En 2001, cuando el país caminaba por la cornisa de una de las crisis más graves de los últimos tiempos, Lidia Ortíz de Burry se convirtió en una inesperada referente de la lucha contra la inseguridad: protagonista de una cruzada solitaria y sin ningún tipo de apoyo, esta profesora de geografía, ya jubilada, canjeaba por comida o compraba las armas que adolescentes de barrios vulnerables de La Plata usaban para salir a robar.
En las últimas horas trascendió cuándo podría estar listo el Polo Electoral que se construye en Meridiano V para realizar los escrutinios de cada elección.
Los especialistas del SMN mantienen las probabilidades de precipitaciones para los próximos días en La Plata. El detalle de cada jornada.
Pero el trabajo solidario de “la abuela de las armas”, como la bautizaron los medios, había empezado en realidad un tiempo antes cuando, a mediados de la década del 90, acompañó a una amiga que llevaba donaciones a un hogar de chicos en situación de riesgo en el barrio San Carlos. Ella no sabía que existían los comedores comunitarios, ni mucho menos que la falta de alimento se había convertido en algo tan acuciante en la Argentina. El impacto fue tal que empezó a recorrer las villas y llegó a llevar mercadería a decenas de comedores. Así, de un momento para otro: sola, con su auto, sin más que sus ganas y audacia para meterse en una realidad que le había sido ajena durante tanto tiempo.
Hoy, con 96 años y su movilidad muy limitada, sigue activa. En su casa recibe donaciones que manda al Norte del país, donde Catalina Suárez, jefa del cuerpo de Bomberos Voluntarios de Pichanal -asiento de una importante comunidad wichi- las recibe y distribuye; pero, además, no para de pensar nuevas formas de ayudar: pinta cuadros que cambia por alimentos y ropa; hace almohadones y juguetes de trapo, promueve la realización de huertas escolares y hasta recicla bicicletas que nadie reclama en las comisarías.
Aunque es consciente de que lo suyo es apenas una gota en el desierto, dice que no puede detenerse. Muchas veces la cuestionaron y hasta ella misma tuvo dudas, pero la perturba la idea de que si un día descansa, hay un chico que no come. Así se siente útil y asegura que recibe “muchísimo más de lo que doy”.
-¡Cómo no me van a decir “la abuela de las armas” si recuperé cerca de 900! -dice, acentuando la lógica.
DESCUBRIR LA POBREZA
Podría decirse que todo comenzó una tarde a mediados de la década del ´90, al cabo de una reunión en el Rotary Club de La Plata. Una amiga que amadrinaba el comedor Pantalón Cortito le dijo que tenía que llevar unas donaciones y Lidia se ofreció a llevarla en su auto.
Aquella experiencia la marcó para siempre. La mujer, que hasta ese momento nunca había ido a una villa, hoy recuerda: “Allí descubrí la pobreza y mi vida se transformó”.
Desde entonces, Lidia comenzó “a sentir las cosas” que la movilizaron hacia la tarea solidaria. Empezó a llevar donaciones a barrios de la periferia platense. El vuelco en su vida trajo consigo una nueva rutina: cada mañana, bien temprano, recorría supermercados, restaurantes, panaderías y verdulerías para pedir mercadería. Aquello que conseguía lo cargaba en el baúl de su Renault 12 Break y al mediodía lo repartía ella misma en lugares como Villa Elvira, Villa Montoro o Villa Alba.
Un día, en un comedor, varias mujeres le comentaron que tenían un problema con la gran cantidad de armas que circulaban en el barrio, muchas de ellas en manos de adolescentes. Le dijeron que vivían en medio de tiroteos donde era común que las balas perforaran las chapas de las casillas. La respuesta de Lidia fue contundente: “Si es tanto el problema, saquemos las armas”. Lo dijo casi sin pensar y terminó usando buena parte de su herencia familiar con la que logró recuperar cerca de 900 armas, entre escopetas, pistolas, revólveres y tumberas.
Inspirada en un programa de canje que conoció por el diario y que llevaba adelante desde el 2000 el gobierno mendocino, propuso intercambiar las armas por algo que los chicos necesitaran. Con la ayuda de una de sus nietas, Lidia colgó letreros en los comedores que visitaba anunciando la iniciativa: “Canjeo armas por comida, ropa o dinero”, rezaban los carteles.
Aunque en los barrios ya era conocida por su tarea social, le costó generar confianza. Hasta que un día se le acercó una chica. Le dijo que le iba a alcanzar un arma que tenía un amigo. Fue entonces que tiempo después apareció un adolescente con una escopeta; ella le dio, a cambio, ropa y alimentos. Mientras conversaban se les unió otro joven y a Lidia se le ocurrió proponerles un trabajo: pintar un departamento de su familia. “Lo hicieron muy bien y se ganaron unos pesos”, asegura la mujer que hoy pasa sus días sentada en una cama en una de las habitaciones de su casona del centro platense.
En otra oportunidad, a un arma que le ofrecieron le faltaba el gatillo.
-No te puedo pagar por un arma que no funciona -desafió Lidia a un joven.
-Doña -le contestó él, con respeto-, yo con esto ya hice veinte asaltos. Cuando apunto nadie se fija si tiene o no tiene gatillo.
Así fue que también empezó a comprar las que estaban rotas o con piezas faltantes.
“Más de una vez me embromaron chicos que agarraban la plata pero no me entregaban el arma”, cuenta, risueña. Cierta vez, uno de ellos le sugirió que volviera al día siguiente porque esa noche tenía que “salir a trabajar” y esa era su herramienta. A Lidia nunca se le cruzó por la cabeza reprenderlos, pero solía aconsejarles que se buscaran una changa y que dejaran de delinquir.
Para llevar adelante la iniciativa, se asesoró con la policía y tramitó un permiso de portación en el por entonces Registro Nacional de Armas (RENAR) -hoy reemplazado por la Agencia Nacional de Materiales Controlados (Anmac)-. Siguió las indicaciones: una vez hecho el intercambio debía entregar las armas en la Jefatura Departamental, en 12 entre 60 y 61, que se ocuparía de su destrucción. Al tiempo, se entrevistó con el ministro de Justicia y Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Juan Pablo Cafiero, quien le sugirió que debía inutilizar las armas antes de entregarlas. Así lo hizo. Las rompía golpeándolas con una piedra o una maza contra el piso del patio de su casa.
El continuo crecimiento de las estadísticas sobre el uso de armas en hechos delictivos sigue siendo un problema sin solución. En 2001, el hoy desaparecido RENAR lanzó el Plan Nacional de Entrega Voluntaria de armas y municiones a cambio de un incentivo económico. Sobre este punto, Lidia asegura que “los chicos no querían llevar nada al RENAR por si había cámaras o quedaban fichados. Además, tenían que ir a cobrar al banco y eso los exponía”.
Así, durante un tiempo, Lidia se convirtió en intermediaria entre los jóvenes que entregaban armamento y el organismo oficial, quien luego le reintegraba el dinero.
Hay otra anécdota que la abuela rememora entre risas, entrecerrando los ojos y llevando la cabeza hacia atrás, como forzando la memoria. En uno de los comedores a los que solía concurrir se le acercó un joven con el que entabló una buena relación; él le contó que no tenía papá y que su mamá había fallecido, por lo que necesitaba dinero para el funeral. Lidia decidió ayudarlo y lo adoptó como su “colaborador”. A partir de allí la empezó a acompañar a todos lados en el auto y hasta decía que era su nieto, lo que implicaba una suerte de protección dentro de los límites barriales. En cierta ocasión, Lidia repartía mercadería en El Palihue cuando un hombre la encañonó y le exigió que le diera la cartera. A través de su asistente, consiguió que el ladrón accediera a devolverle el monedero con sus documentos a cambio de dinero. Cuando fue a hacer la denuncia le pidió que saliera como testigo. Al realizar el trámite judicial descubrió que, en realidad, sus padres estaban vivos.
Aquel episodio desató el enojo de su familia y le llovieron críticas por los riesgos que estaba corriendo al realizar su tarea solidaria. Sin embargo, Lidia sentía que no podía dejar de hacerlo. “Yo les hacía notar que no había peligro, ¿para qué me van a atacar a mí si yo voy a ayudarlos?”, asegura Lidia que les preguntaba. Cuando refiere esa historia recuerda su enojo porque uno de los policías que intervinieron en el asunto le reprochaba su imprudencia y le decía “anciana”. Nunca soportó que le digan así.
Cuando su tarea comenzó a ser reflejada profusamente por los medios de comunicación, Lidia se convirtió en una figura pública. El 12 de marzo de 2002 el Concejo Deliberante platense la declaró “Mujer Destacada” y, ese mismo año, el Rotary le otorgó la “Mención Ateneo 2001- 2002” por “su trabajo incansable” en favor de la comunidad. Desde entonces la llamaban para entrevistarla y hasta le pedían que fuera a dar charlas. En 2005 su historia llegó a estar en la portada de un diario de España. “La abuela de las armas. Esta profesora jubilada canjea pistolas y rifles por dinero, ropa o comida para combatir la delincuencia en los arrabales de La Plata”, tituló El Mundo.
EMPEZARON LOS PROBLEMAS
Para acallar los reproches familiares, especialmente los de su marido, decidió seguir adelante con su plan a escondidas. Recibía armas por el balcón de su casa y las ocultaba debajo de un sillón o arriba del placard. Cuando reunía cierta cantidad las llevaba a la policía. Pero su marido, el destacado neurocirujano César Burry, un día las encontró y decidió entregarlas él mismo. “Ahí empezaron mis problemas”, admite Lidia, con picardía.
Los inconvenientes no fueron sólo domésticos y su tarea comenzó a ser objetada con críticas difundidas en algunos medios. El 8 de septiembre de 2004, Infobae publicaba: “Si Lidya (SIC) compró 500 armas y gastó, según ella misma, unos $60.000 para sacarlas de la calle, cabe preguntarse con cuántas de estas se cometieron crímenes y el delincuente se deshizo, a un precio más que jugoso, del arma homicida, que encima fue destruida por las buenas intenciones, complicando la investigación judicial”.
Más aún, la Justicia inició a fines del año siguiente una causa -impulsada por la Unidad Fiscal que investiga delitos vinculados con la actividad del RENAR- para seguir su caso. “Me convocaron a una audiencia en la que un instructor judicial me mostró un legajo lleno de recortes de diarios y fotos mías que no habían salido en los medios; cosas que no había visto nunca”.
Lejos de desistir, Lidia siguió adelante.
Los miembros del grupo de intervención artística Escombros le propusieron una acción. Así dieron vida a una escultura piramidal de más de cuatro metros soldando 250 armas recuperadas por Lidia. El monumento fue instalado en agosto de 2005 en el patio interno del Centro Cultural Islas Malvinas delante de una enorme placa de hierro que decía: “Cada arma destruida es un hijo que no verá asesinar a su padre. Es un padre que no pagará rescate por su hijo. Es una mujer que no será violada. Es una familia que no será rehén. Es una casa que no será robada. Cada arma destruida es una victoria de la vida sobre la muerte”.
Con el tiempo, la escultura se vandalizó y fue retirada del lugar: el público fue arrancando la mayoría de las armas.
Cierta vez, ha dicho: “Yo tengo claro que no voy a cambiar nada por sacar dos o tres armas de la calle, pero los chicos sí se pueden salvar. Si lo que yo hago lo hiciera mucha gente el delito disminuiría mucho, no tengo dudas. Y no es difícil, hay que ir a más barrios”.
DE BRANDSEN A LA PLATA
Lidia Ortíz nació el 30 de junio de 1925 en Brandsen. Sus padres eran encargados de un almacén de ramos generales. Tener un comercio en un pueblo de estancieros le permitió a la familia alcanzar una holgada posición económica. Su padre, junto a un pariente, instaló el Hotel España frente a la estación de trenes de La Plata. Por eso, cuando terminó la primaria, Lidia se mudó a la ciudad de las diagonales, donde hizo el secundario como pupila en el Colegio Inmaculada para luego estudiar el Profesorado en Geografía. Cuando se recibió, decidió seguir otra carrera y se inscribió en Artes Plásticas en la Facultad de Bellas Artes. Trabajó como docente y se casó de joven con César Burry, quien llegó a ser jefe del Servicio de Neurología y Neurocirugía del Hospital San Martín y Director del Hospital Alejandro Korn de Melchor Romero. Es madre de cinco varones y una mujer, y tiene 16 nietos y tres bisnietos.
La profesora jubilada recuerda hoy palabras de su padre. “En este país no hace una posición el que no quiere trabajar”, solía decirle. “En aquellos años el trabajo era todo”, evoca Lidia, al repasar los principios estrictos pero a la vez solidarios con los que fue criada.
Después de ver crecer a sus hijos y retirarse de la docencia, notó un cierto vacío que se negaba a llenar mirando televisión. Su acercamiento a los barrios, dice una de sus nietas, fue desde “el sentido común, sin miedos ni estrategias”. Con frecuencia las llevaba a que dieran apoyo escolar en los comedores. Fue militante de la ley del Buen Samaritano (N° 25.989), aprobada por el Congreso en 2004, que busca incentivar las donaciones de alimentos aún no vencidos, con problemas de packaging, etiquetado u otra característica que no permite su venta al público. A un año de su sanción la norma no lograba llevarse a la práctica en forma efectiva. En una petición en el sitio change.org al Congreso de la Nación, Lidia reclamó: “La ley es una necesidad para poder dar de comer a miles de personas. Hay que ver que el otro existe y tirar alimentos es negar al otro”. La petición consiguió 488 firmas.
AYUDAR DESDE CASA
En 2012 perdió la visión en un ojo y sufrió un accidente hogareño que inmovilizó uno de sus brazos, lo que le generó muchas dificultades para seguir yendo a los barrios a llevar donaciones. “¿Quién distribuía si no era yo?”, se lamenta cuando lo rememora.
Tras la muerte de su esposo, en 2014, Lidia continuó con su actividad solidaria desde otro lado, con la ayuda de sus tres acompañantes, sus hijos y nietos. Empezó a colaborar con las escuelas de la periferia, confeccionando frazadas con retazos de tela y las bolsas de red de las cebollas. También llevaba a los chicos de la escuela a sus casas para intentar evitar deserciones; cuando se enteraba de que alguien faltaba, quería saber qué le pasaba.
Junto a la Comisión de Ayuda a Escuelas Argentinas (CAESA) colaboró enviando donaciones a Jujuy, Formosa y Chaco. Durante un evento, integrantes de la entidad sacaron fotos y cuando se las mostraron a los niños, varios no se reconocían porque nunca habían visto su rostro. Al conocer esa historia, Lidia pidió recortes de espejos en una vidriería, los enmarcó y los pintó para enviárselos. Hizo 3000.
A fines de 2017, el grupo Citybank la premió como una de las seis personas más solidarias del país. Allí conoció a Catalina Suárez, jefa de bomberos de Pichanal, una ciudad de Salta. Empezaron a trabajar juntas, a la distancia. Lidia juntó donaciones de máquinas y otros elementos de costura para que armaran un taller. Entre lo que envió había una colaboración de la fábrica de manufactura de fibras sintéticas MAFISSA, restos de medias textiles para que puedan usarlas como material en cursos de capacitación.
También les envió dos sillas de ruedas que estaban inutilizables y de las dos armaron una, muñecos de tela y almohadones que ella mismo confeccionó para las escuelas, muebles y algunos televisores. Ahora pinta, en tablas de madera, esos dibujos para el aula y algunos otros con la Wiphala, con fines pedagógicos y didácticos.
En 2018, cuando ya hacía tiempo que no iba a los barrios, advirtió que en la comisaría 2da había varias bicicletas tiradas en un patio. Preguntó qué hacían con ellas y logró que se las donaran.
TODO SIRVE
“No importa el estado de las cosas, se pueden arreglar, todo sirve”, repite constantemente. Eso mismo, con palabras formales, dice en la carta sin fechar que preparó este año para distribuir en todas las comisarías platenses, en las que solicita colaboración con la comunidad wichi de Pichanal. Pretende hacer llegar las bicicletas para que los chicos asistan a la escuela.
En la misiva sostiene: “Entendiendo que en muchas oportunidades en las comisarías de La Plata se encuentran bicicletas por las que no se pudo localizar el dueño y no tienen interés procesal, sería de gran ayuda poder contar con las mismas”. Antes, cuando recorría las calles, se acercaba a los lugares aprovechando el reconocimiento social que consiguió e insistía: “A veces me trataban bien, a veces no”. Ahora, por teléfono, se le dificulta recibir atención o una respuesta certera.
Luego reflexiona sobre su motivación filantrópica: “Yo en este momento, a mi edad, he criado a todos mis hijos, pienso que tengo la obligación de devolver algo. Si la vida ha sido tan buena conmigo, yo tengo que dar algo también”.
Lidia ya no sale de su casa. Pasa las tardes pintando o haciendo manualidades, tareas que, con gran esfuerzo, realiza sentada sobre una cama de una plaza. Dice que siente placer en poder seguir colaborando con los demás. Colaboran con ella tres mujeres acompañantes, especialmente Pilar, una de las personas que más la conoce y a quien con frecuencia apela para que la ayude a ordenar sus recuerdos.
Mientras la humedad platense entra por la ventana entreabierta, Lidia deliza un grueso pincel sobre una madera. Crea ilustraciones para una pequeña comunidad salteña, figuras que representan a sus ancestros “para que puedan colgar en las aulas y les sirva como material para aprender”.
La abuela de las armas es incansable no se rinde; ahora piensa en cómo multiplicar huertas escolares. Mientras tanto, en el garage de su casa, sigue juntando donaciones que una vez al mes pasa a buscar un camión para llevar a algún barrio a a algún punto inhóspito del interior del país. Ahora hace un silencio y mira fijo a la cronista: “Decime, ¿tu papá no tendrá un mueble que no use?” -pregunta-, “si quiere ayudar puede llamar a mi casa”. Y agrega: “Para enviar donaciones o hacerme consultas puede llamar al 221 4834897”.