miércoles 18 de septiembre de 2024

A la intemperie, con agua y temperaturas bajo cero: los trabajos más crudos del invierno

Una repartidora, un empleado de un lavadero de autos, otro de una fábrica de hielo y un pescador, cuentan cómo es trabajar cuando el frío no tiene escapatoria.

Para la mayoría de los mortales, escuchar el despertador y abandonar el abrigo de la cama para ir a trabajar cuando afuera la temperatura es de 1 grado o menos, se siente como un suplicio cotidiano del que no hay escapatoria. Pero hay personas para las cuales ese tormento es solo el primer paso. Trabajan a la intemperie, con heladeras o con agua y conviven con el frío en cada nueva jornada laboral. Una repartidora, un empleado de un lavadero de autos, otro de una fábrica de hielo y un pescador cuentan cómo es tener los trabajos más crudos del invierno, cómo combaten las bajas temperaturas y revelan si es posible o no ganar la batalla.

FORTALEZA MENTAL

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Samuel Poggi está obligado a ver el pronóstico todos los días porque si llueve el lavadero de autos donde trabaja, ubicado en Diagonal 73, entre 3 y 4, no abre. A los 29, tiene siete años de experiencia en el rubro y cuando ve que se aproxima una ola polar, sufre con resignación, sobre todo si le toca trabajar en la sucursal de 31 y 41, que es a cielo abierto. Cuando no llueve, su despertador suele sonar a las 6.00.

Me cuesta mucho arrancar el día —reconoce Samuel—. Tomar el colectivo para trabajar once horas sin parar, con el viento frío, la humedad, el agua. Cuando hacen dos grados, o un grado, o bajo cero, te morís, no querés ni trabajar, pero bueno, hay que hacerlo igual.

El invierno es la estación en que más trabaja porque, con la lluvia y el barro, los autos se ensucian más. Su trabajo se divide en tres etapas: la primera consiste en desbarrar el auto con hidrolavadora y refregar con esponja y cepillo; la segunda, el secado, implica pasarle una rejilla limpia y encerarlo, la tercera es el aspirado del interior. Samuel sabe hacer las tres tareas pero su especialidad es el secado, que puede ser tortuoso cuando la temperatura ronda los 0°C porque el metal de los autos se enfría tanto que el agua se escarcha y pincha las manos al escurrir la rejilla. Eso hace que, con frecuencia, los callos que se le forman por los productos químicos se rajen y ardan.

Para paliar los efectos del frío, Samuel usa guantes de látex -cuando hay- y un poco agua tibia en el balde. También estira sus dedos antes de comenzar la jornada, para evitar una tendinitis, y se da calor soplando sus manos o tomando mate. Desde temprano sabe que pasará todo el día con la ropa mojada y que la única forma de combatir el frío será estando en movimiento, algo que no le resulta difícil, ya que a diario lava un promedio de 40 autos. Por más que use botas, sus pies quedan húmedos hasta que regresa a su casa. Los hongos y los resfríos son males de su oficio de los que debe cuidarse. 

En base a su experiencia, Samuel cree que no cualquiera puede soportar un trabajo como el suyo, en el que la rotación del personal es permanente.

—Hay que tener constancia, voluntad y muchas ganas de trabajar —explica—. Y también ser mentalmente fuerte.

PREDISPOSICIÓN Y PEDALEO

Las mañanas frías, Guillermina Andrade se pone una remera térmica, una camisa manga larga, un buzo, una calza también térmica, un pantalón de friza -y si hay helada, otro pantalón arriba, impermeable-. Antes de salir, se abriga con una campera gruesa, guantes y un tapabocas que le cubre las orejas y el cuello. Entonces agarra su bicicleta y sale a repartir para los clientes de la aplicación Pedidos Ya.

—Me da pereza —reconoce Guillermina cuando piensa en esas mañanas frías—, pero igual me abrigo y salgo adelante, pues es mi único ingreso en este momento.

Esta joven de 25 años llegó desde Viedma, Río Negro, en 2016, para estudiar Veterinaria. Tres años después comenzó a trabajar de repartidora porque no requería experiencia previa. Actualmente trabaja un promedio de ocho horas diarias. El invierno es cuando más demanda tiene porque mucha gente prefiere quedarse en su casa y usar las aplicaciones de pedidos. El repartir en bicicleta entra rápido en calor y no sufre tanto el frío. Lo que más padece, asegura, es la falta de predisposición de muchos clientes.

Cuando tardan en recibirme o me dicen que ya bajan y se demoran 10 minutos, me enfrío —explica—. Lo mismo pasa cuando piden muchos productos del supermercado. A veces piensan que una persona es una mula que puede llevar 17 litros o más. En esos casos voy lento porque no quiero hacerle mal a mi cuerpo y paso más frío.

Guillermina afronta cada jornada con un potente desayuno que incluye café con leche, tostadas, huevos revueltos y jugo. También trata de paliar las bajas temperaturas esperando los pedidos dentro de los locales, pero hay veces que no alcanza.

—Me pasó de trabajar durante días nublados y que empezara a llover —recuerda—. Entonces, el agua de la lluvia, más el frío del día, me hacían sentir desnuda y con ganas de volver a mi casa.

NO APTO PARA FRIOLENTOS

Empaquetar kilos y kilos de hielo, apilarlos en una cámara que enfría en un rango que va de -10 °C y -15 °C y repetir la operación cada media hora es, a todas luces, un trabajo no apto para friolentos y sin embargo, Juan Cruz Mongan, que pertenece al “team verano”, lo hace con singular entusiasmo.

A poco de ingresar en la sala de producción de la fábrica Hielo City, ubicada en 22, entre 44 y 45, ya se puede sentir el frío escalando desde los tobillos y expandiéndose por todo el cuerpo. El sonido de las tres grandes máquinas con capacidad para fabricar nueve toneladas diarias es constante. Dos de esas máquinas se encuentran a cada lado de la sala, donde también está la cámara. Son blancas, llegan casi hasta el techo y tienen un buche donde, finalizado el proceso, el hielo cae.

Cada vez que las máquinas escupen su producción, Juan Cruz toma una bolsa, la coloca en la base de la tolva que sale del buche y presiona un pedal que permite que el hielo caiga. Completa la bolsa, que puede ser de 4 kilos o de 15, la cierra y la coloca en el carro donde pondrá todas hasta vaciar el buche. Entonces viene la parte más difícil: apilarlas en la cámara, una tarea que puede insumirle unos 15 escalofriantes minutos y que repite cada media hora.

Pensé que iba a ser más sacrificado —reconoce Juan Cruz—, pero al estar de acá para allá, llega un momento en que entrás en calor.

Sus joviales 20 años y el hecho de ser nuevo en este empleo sustentan su entusiasmo. Aunque sufra menos de lo que imaginaba, hay tareas que requieren de una actitud estoica, como cuando llega una ola polar y entra más frío a la sala de producción, que es semi abierta; o cuando debe cargar los camiones de reparto y permanece más tiempo en la cámara, muchas veces con la ropa húmeda, por el agua que chorrean las bolsas. Aún así, Juan Cruz no se queja.

—El frío no es lo mío, pero igual, tranquilo, me pongo música y sigo.

FRÍO CRÓNICO

A sus 64 años, Hugo Marisquerena lleva 47 dedicándose a la pesca artesanal. Según la época, pesca corvina rubia, corvina negra, lisa, pescadilla, lenguado, congrio, brótola, saraca o perita, en la Bahía de San Borombón, que abarca los partidos de Magdalena, Chascomús y Castelli, entre otros. Tras casi medio siglo de trabajar con las manos mojadas, el frío le ha calado tan hondo que ya no siente las puntas de los dedos

—Todos los pescadores grandes sufrimos de problemas en las manos —explica Hugo—, de tanto frío que hemos tomado durante la vida.

Su jornada puede comenzar a las 4, a las 5 o a las 6, según lo dictamine la marea, que tiene que estar alta para que los bancos de arena no impidan avanzar a su modesta embarcación. Antes de salir, Hugo se pone una camiseta, un pulóver, un pantalón relleno de guata que su esposa le confeccionó y un saco de agua que debería protegerlo pero no lo hace porque “nunca se consiguen sacos impermeables”. En los pies se pone medias de fútbol, que han demostrado ser “las que más sirven” y, antes de calzarse, los cubre con bolsas de nylon, que le permiten sacarse rápido las botas para no hundirse en caso de caer al agua.

Entonces queda listo para salir, acompañado de otro viejo pescador o de jóvenes a los que les enseña el oficio. Una vez en el río, lanza las redes y espera. Cada media hora las levanta y recorre para ver si el pescado es bueno o si debe seguir buscando. La cantidad de veces que repetirá la operación dependerá de la calidad de la pesca. Una jornada puede durar dos horas, tres, o todo el día.

—Al levantar la red y sacar el pescado, las manos se te congelan —cuenta Hugo—. Tengo una garrafita con un mechero, que me calienta un poco. Tomo unos mates. Es lo único que puedo hacer.

Cuando llega a la costa, con los pies helados, Hugo descarga la pesca y la guarda en la casilla que alquila en el puerto, donde pasa toda la semana para ahorrarse el viaje diario hasta su casa en Punta Indio. Aún después de cambiarse la ropa mojada y cenar algo caliente junto a otros pescadores sigue golpeando el suelo con los pies, en un zapateo forzado, para que el entumecimiento se vaya. Pero hay veces que ni durmiendo con bolsa de agua caliente lo consigue. A pesar de la insistencia de su esposa para que deje de pescar, Hugo, que es hijo y nieto de pescadores, no hace caso.

—Lamentablemente no lo puedo dejar —afirma—. Primero, porque es necesario trabajar y segundo, porque se extraña el agua. Si veo que los demás están saliendo a navegar y yo me quedo en el puerto, no me gusta mucho.

Hubo una época en que la pesca escaseaba y Hugo se dedicó a hacer tareas de mantenimiento en una escuela. Cuando pudo dejar ese trabajo para volver al río, sintió que le volvía el alma al cuerpo. Sabe que el suyo es un oficio que “te tiene que gustar” para poder ejercerlo pero cree que, en esencia, no es tan distinto de otros.

—Uno se acostumbra. A veces te duelen los brazos, a veces las piernas, pero en todos los trabajos tenés un problema. No hay trabajo que no tenga algo que no te guste.

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