura. Nos acostábamos con una revista y nos quedábamos dormidas. La madre se reía de nosotras porque dormíamos las siestas juntas. Ella me hizo el vestido de quince con un tul del vestido de novia de mami. Un año antes, para sus catorce, le pedí a mami y le compré un corte de género para regalarle un vestido blanco con lunares. En la escuela éramos rivales en pelota al cesto. Nos divertíamos y nos quisimos mucho. Creo que fui una de las primeras en ponerme de novia oficialmente, muy pocas compañeras lo hacían.
En ese tiempo nos habíamos mudado para achicar gastos. Correrse de la plaza Moreno, alejándose del centro, era bajar de categoría. Jorge empezó a visitarme en casa. No salíamos mucho, no era como ahora. Mami nos llevaba a las fiestas de los clubes. Me acuerdo de ir caminando a las fiestas del club Estudiantes, que tenía un salón de baile enorme. Mami esperaba sentada a un costado. Yo decía siempre que “planchaba” por el aburrimiento que se pegaba.
No hubo fiesta de casamiento. “Mi suegra tenía la costumbre de pedir la extremaunción a cada rato”, recuerda Delia, con una mirada que se ilumina de picardía. Fue una ceremonia sencilla, sin vestido blanco ni ramo de novia. Usó un trajecito celeste y la celebración se coronó con una íntima reunión en casa de sus suegros. Un cura del barrio había visitado un día antes a María Zoila Pereyra, la madre del novio, para darle el sacramento del matrimonio.
Delia y Jorge se casaron el 10 de julio de 1946 y, al año siguiente, un 27 de noviembre Jorgito llegó a sus vidas. “El hijo deseado, mimado, soñado”, repetirá Delia a quien se disponga a oírla. Ambos trabajaban en reparticiones del Estado; ella en la escuela pública, él en la secretaría del Ministerio de Salud. Compartían sus ingresos y destinaban los sueldos a salir, viajar y disfrutar con sencillez la vida apacible que se presentaba a su paso. Cuando Jorge nació decidieron que era tiempo de vivir solos y alquilaron una casa en calle 12, donde luego se afincaría el joven matrimonio de Jorgito Ogando y Stella Maris Montesano.
Nunca un sí ni un no. Así fue nuestro matrimonio con Jorge. Hemos vivido diecisiete años de casados con una muy buena relación. Lo nuestro era un noviazgo permanente. Nos respetábamos, fuimos amigos y compañeros. Íbamos por las calles tomados de la mano o abrazados. Recuerdo solo una vez que estuvimos unos días sin hablarnos. Me armé de coraje y lo encaré, le pregunté que le pasaba. Me dijo que lo había mandado a la mierda, “pero no te fuiste”, respondí. Creo que fue la única vez que habré estado enojada con él.
Una vez Jorgito se accidentó, no me olvido más del susto. Tendría doce años. Los chicos de la pensión de adelante tiraban petardos. El juntaba la pólvora, en un estuche mío de lápiz labial y se quedaba horas fabricando cosas. Esa vez oímos la explosión y el alarido. Le saltó una chispa y le cortó la falange. Corrí a verlo y lo entré, y le puse el dedo debajo de la pileta. Llamé a un amigo médico que vivía en la esquina. Vinieron corriendo y lo llevaron al hospital. Entré a su habitación y vi su falange. Intenté alcanzarlos, pero ya habían doblado la esquina y llegaban al Hospital de Niños. Me derrumbé a llorar. Jorgito pasó mucho tiempo con ese brazo vendado, haciéndose las curaciones en el hospital. En una salida a Punta Lara se mojó el brazo y se quitó el vendaje: tenía la mano en perfecto estado.
LOS VERANOS EN LOS TILOS
Descubrieron Salsipuedes durante la luna de miel. Poco antes de que la localidad cordobesa fuera loteada, los padres de Jorge habían comprado una parcela en terrenos vírgenes, frente a la cual, tiempo después, se construiría la estación de ómnibus de la ciudad.
A pedido de su suegro, Emilio María Ogando, ella dibujó dos bosquejos posibles de los que se tomaron las ideas iniciales para la construcción del hogar de descanso familiar. Decidieron llamarlo Los Tilos, en honor a esa especie arbórea que puebla extensamente calles y diagonales en La Plata. Delia y su cuñada Tecla Raquel Aramburú “Pina” (casada con Emilio “Macho” Ogando, hermano de Jorge) pasarían veranos íntegros allí, montando a caballo y disfrutando de las caminatas por los arroyos cercanos. Pero las gratas temporadas en Los Tilos fueron bruscamente interrumpidas cuando Jorge enfermó la primavera de 1962.
El hijo de Delia, Jorge Ogando y Stella Maris Montesano fueron secuestrados de su casa el 16 de octubre de 1976.
Mis suegros veraneaban en el hotel del pueblo desde siempre hasta que compraron un lote grande, que era en realidad un mirador. Un día mi suegro me dijo: “¿Por qué no va pensando algo que se pueda hacer en Salsipuedes?”. Busqué material de casas y jardines y compré revistas con imágenes de chalets. Construyeron en base a las ideas que les di. En el fondo teníamos tres caballos sueltos, eran muy mansos y nos acompañaban. Los habían comprado a la gente del lugar que los alquilaba y se los dejábamos en invierno. En el porche había entrada de autos, y enfrente estaba la terminal de ómnibus. Muchos años después seguimos yendo con Pablo y otro matrimonio amigo.
Delia empezó a fumar cuando enviudó, a los treinta y siete. Por las mañanas daba clases y a la tarde trabajaba en el Instituto de Previsión Social. Había sido asignada como secretaria privada del director de magisterio en la repartición en que se tramitaban jubilaciones y pensiones.
Macho me dijo que buscara otro trabajo porque con la pensión no me iba a alcanzar para vivir. La enfermedad de Jorge fue un cáncer tremendo, que además de angustia y dolor generó muchos gastos. Quedé muy justa y con Jorgito adolescente. Dejé pasar unos días de duelo y fui al Instituto de Previsión Social a gestionar la pensión por viudez. Me atendió un señor muy amable y cuando dije el nombre de mi esposo, preguntó: “¿Qué es del presidente, Emilio María?”. Era el hermano. Dejó todo y se fue. Volvió y me dijo: “Señora, el lunes empieza a trabajar con nosotros. Va a tener un contrato”. Yo no sabía siquiera lo que era el instituto.
Mantuve un luto riguroso y entré a trabajar con el pie derecho. Fui muy contenida. Me asignaron como secretaria del doctor Pagnotti, médico o abogado, no recuerdo, un hombre muy serio, todo un caballero. Nunca había trabajado fuera de la escuela y no tenía idea de lo que debía hacer. Me tuvo mucha paciencia. En esa época todos fumaban. Las compañeras de oficina me ofrecían una y otra vez y empecé. Un día le acepté un pucho a una, y ya está. Pero me dio vergüenza que siempre me convidaran así que los empecé a comprar. Mami se dio cuenta enseguida que había empezado a fumar. Lo hice hasta los ochenta y pico. Pero el pucho se consumía solo. Me olvidaba de fumarlo: siempre fui de mucho hablar.
Al filo de los cuarenta, le llegó el ofrecimiento de una beca de estudio para la carrera de Bibliotecología. Uno de los requisitos para la inscripción estipulaba ese máximo de edad. La prueba se rendía en diciembre y ella los cumpliría dos meses más tarde; aún tenía posibilidades. No lo dudó y se preparó con la misma exigencia con que encaró cuanto se propuso en la vida.
Cuando murió mi marido salía del trabajo y me iba todos los días a visitar a mis suegros. Tomaba el té con ellos y de ahí me iba a la Escuela de Bibliotecología que quedaba en pleno centro. Cuando me sacaba alguna buena nota, mi suegro se la mostraba orgulloso a su mujer. Sentí siempre un afecto sincero y cercano de su parte. Al doblar la esquina, me daba vuelta para saludarlos, y siempre estaban ahí, tomados del brazo, despidiéndome. Me sentí muy querida por ambos. Cuando ella murió, él me dijo que se acordaba mucho de mí, yo le había contado que me maquillaba los ojos para evitar llorar a Jorge. Cuando conocí a Pablo, tuve pudor en confiárselo. Sentía que le era infiel a mi marido. Luego supe por mi cuñada Pina que estaba al tanto y esperaba que yo se lo contara.



Jorgito no lloró a su padre. Tenía quince años cuando murió. Fue aventurero y bichero desde pequeño. En el bolsillo de su mochila no faltaban los frascos con toda clase de insectos y arañas que dejaba en libertad en el patio de la casa. Se divertía escondiéndose en los árboles y silbando a la gente que pasaba.
Cuando nos quedamos solos, Jorgito maduró de golpe. Ese año bajó su rendimiento en la escuela y se quedó en tres materias. Pero enseguida las recuperó. Yo tenía dos trabajos, y estaba poco en casa. Pienso que, en alguna medida, se liberó.
SEGUNDA OPORTUNIDAD
“Y vos, ¿te casarías conmigo?”, le preguntó como al pasar Pablo Califano, pocos meses después de conocerla. Representaba la figura típica del “buen partido”; soltero, con su situación económica resuelta y sin hijos. Se cruzaron de modo casual una calurosa noche de diciembre de 1967 cuando Delia estaba por finalizar la carrera de Bibliotecología. Con sus compañeras planeaban un viaje de fin de curso a Brasil y fueron a vacunarse al Ministerio del Interior, en la Ciudad de Buenos Aires. Al truncarse la idea de cerrar la jornada de paseo en el cine, terminaron viendo “qué pasaba” en un boliche.
Haría cuatro años que había enviudado. Con Pablo nos conocimos en una confitería bailable. Creo que debe haber sido la primera vez que fui sola a Buenos Aires, así, como se dice, en tren de paseo. Había estado por trámites o en alguna reunión, pero no sola con amigas. Éramos muy “payucas”, bien pueblerinas. Yo ni siquiera sabía que los hombres nos sacaban a bailar dando cabezazos; parecían muñecos con un resorte en la cabeza.
Tras 39 años de búsqueda Delia logró la restitución de su nieto Martín, nacido en cautiverio.
Pablo era soltero, toda una adquisición. “La viuda con el soltero”, me cargaban mis amigas. Él apoyaba su mano sobre mi falda, y yo me hacía la desentendida. Esa noche bailamos y enseguida empezamos a salir. Al poco tiempo, fue a La Plata con un amigo. Y ahí ya nos pusimos de novios. Él a sus cuarenta y cinco, soltero y de potrero, de mucha calle. Machista, decía que jamás saldría con una maestra, que eran todas “rapiditas”. Con Pablo me tenía que hacer respetar doblemente. Nos casamos un año más tarde. Fue muy distinto a mi primer matrimonio. Jorge era compañero y amigo. Pablo era de carácter fuerte y posesivo. Quiso ser mi dueño y mi patrón.
Se casaron por civil, porque “a él nadie lo arrastraría a una iglesia”, y Delia se mudó a Villa Ballester, localidad donde vive desde entonces. Prácticamente, no ejerció como bibliotecóloga. Obtuvo un pase temporario, de unos pocos meses, como inspectora de Bibliotecas y tuvo a su cargo algunas entidades oficiales carentes de control, como la Biblioteca del Club Deportivo de San Martín y bibliotecas en los centros de jubilados. Continuó como docente y bibliotecaria en la Escuela N° 9, Dr. Pedro Ballester. Luego fue nombrada vicedirectora y, automáticamente, directora en la Escuela N° 80 Juan Bautista Azopardo de José León Suárez.



Pablo no era un tipo que iba a pedir, sentiría que eso lo rebajaba. Tenía un carácter de mierda, doy fe, era explosivo y se defendía atacando. Si teníamos diferencias, atacaba y puteaba. Era su modo de vincularse. Lo suyo era una defensa, siempre. Creo que fue consecuencia de su familia. Pablo tuvo una familia muy conflictiva, eran cuatro hermanos varones y uno más loco que el otro. En el sentido de los valores, fue el mejor marido que pude tener. Se esmeró para que yo fuera feliz. Y lo que fue con Virginia: para él, Vicky fue la mejor hija que pudo haber tenido. La hija que hubiera deseado tener. Yo la esperaba con los brazos abiertos cuando llegaba del colegio y ella pasaba de largo a los brazos de Pablo. Después me saludaba a mí. Hemos tenidos grandes diferencias y sé que he sido sumisa pero siempre digo que en Pablo todo está perdonado, pasado, presente y futuro por cómo fue con Virginia.
Le toleré muchas cosas, pero algunas no se olvidan. A Jorgito no lo quiso nunca, le tenía unos celos tremendos. Cuando los chicos se casaron me dejó plantada. Yo era la madrina de boda y me tuve que tomar el tren e ir con vestido corto. Cuando a la mañana salió de casa, le dije “no vengas tarde”, para que volviera con tiempo porque teníamos que viajar a La Plata. Le sonó a orden. Pasaban las horas y no venía. Llamé a la fábrica y la secretaria me dijo que no estaba. Así que me fui, con otro atuendo. Cuando llegué me preguntaron qué había pasado y me excusé diciendo algo del auto. En la mitad de la fiesta llegó con mi vestido largo y un tapado en el brazo; era para decirle metételo allá donde no llega el sol. Nunca le dije una palabra.
JORGITO
Jorgito salía desde hacía tiempo con Stella Maris Montesano cuando le tocó cumplir el servicio militar en el Batallón de Comando 601 Comunicaciones en City Bell. Durante ese periodo se quedó a vivir en la casa de su abuela Angélica. Cuando terminó la “colimba” ingresó a trabajar al Banco Provincia en la sucursal porteña de Avenida 9 de Julio, en el sector Jubilaciones y Pensiones. Stella Maris se había recibido de abogada. Sus primeros trabajos se vincularon a la defensa de los derechos laborales tanto en el sindicato de ladrilleros como en el de las trabajadoras domésticas. En 1972 se casaron y un año más tarde, el 11 de junio, nació Virginia, la primogénita.
“La mayoría de los empleados del banco teníamos cierta militancia política por la rama gremial de la Juventud Peronista”, recuerda Hugo Biasotti, compañero de trabajo de Ogando hijo en la céntrica sede platense del Banco Provincia. Él no tenía ninguna participación, podría haber tenido una militancia desde otro lado, pero lo dudo. Jorge era muy callado, ni siquiera participaba en las discusiones políticas entre los compañeros del banco. Era famoso por la bicicleta: iba a trabajar todos los días en la bici y la ataba a las rejas en el subsuelo, en el ingreso a la oficina de contaduría. Años más tarde, cuando Virginia entró a trabajar al banco tuvo de compañera a Cecilia Sánchez Viamonte, nieta de Herenia. Ellas hacían su trabajo juntas y ninguna sabía que tenían a los padres desaparecidos. Cuando lo mencionaron, se comprendieron en el dolor.
He pasado en la vida de todo. Hubo mucho dolor, mi vida fue bien brava. Creo que esa máscara de alegría que llevo puesta fue una necesidad imperiosa de hacerle frente a tanto dolor. No sé qué hubiera sido de no ser así. Pienso que Dios nos da fuerzas. Siempre fui de hacerle frente a la adversidad. Cuando murió mami y nos entregaron el cadáver, mis hermanos se encerraron en la cocina y no salieron más. El cuerpo se había congelado, lo habían tenido varios días en la morgue y tuvieron que acomodarlo e hizo unos ruidos espantosos. Eso me dejó mucho tiempo impresionada sin poder conciliar el sueño. Cuando mi hermano Mario perdió a su mujer no paraba de llorar, se dejó abatir, no lo superó nunca. Todo eso me fue marcando para el futuro. Lo terrible que fue la enfermedad de Jorge; no habían llegado a diagnosticarlo y él lloraba y gritaba que tenía cáncer, en vano, vencido por el dolor. Con los puños golpeaba las paredes de desesperación. El cáncer lo fue comiendo. Una vez en el baño quedó colgado de la cadena del inodoro, pegó un grito y quedó colgado, el cuerpo muerto hacia adelante. La llamé a mami y cargamos con él, cada una sosteniéndolo de un brazo, lo llevamos a la habitación y cuando llegamos, lo tiramos sobre la cama, ¿cómo hacía sino? Nada de eso se olvida. Pero nunca me permití quebrarme.
Luego, creo que la muerte de Pablo fue el broche. Fue muy duro. Le habían hecho una traqueotomía y yo veía que le caían lágrimas por las mejillas. Le pregunté al médico si era posible que estuviera llorando y me dijo que no, que no estaba consciente, que eran meros reflejos. Metí la mano debajo de la sábana para acariciarlo y él la corrió. Estaría enojado conmigo, no lo sé. Pero es inhumano, tiene que haber sido algo horrible lo que ha sentido.
LOS CHICOS
Edith Sáenz fue compañera y amiga de escuela de Stella Maris. Cursaron juntas desde primero hasta quinto año en el Normal N° 1, donde se recibieron de maestras. En Semblanzas de los abogados y abogadas detenidos desaparecidos entre 1970 y 1983 en Argentina, investigación publicada por la Defensoría General de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y la Asociación de Abogados de Buenos Aires, Sáenz recuerda a su amiga desaparecida: “Ella llegaba en el micro de la línea 3, el verde, desde Gonnet, con su hermana melliza Liliana. Recuerdo que traían los libros y las carpetas en una canasta de mimbre. Cuando cumplimos los quince, en tercer año, además de compañeras ya éramos amigas. Íbamos a los cumpleaños con los vestidos blancos, el pelo batido, los tacos altos. Stella Maris fue una amiga inolvidable. Era bajita y pecosa y a esa edad dejaba traslucir una personalidad fuerte, segura de sí misma, estudiosa y alegre”.
“No me consta que ellos tuvieran militancia política”, explica Edith. “Con Liliana eran mellizas pero muy diferentes la una de la otra, tanto físicamente como en su modo de ser. Stella era flaquita, más bien chiquita y Liliana corpulenta, grandota. Recuerdo a Stella Maris como buena alumna, pero no de ésas que se destacaban. Era muy deportista, jugaba al vóley en la escuela. Ella era la discutidora, en cambio Liliana, más bien retraída. Stella Maris iba al frente y discutía con las docentes. Habíamos hecho un grupito de cinco, seis amigas y andábamos juntas. Festejábamos los quince. En una de esas fiestas, vino un grupo del Colegio Padre Castañeda y ahí se conocieron con Jorge. Llevábamos el Winco de una casa a la otra. No se soltaron más. Iban de la mano de un lado a otro, todo el tiempo juntos. Me acuerdo de estar en la ochava, en la esquina de la escuela, en quinto año, y ver a Jorge en su bicicleta, parado, esperándola en la plaza, y ella desde la ventana, cual Romeo y Julieta”.
“Fueron compañeros desde el primer momento, siempre me llamó la atención que anduvieran juntos para todos lados. Nos recibimos en 1967. Yo me fui de La Plata unos años y volví a verlos, ya casados, viviendo en la casa de la calle 12, poco antes de que los secuestraran. Creo que debe haber sido en julio de 1976. Stella Maris estaba embarazada y Virginia era chiquita. No me consta que tuvieran militancia política. A Liliana la vi algunas veces tras el secuestro de los chicos, pero no hablamos del tema. No quería hablar. Quedó muy asustada. Sé que siguió toda la vida asustada”, concluye Edith.


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“Celebrábamos los 21 de septiembre tomando vino dulce Zumuva en las plazas o a la vera de algún arroyo”, recuerda Graciela Molinari, compañera y amiga de la joven pareja. “En un principio era época de chicas solas y andábamos juntas para todos lados. Cuando empezaron a noviar y se enamoraron, Stella y Cogo (así lo apodaban por su largo cuello) hicieron rancho aparte y luego vino la época de la facultad así que nos veíamos menos. Fuimos muy amigos. Cuando se casaron yo estaba operada, haciendo reposo y como no pude ir a la iglesia vinieron ellos a mi casa. No tengo fotos de ese momento, pero me quedó grabada la imagen de ellos tomados de la mano a los pies de mi cama. Habían pasado luego de la iglesia a saludarme; son gestos que no se olvidan”.
“No sé qué casos tomaba Stella Maris como abogada ni nunca supe que militara en ninguna organización”, aclara Graciela. “En un momento, ya entrado el año 1976, cuando desapareció un chico con el que yo andaba, fui a pedirle si podía redactarme un habeas corpus. Me dijo que ella no estaba en condiciones y me pasó el dato de una colega que lo haría. Años más tarde, charlando con Vicky, ella me comentó que creía que militaban en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Yo nunca tuve idea de que estuvieran metidos en nada, ni ella ni Jorge. De haberlo sabido ni loca le hubiera pedido ayuda con el habeas corpus. Tampoco me cerró nunca que Jorge se haya presentado en la Jefatura de Policía cuando desapareció el hombre que alojaban en su casa, si estaba participando en algo. Yo le decía a Virginia que, si hubiese sido así, a su papá no se le hubiera ocurrido ir ahí”.
Jorge y Stella Maris fueron secuestrados de su domicilio en en calle 12 nº 1782 entre 68 y 69 el 16 dfe octubre de 1976, Por testimonios de sobrevivientes pudo saberse que fueron llevados al Centro Clandestino de Detención “Pozo de Banfield”, lugar en el que la mujer dio a luz a su hijo, que gracias a la lucha de Delia y el resto de las Madres y Abuelas, recuperó su identidad cuatro décadas más tarde.
(El presente texto forma parte del libro Delia. Bastión de la resistencia publicado por Marea Editorial 2022)