El otro Virus: la tragedia familiar que marcó a Federico Moura
En este fragmento de un nuevo libro sobre Federico Moura se repasan sus inicios en el mundo de la moda y la tragedia marcada por la desaparición de su hermano.
En 1977 y con el dinero recibido por la venta de su marca de ropa “Limbo”, Federico Moura cruzó por segunda vez el Océano Atlántico rumbo a Europa. En Londres observó el arrebato del punk y toda la cultura nihilista con el no future clavado en un alfiler de gancho. “De ese viaje, Fede vino con una data increíble”, subraya Marcelo, el más chico de los hermanos Moura.
Mientras recorría las veredas de Oxford Street al ritmo de los Sex Pistols y The Clash, en la Argentina se vivía un clima de miedo, represión y muerte. Motivo fundamental que lo alejó de su país. “En momentos de gobiernos militares, cuando aquí era muy terrible y siempre se han perseguido a los gay, pudo haber gente con la necesidad de crear un frente de defensa y aplaudo a alguien que tiene la fuerza de pelear por los ideales”, declaraba el músico durante una entrevista publicada en marzo de 1986 en la revista Rock&Pop. Justamente, cuando hablaba de persecución ideológica, sabía perfectamente a lo que se refería. Su hermano mayor, Jorge, había sido militante de la Juventud Guevarista del Partido Revolucionario de los Trabajadores, para luego enrolarse en el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), milicia izquierdista con la que participó en diversas operaciones armadas, siendo el ataque al Batallón de Monte Chingolo la más conocida que encabezó, donde tuvo especial relevancia y accionaba bajo el apodo de Sargento Manuel. De hecho, él piloteaba el camión que guió la avanzada sobre la unidad militar. En dicho ataque considerado como el más importante que llevó a cabo una guerrilla armada en los setenta, fallecieron 62 combatientes y más de 30 resultaron seriamente heridos. De milagro, Jorge salió ileso de la emboscada.
“Ya todos sabían que mi viejo estaba en la mira de los milicos, y lo que pasó en Monte Chingolo fue un aviso, porque los estaban esperando. Fue una batida, tenían data de todo. La cosa era así: la organización de mi papá tomaba los cuarteles pacíficamente. Entraban cuando sabían que había guardias nocturnas, los reducían sin violencia y se abastecían de armas o le afanaban las armas, en otras palabras. Pero, en esta toma de Monte Chingolo, hubo un infiltrado que hizo la batida del plan y, cuando llegó mi viejo con todos sus compañeros, los milicos los estaban esperando con un arsenal. Fue una masacre de la que mi viejo zafó de pedo”, relata el hijo de Jorge, llamado Federico, igual que su tío. “Jorge vino varias veces a la Galería Jardín, pero Fede era muy discreto acerca de lo que hacía su hermano. De hecho, era el hermano del que menos información yo tenía. Jorge tenía una cosa angelical, a pesar de ser un activista que arriesgaba su vida y tenía un alto rango en lo que hacía. Yo sentía que Federico lo miraba con admiración”, analiza Juan Risuleo, socio de Federico en el negocio de la ropa. Más allá de la canción “Ellos nos han separado” de Agujero Interior, Federico siempre optó por omitir la tragedia que lo obligó a perder un hermano. Incluso, hasta sus amigos más cercanos, juran que son contadas las veces se expresó al respecto, quizá por el dolor que ello le provocaba o simplemente por no coincidir con el método de cambio que proponía Jorge.
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La familia Moura-Oliva en City Bell. A la izquierda Federico Moura, con pelo largo. A la derecha, en la fila del medio, Jorge, de bigotes, desaparecido durante la ultima dictadura militar.
“Mi viejo con Federico, no tenían tanta relación ni puntos en común. A pesar de que ambos jugaban el rugby y estudiaban arquitectura, no sintonizaban. Tal vez porque eran dos potencias en lo suyo. Federico estaba inmerso en el arte y la moda, mientras que mi viejo estaba abocado a la militancia y la lucha política. Eran dos referentes que estaban en polos opuestos. Federico nunca se hubiera animado a decirle nada a mi viejo acerca de su rol militante, porque sabía que no iba a poder cambiarlo. De hecho, mi papá no aceptó ni el ofrecimiento de mi abuelo, quien le dijo: ‘La cosa se está poniendo pesada, acá tenés un pasaje, ándate del país’, y mi viejo le contestó: ‘No, ni en pedo, me quedo a luchar’. Y se quedó”, dice el retoño de Jorge. Siguiendo la misma línea del otro Fede de la familia Moura, Marcelo acota: “Desde que yo tengo uso de razón, Jorge y Federico estaban en caminos distintos. Jorge estaba en política y a Federico no le importaba absolutamente nada la política. Mi recuerdo no es de una mala relación ni de una buena relación. Cada uno tenía su vida y su mundo, los cuales eran completamente distintos. Jorge cantaba sambas porque estaba en la guerrilla, y Federico se traía del Agujerito los últimos discos del rock inglés. Fede iba seguido a esa disquería que enfrente tenía un bar donde se encontraba con Eduardo (Costa), con (Roberto) Jacoby y toda la gente del Di Tella”, cierra.
Sin embargo, Patricia Orione –primera mujer de Jorge y madre de su único hijo varón– conserva una imagen más cercana entre su cuñado y su ex esposo. “Más allá de todo, los unía una búsqueda. Uno buscaba desde su música y el otro desde la militancia. Pero hay que aclarar que Jorge me hablaba mucho de Federico y su música. Eran grandes hermanos. Sentían un respeto y una admiración mutua enorme”, resalta Patricia. Por otro lado, en el marco de un artículo que publicó Infobae en enero del 2020, Perla Diez –segunda esposa de Jorge– narró una conversación que hizo helar la sangre de varios fanáticos de Virus. “Una vez, le pregunté al Flaco: ‘Si no estuvieras haciendo esto, o sea guerrillereando, ¿qué te gustaría hacer?’ Y él me respondió: ‘Formar una banda de rock con mis hermanos’. Habrá sido por 1973 o 1974, no existía ningún grupo. Pasado los años y después de todo lo que sucedió, aquello me parece clarividente. Muchas veces, desde entonces, me lo imaginé al Flaco tocando en Virus con sus hermanos”, cerró Perla. El punto era que Jorge no comulgaba con los gustos musicales de Federico porque veía al rock cantado en inglés como un acto imperialista.
Tres meses después de la masacre de Monte Chingolo, el 24 de marzo de 1976, la Junta Militar consumó un golpe de estado bajo el lema de “proceso de reorganización nacional”. De movida, se intuía que la libertad sería damnificada seriamente. Los primeros apuntados fueron los grupos izquierdistas y las organizaciones guerrilleras. “La Plata fue una de las ciudades donde más desapariciones hubo”, testifica Julio. En dicho contexto, el nombre de Jorge Horacio Moura estaba anotado con resaltador en la agenda de los represores. Así, la mañana del 8 de marzo de 1977, un grupo de tareas vestidos como personal de SEGBA (empresa de energía eléctrica de la época), ingresó al hogar de los Moura por motivos técnicos. En aquel momento, Federico se encontraba en Europa y no atestiguó lo que fue la jornada más negra que vivieron sus padres y hermanos. Por entonces, la familia había abandonado su primera casa, afincándose en City Bell, sobre las calles Vergara y Bélgica. En definitiva, apenas pusieron un pie en el inmueble, los militares desenfundaron sus armas, amenazaron a los allí presentes y se abocaron a la espera de Jorge, quien por esos días trabajaba de transportista y manejaba un camión que distribuía diferentes productos, especialmente gaseosas. Allí dentro, los represores estuvieron cinco horas aguardando la llegada del hijo mayor del matrimonio Moura.
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Jorge Moura con sus hijos Federico y Clarisa. A Lucía no llegó a conocerla. (Foto: Roque Di Pietro)
“Cuando a mi viejo lo chupan, Federico no estaba ni yo tampoco, pero estaban mis hermanas muy chiquitas. La cuestión es que cayó una cuadrilla de milicos disfrazados de empleados telefónicos. Llegaron y dijeron que tenían que arreglar una instalación eléctrica. Cuando entraron, redujeron a todos los que estaban ahí y los metieron en la sala de atrás de la casa. El caserón ese tenía dos entradas: una era la principal que no se usaba y había otra que se usaba como principal, pero en realidad era un garaje techado, el cual daba directamente a la cocina que tenía un piso de cerámico blanco y negro, tipo ajedrez. Después, había un pasillo que conectaba a distintas habitaciones, que una era la que llamábamos ‘la sala de televisión’, donde Federico miraba tele durante largas horas. En otra habitación, estaba el escritorio de mi abuelo, y el pasillo terminaba en lo que sería la entrada principal que tenía un salón de estar, tipo comedor con una mesa ovalada grande y el famoso piano, donde Federico y su mamá, Velia Oliva, tocaban Chaikovski. Allí mismo es donde llevaron a toda la familia, mientras que los milicos esperaban a mi viejo, apostados en el garaje por donde entraban todos. En un momento, un milico le pide a Bernarda Luna (una amiga que estaba en la casa) que le prepare algo de comer y tranquilice a mis hermanas. En ese ínterin, suena el teléfono. La hacen atender a Bernarda y del otro lado de la línea estaba Enrique Garniga, quien era su novio y actualmente es su marido. Ella había sido novia de Julio, pero como se había hecho muy amiga de la familia, seguía frecuentando la casa de los Moura. Era como una hija más, casi que vivía ahí, con mis abuelos. Justo, ese día, estaba presente. Cuando Bernarda lo atiende a Enrique, hablaba media cortante porque tenía un milico que la estaba apuntando con un arma en la cabeza. Entonces, Enrique pensó que ella lo estaba atendiendo de forma seca porque andaba pasando algo de nuevo con Julio. Después de ese episodio, llegó mi viejo, le dan un culatazo, lo reducen y listo, se lo llevan. Esta es la historia real de aquel día tan triste”, describe con lujo de detalles el hijo de Jorge, no sin antes revelar que existió una segunda parte del rapto que hizo estirar la agonía. “Después, mi abuela me contó que los milicos la llamaron, la llevaron a Parque Pereyra Iraola y allí tuvo un último contacto con mi viejo. Entonces, mi viejo le dijo que él no iba a hablar ni traicionar a sus compañeros de ninguna manera y le pidió que nos cuide a nosotros. Le dijo algo así como ‘cuidá a los nenes’. Nunca más se supo nada de él”, cierra, dando a entender que aquel encuentro encarnó otra parte de la táctica represora para que Jorge delate a su organización.
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Federico Moura y su histrionismo sobre el escenario, una marca que lo identificó desde sus inicios en la música
Hoy, Jorge engrosa la lista de los treinta mil desaparecidos por la dictadura. Como espectador directo, Marcelo ensaya un análisis apesadumbrado de la manera en que repercutió dicho siniestro en su familia y en Federico. “Después de que sucede esto, todos nos metimos como en una especie de ostracismo. Mis viejos activaron ciertas cosas mientras Jorge estaba desaparecido. Mi viejo era un abogado de guita e intentó tocar gente u ofrecer dinero para ver si podía salvarlo. La verdad es que, entre nosotros, no hablábamos del tema. Cada uno hizo su duelo interno, lo superó como pudo. Por la poca conexión que tenía con Jorge, y por no presenciar el día en que se lo llevaron, Federico resultó el menos afectado, quizá. En mi caso particular, fui muy afectado porque tenía una relación muy paternal con Jorge. Hay que fijarse en todas las fotos de mi infancia, en las cuales estoy siempre de la mano de él”, apunta.
Después de tomarse un respiro de la angustiante realidad argentina y mientras su familia seguía shockeada por la desaparición de Jorge, en agosto de 1977, Federico regresó a La Plata con la idea fija de volcar toda la información rockera asimilada en un proyecto propio. Aunque a veces transitaba caminos tangentes como la arquitectura o la moda, la música ocupaba la ruta central dentro del mapa que tenía trazado en su cabeza. De hecho, uno de sus pasatiempos consistía en grabar compilados de canciones en cassettes. Algunos de los clientes que disfrutaron de los soundtracks ideados por Federico fue “Dolls”, la boutique platense que vendía ropa de autor. Hacia finales del mismo año, por la calle se cruzó con una amiga, quien estaba en pareja con otro personaje insular de la escena del rock de La Plata. “Con mi mujer, Silvia Bordoni, nos instalamos en City Bell, donde me alquilé una casa sin saber que Federico vivía muy cerca de ahí, en lo de los padres. Una mañana, Silvia va a la panadería de la vuelta, se encuentra con Federico y le dice: ‘Uy ¿Cómo andas? ¿Qué haces acá?’, entonces él pregunta por mí, y ella le contesta que estábamos viviendo ahí a la vuelta. Esa noche misma, vino a cenar a mi casa y empezamos a planear hacer algo juntos. Eso que planeamos, nos llevó muchísimo tiempo, porque lo que queríamos hacer era un tipo de música que, en ese momento, era algo raro, aunque hoy se vea como una boludez, pero no encontrábamos músicos que tocaran lo que nosotros queríamos. Se dio la coincidencia que tanto a él como a mí se nos había despertado la etapa new wave. Todavía no había aparecido The Police, pero sí estaban B52 y un montón de grupos de esa época”, recuerda Mario Serra.
Federico Moura y la música
La idea de ser cantante seducía a Federico. En Inglaterra había disfrutado de David Bowie en toda su dimensión y, ese despliegue tan glamoroso como teatral, lo embelesaba de especial manera. Confiado en las cualidades de su nuevo compañero musical, Serra decidió pedirle la sala de grabación a su colega, Bernado Rubaja, para probar el rumbo musical que proyectaban seguir. El estudio quedaba en el subsuelo de donde hoy funciona la Galería Rodrigo, en la 51, entre 5 y 6. “Una mañana, en un estudio muy precario de La Plata que era de un amigo mío, grabamos Federico y yo solos. En ese momento, no existía ningún proyecto, sólo nos juntamos para hacer música. Ahí, grabamos una canción que se llamaba 'Como un gato'– Julio dice que es de él – para ver que salía”, rememora el baterista. Con esa misma cinta en la mano, la dupla comenzó a buscar socios que compartan el destino new wave que vislumbraron. Entonces, luego de varios meses de búsqueda, a la aventura se sumaron músicos de gran destreza como el guitarrista Sirso Iseas, el tecladista Aquiles Roggero, el bajista Néstor Madrid y el hermano de Mario, Ricardo Serra, en guitarra rítmica. Apoyados en esta formación, quedó constituida la flamante banda a la que Federico enseguida bautizaría como Las Violetas. A esta altura, la oleada hippie que surfeó Dulcemembriyo había desaparecido por completo, dando lugar a otra corriente de avanzada, en la que flotaban los hermanos Serra, obviamente. Toda esa camada hippie platense de finales de los sesenta, fue arrollada por la represión militar. “Aquella movida siguió por un tiempo, pero después muchos de estos músicos no siguieron una carrera musical. Federico mismo no siguió en nada, no hacía nada, musicalmente hablando. Mientras tanto, yo me convertí en músico profesional, todo el tiempo me llamaba CBS y la agencia de Sandro para hacer grabaciones. Cuando nos juntamos con Federico, yo ya venía muy profesional, estaba en otra historia”, atestigua Mario.
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Federico Moura, gran renovador de la música rock-pop en Argentina
Tras varias semanas de ensayos, Las Violetas comenzaron a recorrer el circuito de La Plata, el cual ya no solo se circunscribía a confiterías, salones de bailes o clubes deportivos, sino que había comenzado a florecer un perímetro de bares y pubs. Incluso, en el caso del combo de Moura y Serra, se animaba a incursionar en la costa argentina. “Escuché a Las Violetas porque habíamos ido con una amiga a pasar unos días a Pinamar y, en esa época, allí existía un cine que quedaba sobre la avenida Bunge, casi la playa. El lugar se llamaba Cine Pinamar y era el único cine que había en toda esa ciudad. Allí tocaron Las Violetas y los fuimos a ver. Obviamente, nadie los conocía. Nosotras lo fuimos a ver porque era la banda de Federico. De hecho, me pareció tan malo que nos levantamos y nos fuimos a la mitad del concierto. Recuerdo salir agachadita para que Fede no viera que nos íbamos en medio del concierto”, comenta entre risas Beatriz Muicey. Justamente, en ese mismo espectáculo, antes de que suban a escena Federico con Las Violetas, la apertura de la noche estuvo a cargo de Marabunta, la banda que habían creado Julio y Marcelo (tocaba percusión y batería ocasionalmente) que incluía a Quique Mugetti en bajo y Pablo Tapia en voz, además de otra dupla de hermanos: Basilio y Ricardo Rodrigo, en guitarra y violín, respectivamente. Entre su repertorio, solían tocar covers de clásicos brasileros más algunas composiciones propias como “Nativo” y “No quiero ser un pollo”. “Digamos que Las Violetas eran los profesionales y Marabunta éramos los pendejos que recién empezábamos”, clarifica Marcelo, mientras que su ex compañero, el cantante Pablo Tapia, despliega un panorama de la génesis de Marabunta. “Nos habíamos juntado con Julio y empezamos a hacer canciones. Entre ellas, estaba ‘País paiu’ que fue el antecedente directo de ‘Wadu wadu’, pero con ritmo latino, digamos. Después, los Moura empezaron a hacer fiestas en su casa de Lacroze, en City Bell. Además, ellos tenían un piano y siempre terminábamos ahí. Así, con piano, guitarras y tumbadoras hicimos las primeras zapadas. Esto fue en el ’77. Después, lo llamé a Quique, que era violero pero no era bajista y tocaba conmigo en un grupo llamado Traslúcido cuando teníamos quince años. Recuerdo que Quique andaba en una (moto) Norton. Más tarde se nos juntaron los hermanos Rodrigo, quienes tocaban en los Redonditos de Ricota. Solíamos juntarnos a tocar en las fiestas clandestinas que se hacían en la casa de los Moura, en lo de los franceses que criaban perros o en Punta Lara. Todo medio de canuto porque estaba la dictadura y no permitían las reuniones con más de tres personas. En esos festivales musicales, con Julio, dijimos: ‘Bueno, juntémonos y hagamos un grupo’. Ahí, nació Marabunta que hacía música tropical, latina, directamente. Volviendo a la noche de Pinamar, fue allí donde Mugetti se topó por primera vez con Federico y quedó paralizado. “Lo conocí arriba del escenario cuando tocamos junto a Las Violetas en Pinamar. Cuando lo vi salir a Federico vestido de leopardo, me pareció fantástico, una estrella. Podía caerse el mundo que estaba todo fantástico, ya era un rock star. Obviamente, no me imaginé que sería la figura popular que terminó siendo, pero veía una personalidad muy definida, muy fuerte, que tenía muy claro todo. Poco después de ese concierto, Federico se fue a Brasil”, describe el bajista.
Casi un año antes, al culminar el verano de 1978, Las Violetas habían mudado sus equipos a la Capital Federal, más precisamente al estudio Take One que estaba ubicado en la avenida Belgrano, esquina Perú, barrio de Monserrat. A pesar de que el epicentro del país le daba la espalda, Las Violetas grabaron dos canciones que fueron objeto de culto durante décadas, hasta que Mario Serra las recuperó, remasterizó y publicó en vinilo durante el año 2021. “Animate” y “Me gusta jugar rock”, son los títulos de las dos composiciones que quedaron registradas en 1978, pero Federico no quedó nada conforme con su desempeño vocal. “Parezco una gallina bataraza”, fue el comentario que hizo dentro de su círculo íntimo.
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Gustavo Bove y su libro sobre Moura
“Federico era muy perfeccionista, tenía una visión muy aguda de las cosas y estaba siempre muy decidido a lo que quería hacer. Su visión era muy vanguardista, siempre con la antena encendida, tanto en la ropa, en la música o en todo lo que encarara”, detalla Pancho Luna acerca de la personalidad de quien fuera su camarada. La calidad y el tipo de color que anhelaba para su voz, constituía todo un dilema que Federico deseaba solucionar. Ya tenía la información como instrumentista y hasta empezaba a pulir sus movimientos escénicos, un histrionismo que pocos años después sería su marca registrada, pero la capacidad vocal era el ítem importante que debía empezar a trabajar.
Después de grabar dichos tracks, Federico se quedó instalado en el centro de la Capital, más puntualmente en la calle Arenales, entre Rodríguez Peña y Montevideo. En 1979, Juan Risuleo cerró el negocio de Ropas Argentinas para emigrar hacia Los Ángeles y seguir su carrera de diseñador en los Estados Unidos. Por consiguiente, el local 285 de la Galería Jardín quedó desocupado. “Nuestra amistad fue desde el año ’71 hasta el ’79, donde trabajamos juntos. A decir verdad, yo no quería que él fuera músico, porque me parecía tan buen diseñador de ropa, era fantástico lo que hacía. Como nunca me gustó el rock, me parecía que era un mundo que no lo merecía. El tipo de actitud de Federico no tenía nada que ver con el rock. La manera de vestirse, de hablar, de comer y demás, lo convertían en un caballero fantástico, nada que ver con el rock. Para mí, el rock era algo que Federico hacía con sus amigos para divertirse. Yo lo imaginaba en la moda, sobre las pasarelas. Nunca me imaginé que terminaría convirtiéndose en la estrella de rock que terminó siendo. Jamás”, confiesa Risuleo. Justamente, con el rock de Las Violetas invisible para los ojos del mainstream, Federico decidió hablar con su padre, le pidió que no alquilara el local que era de Ropas Argentinas y regresó al mundo de la moda. Así, comenzó a diseñar algunas prendas y a su nueva tienda la bautizó Mambo. “La ropa de Mambo era parecida a la de Limbo, pero con una vuelta de tuerca más. Digamos que Limbo era más elegante, camisas con pliegues, pantalones pinzados de lino y esas cosas. Mientras que Mambo era más simple. Como vendió la marca y Limbo siguió con esa línea, por una cuestión de ética, se vio obligado a hacer algo diferente”, reconoce Marcelo Moura, mientras que Charlie Thornton, el heredero de Limbo, aclara: “La estética que manejaba Federico con esta nueva marca, eran pantalones bien pegaditos, remeritas sin mangas o con mangas muy cortitas, y no mucho más. Pero, con este proyecto duró muy poco tiempo, desde finales del ’78 hasta febrero del ’79. De hecho, diseñó una colección tipo cápsula primavera/verano y chau. Después de que se fue Mambo, ese local se volvió a alquilar y pusieron una librería”.
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Antes de partir hacia Norteamérica, Risuleo solía frecuentar eventos de la elite argentina, siempre con Moura como acompañante. En una de esas fiestas burguesas, nació la anécdota que terminaría en la canción a la que Federico le puso su firma varios años más tarde. “Si había un tipo refinado, ese era Federico, quien sabía usar los cubiertos y sabía presentarse en un lugar. Por ejemplo, íbamos a la casa de Nini Gómez, que era una artista fantástica, pero venía de alcurnia, de una familia muy rica, y su nombre real era Nini Gómez Errazúriz Alvear de Pasos, quien había nacido y se crio en un palacio donde hoy funciona el Museo de Arte Decorativo. Eran amistades que venían por el lado de Rivadulla, y Federico no desentonaba en ese ambiente. De repente, nos servían caracoles y él sabía cómo utilizar los cubiertos. Todo eso lo manejaba perfecto y tenía el don de la integración a cualquier extracto social que frecuentara. En el mundo de la moda, hizo muy buenas migas con Felisa Pinto que era una escritora fantástica de moda y trabajaba en los principales diarios y revistas. Ella fue la musa que inspiró a la canción ‘Soy moderno, no fumo’. Resulta que en una fiesta que estaba yo presente, de repente, veo que a ella, quien tenía hábitos muy saludables, alguien le ofrece un cigarrillo y ella le responde 'No, no, no, yo soy moderna, no fumo'… Federico escuchó esta respuesta y le dijo que esa frase iba a ir a una canción suya. A todo esto, ella tenía un pasado musical porque fue mujer del Gato Barbieri, el músico argentino de jazz más famoso en el mundo que hizo, entre muchas otras cosas, la banda de sonido de la película El último tango en París”, recapitula Juan, despejando el camino para una historia con más rock y menos glamour.
¿Qué es ?
Begum es un segmento periodístico de calidad de 0221 que busca recuperar historias, mitos y personajes de La Plata y toda la región. El nombre se desprende de la novela de Julio Verne “Los quinientos millones de la Begum”. Según la historia, la Begum era una princesa hindú cuya fortuna sirvió a uno de sus herederos para diseñar una ciudad ideal. La leyenda indica que parte de los rasgos de esa urbe de ficción sirvieron para concebir la traza de La Plata.