sábado 05 de octubre de 2024
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Alberto Merkle

El alemán que planificó desde el Museo de La Plata la caza de un dinosaurio en la Patagonia

Pionero de la taxidermia, no concebía la ciencia sin una gesta de aventurero. Cómo fue que se organizó unas de las expediciones más alocadas de la época, y retrato de un oficio que parece a punto de extinguirse como aquellos dinosaurios.

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Sin gente ni luces, con los animales en sus escaparates de madera y cristal a oscuras, reflejados apenas por el sol aguado que filtran los ventanales, la Sala XIV del Museo de Ciencias Naturales de La Plata es un sosiego de penumbras y de tiempo en pausa. Recién al encenderse las lámparas del techo aparecen los detalles de la fauna y su encierro inmóvil. Hay pumas, guanacos, una pareja de ciervos de los pantanos, tapires y lobos marinos. Hay murciélagos gigantes que posan sus alas abiertas y miran fijo desde lo alto de una vitrina. Los exhibidores de vertebrados mayores, en fila, marcan el centro de la sala y su clásico pasillo oval como si estuviesen en estado de foto. Todo allí, a esa hora del día y sin gente, es una foto de aire fosilizado y quietud de encuadre.

“El territorio Merkle”, lo define Eduardo Fabián Etcheverry, taxidermista del Museo desde hace algo más de cuarenta y cuatro años y a un mes de jubilarse, y se detiene frente a la familia de lobos marinos sudamericanos para señalar al más grande. “Si te fijás bien –dice-, vas a notar que el cráneo es el original; lo dejó y trabajó sobre el resto del cuerpo”. Se da media vuelta y apunta con el dedo a la pata de un ciervo: “Acá también se nota el trabajo, ¿ves? Justo en la punta del hueso”.

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El alemán Merkle trabajando en el Museo, en uno de los pocos registros que quedaron de él.

El alemán Merkle trabajando en el Museo, en uno de los pocos registros que quedaron de él.

Lo dice con un regocijo contenido y se entusiasma poco a poco al hablar sobre los creadores de esa fauna exhibida al ojo común desde el comienzo del Museo. “Fue una época de oro para los preparadores –asegura, mirando detrás de unos anteojos de lentes gruesos-. Para mí las grandes celebridades que hubo acá fueron los Pozzi, Durione y Merkle. Y les digo celebridades porque fueron ellos, en definitiva, los que armaron las colecciones más importantes que todavía hoy visita el público”.

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Un retrato de época de los animales embalsamados.

Un retrato de época de los animales embalsamados.

Los primeros representan un apellido que dejó huella y que abarca a los hermanos italianos Santiago y Antonio Pozzi, amigos de Florentino Ameghino y quienes iniciaron, a poco de fundado el Museo y a pedido del director Francisco Pascasio Moreno, la tarea de darle una vida nueva a los animales que ya no la tenían. El otro, su compatriota Giovanni Durione, también formó parte de la etapa fundacional y empezó a taxidermizar –no confundir con embalsamar, que es inyectar sustancias balsámicas en el cuerpo del animal- en 1896, cuando el Zoológico aún no existía y los ejemplares con los que se trabajaba eran cazados por los propios técnicos preparadores en las tierras más inhóspitas del sur argentino. Y el último, el alemán Alberto Merkle, comenzó sus servicios en 1915, fue nombrado director del Departamento de Taxidermia en 1921 y protagonizó una aventura que aún hoy, más de cien años después, sus predecesores la evocan sin poder evitar la sonrisa.

“Una locura absoluta –la resume Etcheverry, jocoso-. Merkle siempre trabajó con bichos grandes pero esto fue una locura. Ojo que Onelli no inventó lo de la aparición: hubo alguien que le escribió y después él organizó todo. Hay que entender que eran científicos pero también cazadores y aventureros. Obvio que esto fue otra cosa. Ellos sabían que no podía ser verdad, pero querían hacer ese viaje y armaron su propia aventura”.

La aventura imposible

Por los pergaminos que ostentaba como taxidermista a nivel nacional y por sus logros en el Museo de La Plata, no era un disparate que Clemente Onelli lo eligiera para la misión. Lo disparatado era la misión: atrapar un dinosaurio.

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Hacía menos de un año que Alberto Merkle dirigía el Departamento de Taxidermia en el Museo local y todavía recordaba –acaso con la obsesión de un conservacionista- la frustración por no haber logrado modelar el cuerpo de un elefante indio traído del Zoológico vecino, luego de días enteros intentando darle forma al esqueleto de alambre; rellenándolo con viruta y puliendo sin suerte el cuero inmenso y arisco del paquidermo.

Merkle fue parte de una época de oro, una especie de celebridad en el armado de las colecciones más importantes del Museo.

Esto era otra cosa. Tanto él como Onelli –que para entonces estaba cerca de cumplir los sesenta- sabían que la existencia de la bestia prehistórica era imposible pero muy poco parecía importarles. Empujados por la necesidad de financiar una expedición que, entre otras cosas, permitiría conseguir animales para el Zoológico local y fósiles y nuevas pieles para el taller de Taxidermia del Museo –como lo acordaba la participación de Merkle-, decidieron emprender la estrambótica cacería y anunciarla al mundo en enero de 1922. En pocos días, la noticia fue tema nacional y, así como abrió el debate entre los que estaban a favor y en contra de la captura, llegó a inspirar el nombre de una marca de cigarrillos, un foxtrot y hasta la melodía de cinco tangos, el más famoso compuesto por Rafael D’Agostino y Amílcar Morbidelli y cuya letra, de entrada, tomaba posición: Yo soy un pobre animal buscado por los ingratos y sin conciencia.

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De la mano del alemán, las técnicas de la taxidermia evolucionaron en el tiempo.

De la mano del alemán, las técnicas de la taxidermia evolucionaron en el tiempo.

La leyenda de Nahuelito aún no existía y de lo que hablaba el naturalista italiano –director del Zoo porteño y viejo conocedor del sur argentino debido a sus servicios en la Comisión de Límites que le había encargado el Perito Moreno a fines del siglo diecinueve- era de un dinosaurio vivo en una laguna de Epuyén, al noroeste de Chubut.

El aviso lo había dado Martín Sheffield, un norteamericano llegado a El Bolsón en 1899 que tenía un pasado de leyenda como sheriff en Texas. Acá se había casado con una aborigen con la que tuvo doce hijos y, en más de una oportunidad, había dirigido expediciones encargadas por el propio Onelli y el Perito Moreno. Si bien no cabalgaba para ellos desde hacía tiempo y se dedicaba ahora a la ganadería y, muy de vez en cuando, a su infaltable costumbre de buscar oro en los ríos y arroyos patagónicos, su nombre cobró notoriedad cuando le escribió una carta al italiano en la que, sin dudar, aseguraba haber visto un animal prehistórico habitando esas tierras cordilleranas.

En su nota, Sheffield relataba que se había topado con unas huellas enormes que habían aplastado el pasto y que resultaban de dimensiones desproporcionadas para cualquier animal conocido. Incluso aseguraba haberlo visto de manera fugaz, mientras se sumergía en las aguas de la laguna chubutense y dejaba “una estela inmensa con su lomo”. El buscador de oro lo describía como un animal gigante “de cuello largo y cabeza pequeña, como de cisne”.

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De izquierda a derecha: Alberto Merkle, Emilio Frey, Clemente Onelli, Santiago Andueza y José Cinaghi.

De izquierda a derecha: Alberto Merkle, Emilio Frey, Clemente Onelli, Santiago Andueza y José Cinaghi.

Inspirado en los detalles que daba el norteamericano, Onelli especuló que podía encuadrar en la orden extinta de los plesiosaurios y lo hizo público como si, más que de ciencia, se tratara en realidad de una revelación divina.

La respuesta fue inmediata: no sólo medios como La Prensa o La Nación cubrieron el tema y buscaron darle seriedad –con artículos científicos que ocupaban páginas enteras- sino que el Museo de Historia Natural de Nueva York anunció el envío de cinco comisiones de naturalistas y cazadores para capturar al animal y hasta el propio presidente Roosevelt, en un arrebato de confianza o desmesura, declaró que quería por lo menos un pedazo de la bestia y que para ello mandaría a la Patagonia a quien había sido su compañero de caza en África: el célebre zoólogo Edmund Heller.

Aquí todo dependía de los aportes privados y, al mismo tiempo, de resistir los fervorosos ataques lanzados por la Sociedad Protectora de Animales de la época, cuyas autoridades llegaron a reclamarle al Ministerio del Interior que, aunque fuese una criatura de otra era geológica, debían revocar la autorización para su captura. En esos días, desestimando cualquier malestar, el presidente Hipólito Yirigoyen estaba ocupado en apoyar al candidato que el radicalismo había elegido para las elecciones de 1922, Marcelo T. De Alvear, y la única mención que hizo al asunto del dinosaurio fue un comentario socarrón a la prensa: “seguramente se trate de algún viejo político perdido por allí”.

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Eduardo Etcheverry trabajando en su taller.

Eduardo Etcheverry trabajando en su taller.

El dinosaurio de Onelli, sin embargo, era tapa de diarios y de revistas y no había bares ni negocios donde no se debatiera sobre su cacería lo mismo que sobre su existencia. Para refugiarse de la conmoción que la noticia causaba en el país –sobre todo entre los visitantes de su Zoo, desbordado de curiosos y de periodistas-, era habitual que Onelli viniese a La Plata junto al célebre ingeniero Emilio Frey, uno de sus mejores amigos, y se reunieran con Merkle a ultimar los preparativos de la expedición. Lo hacían en el subsuelo del Museo pero también, a pedido del italiano –que se ufanaba de entender a las personas gracias a lo que aprendía de la observación metódica de los animales-, recorriendo las flamantes colecciones de aves y de grandes mamíferos del Jardín Zoológico local.

Hay que entender que eran científicos pero también cazadores y aventureros. Hay que entender que eran científicos pero también cazadores y aventureros.

El parque llevaba más de una década de inaugurado y era por entonces unas veinte hectáreas de selva y de bosques que ya habían sido desmalezados –en jornadas de trabajo faraónicas- y convertidos en un organizado ecosistema de claros, granjas y parterres que demostraba dominio no sólo sobre el reino animal sino también sobre la botánica. Había construcciones que imitaban cavernas para los pumas y un foso enrejado destinado a las panteras. También establos, pajareras decoradas con madreselvas y jaulones de cúpulas enormes como glorietas donde, entregados a los olores de bosta y orines picantes que regaban el aire, los investigadores podían quedarse horas pergeñando los detalles del viaje. En la capital, mientras tanto, las donaciones y los voluntarios no paraban de multiplicarse, desde ingenieros que se ofrecían para preparar aparejos de caza especiales para plesiosaurios a figuras de la alta sociedad porteña que juntaban dinero y lograban una suma cercana a los 7 mil pesos de esa época.

Si bien no apareció ninguna misión ni aporte extranjero, el viaje tuvo su punto de partida la noche del jueves 23 de marzo de 1922. Lo emprendieron siete hombres que salieron de la estación Constitución del Ferrocarril del Sur (luego el Roca) con destino a la Patagonia y el objetivo de cazar un monstruo de la prehistoria. Al grupo ya no lo comandaba Onelli –de quien se asegura que tenía acordado ceder el mando en Bariloche- sino Frey, famoso entonces por haber trazado infinidad de mapas topográficos de las regiones andinas más reñidas en el límite con Chile. Además de Merkle, el único taxidermista del equipo y quien, según las crónicas, cargaba de modo aparatoso una gigantesca jeringa para inyectar formol, también iban en ese tren con destino al sur los cazadores José Cinaghi y Santiago Andueza –este último “un experto tirador”, remarcaba la prensa-y dos periodistas del diario La Nación y la revista Caras y Caretas: un tal señor Estrella y el doctor Vaccaro.

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El sheriff Martín Sheffield.

El sheriff Martín Sheffield.

El recibimiento en Bariloche fue multitudinario y festivo, con pancartas que alentaban a los cazadores y la venta callejera de pequeños dinosaurios de cartón. Ante una ronda de periodistas el propio Onelli declaró que el objetivo principal de la expedición era el de “comprobar, por todos los medios posibles y hasta con abnegación y sacrificios, la existencia posible de un animal desaparecido en tiempos prehistóricos, probablemente un desdentado muy afín al Criptoterio doméstico, cuyos excrementos y cuero reseco y huesos fueron encontrados en el año 1898 en la cueva de la estancia Eberhart, al sur de Chile”.

Tres semanas después, el 19 de abril y con la euforia pueblerina amansada, los expedicionarios dejaron Bariloche y, ya sin Onelli, retomaron su destino hacia Epuyén, más al sur de la aventura, donde Shieffeld debía esperarlos para guiarlos hacia la laguna del plesiosaurio. Las crónicas aseguran que los cazadores llevaban dos escopetas Browning 125, redes, media docena de cartuchos de dinamita y un arpón ballenero de dimensiones bíblicas. De la jeringa gigante que llevaba Merkle entre sus pertrechos, sin embargo, las crónicas ya no dicen nada.

En extinción

En la foto no mira a cámara. Tendrá unos cuarenta y tantos, el pelo engominado y su mostacho habitual. Lleva guardapolvo y está inclinado contra un bastidor de curtido, con la cuchilla en la mano y en posición para la tarea. “Es el mismo”, dice Etcheverry, y señala un rincón del taller. Ahí está: el mismo bastidor casi un siglo después, en el mismo lugar pero con la marca de las cientos de pieles que vinieron con los años.

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Una vitrina actual con animales en primer plano.

Una vitrina actual con animales en primer plano.

A esa hora de la tarde, un martes, el Museo está cerrado al público y en el taller de Taxidermia corre el aire acidulado y rancio de siempre. Además de Etcheverry, en la salita atestada del subsuelo trabaja quien será su reemplazante cuando él se jubile: Mara Zvaigne.

“Todos aprendimos de alguien”, explica él, sin interrumpir la limpieza de unas pequeñas vértebras cervicales de mamífero que Mara realiza con paciencia silenciosa. Es un oficio que llegó al país a fines del siglo diecinueve, tuvo su auge y esplendor en los años veinte y hoy día, a la luz de una industrialización que arrasó la tarea artesanal –que incluye curtir la piel además de limpiar huesos y preparar esqueletos-, ya no tiene institución que lo enseñe. Los últimos taxidermistas, con suerte, legan los secretos de la práctica a algún aprendiz –la mayoría estudiantes de Veterinaria, como Mara- y permiten así que la taxidermia logre sobrevivir aunque sea una generación más. “Merkle tuvo como aprendiz a Ernesto Echavarría –apunta Etcheverry-, y él a su vez tuvo de discípulo a Emilio Rizzo”.

Por sus logros en el Museo de La Plata, no era un disparate que Clemente Onelli lo eligiera para la misión. Lo disparatado era la misión: atrapar un dinosaurio. Por sus logros en el Museo de La Plata, no era un disparate que Clemente Onelli lo eligiera para la misión. Lo disparatado era la misión: atrapar un dinosaurio.

En su caso, cuenta, el maestro fue el taxidermista argentino Néstor Carlos Colombier, en tiempos donde la sala del subsuelo era más amplia y allí trabajaban preparadores reconocidos como José Jorge Becerra o Martín Emérico Galván. “Yo llegué de casualidad –aclara-. Tenía 19 años y un amigo me comentó que en el Museo necesitaban un ayudante para preparar animales. No sabía de qué se trataba, nada, pero yo buscaba laburo y me vine. Total, pensé, ¿qué perdía con probar?”.

Adoptado como aprendiz por Colombier y ayudado tanto por su fascinación por la naturaleza como por la facilidad manual que traía de la cuna, logró al poco tiempo ser parte de un ecosistema de preparadores que, casi medio siglo después, parece a punto de extinguirse como los propios dinosaurios.

Es un oficio que desaparece –asegura el taxidermista, sin dudar-. Hoy día se trabaja con moldes y materiales que adoptan la forma que quieras. Por lo general se compran las estructuras en Estados Unidos y sobre ellas se pega la piel. Allá la taxidermia sí que tiene futuro, pero es porque tienen una pasión de locos por la caza. Hay toda una industria del oficio que acá, por suerte, no está. Y digo por suerte porque el cazador privado mucho no me gusta. Qué se yo. En más de cuarenta años tuve que preparar animales para algún privado, pero nunca entendí bien esa tara de querer exhibir lo que cazaste”.

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Etcheverry posando al lado de una de sus piezas maestras.

Etcheverry posando al lado de una de sus piezas maestras.

Sin declararse un apasionado sino más bien “alguien frío” al analizar su trabajo –al que asegura no irá a extrañar cuando se jubile-, Etcheverry habla y parece sonreírle al pasado cada vez que menciona a alguno de sus antecesores más célebres. Hace unos años colaboró en un trabajo de compilación llamado El desarrollo histórico del Taller de Taxidermia en el Museo de La Plata del que participaron también los investigadores Hugo López, Susana García y Justina Ponte Gómez. En él, el taxidermista y sus colegas repasan y ponderan la obra de Merkle y lo señalan como uno de los responsables de promover la exposición de los llamados “grupos biológicos”, es decir animales con sus crías y en posturas naturales y rodeadas de elementos originales para recrear su hábitat. “Esto obligaba a que fueran preparadores pero también cazadores y recolectores que en las expediciones terminaban haciendo de todo”, apunta Etcheverry, y precisa que Merkle era un experto en la construcción de maniquíes de grandes mamíferos. “Tenía una mano bárbara para esos bichos –refuerza-. Lo más notable es que realizaba el mismo procedimiento que hacemos hoy. Por algo es considerado el padre de la taxidermia moderna: modelaba la musculatura y las posturas y lograba preparaciones casi idénticas al original”.

El molde que fabricaba Merkle –que podía ser de yeso o arcilla lo mismo que tener partes de madera, hierro, alambre, viruta, arpillera o hasta papel mache- era recubierto con una piel previamente curtida y tratada con arsénico para protegerla de las polillas. “Es muy probable que las trajeran del sur conservadas en sal y alumbre –especula Etcheverry-. Acá construían el maniquí y hacían el montaje. Hay que tener en cuenta que ya no hablamos de piel sino de cuero. Una vez que está bien curtido se lo monta en estado húmedo al cuerpo armado; es la última parte del trabajo y lo que Merkle hacía a la perfección. Sus representaciones, las ves hoy, eran piezas artísticas”.

Con casi un siglo de diferencia, lo que admira Etcheverry ya lo destacaba el arqueólogo Luis María Torres, director del Museo en los días en que Merkle viajaba a la Patagonia en busca del plesiosaurio: sus trabajos, se lee en un documento de la institución, “han llamado siempre la atención de cuantos visitan el departamento de zoología (…) Los laboratorios de taxidermia y preparación han realizado importantes trabajos en la presentación de grupos biológicos y en conservar centenares y hasta miles de piezas, muchas de las cuales se las ha salvado de la destrucción”.

Final del viaje

Con Onelli en Bariloche, la expedición continuó hacia una mina de carbón que administraban los ferrocarriles del Estado en Epuyén, en el departamento Chusamen, y allí consiguieron seis caballos y un carro para llegar hasta el rancho del norteamericano, a pocos kilómetros de la mina. Los únicos en ese rancho de la estepa patagónica, sin embargo, eran su esposa y algunos de sus doce hijos, y fue la mujer quien les informó que Don Martín, como le decían, se encontraba en una recóndita casa del paraje Los Repollos y que no volvería por un buen tiempo. Lejos de resignarse, el ingeniero Frey ordenó montar un campamento frente a la laguna señalada por el norteamericano en su carta y le pidió a José, uno de sus hijos, que los guiara hacia donde habían visto al animal.

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Una recreación del dinosaurio buscado en la expedición patagónica.

Una recreación del dinosaurio buscado en la expedición patagónica.

Era un espejo de agua que tendría unos trescientos metros de diámetro y estaba rodeado de un horizonte montañoso y de bosques interminables de selva fría. Estuvieron días acampando a orillas de aquella laguna. Vigilaban por turnos, pescaban y organizaban rastrillajes que, lejos de rastrear las huellas de un dinosaurio, servían para recolectar fósiles, huesos, roedores vivos y diferentes tipos de plantas que, tal como lo imponía el acuerdo con Merkle, tenían como destino los recientes herbarios del Zoológico de La Plata. Detrás de la aventura del plesiosaurio se escondía además el propósito de confirmar la existencia de un mamífero algo más grande que un puma al que los aborígenes llamaban Yemisk y tratar de capturar, incluso, un anfibio mayor que el lobito del río conocido entre los lugareños bajo el nombre de Bullin.

Pionero en técnicas, moldes y procedimientos científicos, Merkle era un experto en la construcción de maniquíes de grandes mamíferos.

Acaso para subrayar el final de la cacería –o probar de una vez y para siempre la inexistencia de la bestia prehistórica-, Frey encargó a los cazadores que hicieran explotar los cartuchos de dinamita bajo el agua pero ni siquiera eso, reportaron los cronistas, hizo aparecer al menos “un pejerrey de los tan comunes en la laguna de Epuyén”. Con las primeras nevadas, los seis hombres volvieron al alojamiento en la mina de carbón y, antes de emprender el regreso a Bariloche, aseguraron estar dispuestos a pagar una recompensa de 1.500 pesos a quien tuviera noticias comprobables del dinosaurio. Al final, por la acumulación de nieve, debieron trasladarse por agua hasta Neuquén y allí tomaron el ferrocarril a Buenos Aires, cargando en baúles material valioso para el Museo y el Zoológico de La Plata pero nada, ni un mínimo indicio, sobre el animal prehistórico que aún, pese a todo, inspiraba debates y letras de tango.

Huella de vanguardista

Alberto Merkle dejó el Museo de La Plata el 30 de abril de 1934, casi una década después del mítico viaje. La fecha la demuestra el propio Etcheverry mientras señala una de las planillas de su taller. “Lo más probable es que viviera en el Museo mientras trabajaba acá –sospecha, al dejar el papel y ponerse a estudiar el retrato del alemán en la pared-. Hay algo de material fotográfico pero nada sobre lo que hizo después. Era un naturalista típico, un viajero. Un tipo al que le gustaba estar en el terreno, investigar, buscar. Pensá que se había formado en Europa pero conocía como pocos el sur argentino. Igual que Onelli. Eran científicos pero también aventureros. De ahí la locura hermosa que inventaron”.

Hace una pausa y niega zumbón ante cualquier duda. “Es imposible que científicos de esa clase creyeran semejante disparate –remarca-. Ningún científico en realidad podía creerlo ¡Lo metían preso! Fue todo para juntar plata, nada más. Una idea de Onelli para atraer a la prensa y poder financiar la expedición. Ojo: es probable que soñaran con encontrar los rastros de una especie no catalogada. Quién te dice. Iban a buscar material conocido pero, en una de esas, si tenían suerte, por ahí daban con los rastros de un bicho que nadie tenía registrado y metían un golazo. Andá a saber lo que podían fantasear, ¿no?”.

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La fina observación es el tesoro preciado de un oficio en peligro de extinción.

La fina observación es el tesoro preciado de un oficio en peligro de extinción.

Según el trabajo de compilación realizado por los investigadores de la Facultad de Ciencias Naturales, presentado en 2015 en la revista del Museo y luego en la publicación digital Probiota, resulta probable que Albert (o tal vez Albrecht) ejerciera con anterioridad como taxidermista en Stuttgart, donde también aparece un Eugen Merkle a principios del siglo veinte. En la investigación se lo señala como el responsable de introducir en el Museo de La Plata la llamada técnica dermoplástica, iniciada a mediados del siglo diecinueve en su patria natal.

El método de Merkle, muy difundido en Europa, demostraba ser altamente superior a la simple técnica de rellenar los cuerpos de las aves con estopa y paja que por entonces se practicaba en el país. Ningún detalle, sin embargo, hay sobre su vida o una posible familia en nuestro país. De la legendaria expedición que emprendió para capturar un plesiosaurio, parece lógico, el trabajo académico tampoco hace la menor mención.

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