Por Reinaldo Claudio Gómez - Fotografías: AGLP
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Por Reinaldo Claudio Gómez - Fotografías: AGLP
La potencia de esta nota radica en las imágenes. Son fotografías sencillas, tímidas y, sin embargo, funcionan perfectamente para poner en evidencia ese claroscuro tan argentino de lo que debió haber sido y de lo que no fue. Los rostros, los gestos, las sonrisas que muestran los conservados espejos de hace 50 años hablan menos de la masacre inapelable en el tiempo, que de la ingenuidad con la que muchas y muchos acudieron, festivos, a la cita fatal.
Entre el 2 y el 6 de diciembre, el Servicio Meteorológico Nacional participará en un simulacro internacional para evaluar respuestas ante erupciones volcánicas.
Esta medida afecta directamente a los camioneros porque no se emiten chapas patentes para vehículos usados. Los detalles.
Aquel 20 de junio de 1973, en Ezeiza, hoy es un recuerdo y, como la Linterna mágica de Sartre, ilumina el final de una época y alumbra otra. Así, como el cazador que descubre la oscura cueva de la fiera, le toca al lector decidir los riesgos de ingresar a la opacidad de lo recordado, o de continuar, indiferente, su camino.
La tarde-noche del 19 de junio de 1973, las muchachas y los muchachos desde los barrios, desde las facultades y desde las fábricas terminaron de planificar la ruta. También dejaron listas algunas formas de organización provisoria. La idea era abordar los colectivos alquilados con la debida antelación para llegar con tiempo y encontrar un buen sitio cerca del escenario. Quienes no tuvieran una estrategia de llegada a las inmediaciones de Ezeiza, que lo hicieran como pudieran: en auto, camiones o en algún micro de línea al que le interrumpieran el recorrido normal, para llevarlo hasta la Riccheri. Total, aquello era una fiesta del Pueblo, una fiesta popular y el chofer se iba a prender en la marcha.
Prepararon el mate para el camino y las reservas de yerba y agua caliente. Los que iban a pasar la noche allí, en la cercanía del Puente 12, donde se asentaba el palco, llevaron mantas y frazadas, acaso algún termo con café y unos sanguches. Desde La Plata, a partir del mediodía, la columna Sur estaba planificada por los encargados de la vanguardia revolucionaria. Sin embargo, había otras y otros que desconocían algunos detalles y solo pensaban en encontrarse con esos amigos y conocidos, entre la muchedumbre. Al fin y al cabo, iba a ser parecido a como era encontrarse en las asambleas, en las peñas o en los bailes de clubes, donde siempre había un amigo de un amigo para pasar el rato. Y salieron.
El historiador y abogado platense Jesús “Tito” Plaza tenía entonces 25 años y estaba recién casado. Recuerda que “no era un militante, apenas un simpatizante” peronista. Un joven, como muchísimos del momento, que partió con ganas de disfrutar de un día histórico, llevado como una pluma en el viento de época por la “euforia peronista”.
“No fuimos con ninguna organización -rememora-. Fuimos por la nuestra con un grupo de amigos, estimulados por el clima festivo. Éramos muchos los que íbamos y más se iban sumando en el camino. Muchos se identificaron con aquel triunfo generacional que había llevado a (Héctor) Cámpora a la presidencia y ahora con la vuelta definitiva del General Perón, pero recuerdo que también había familias y chicas y chicos con su padres, sin militancia, que no querían perderse la histórica jornada”.
Como reguero de hormigas, la gente enfilaba para Ezeiza. La noche del 19 de junio de 1973 presagiaba una tibia madrugada. Si algo iba a empañar el festejo no sería la lluvia. Y aunque ya se hablaba de algunos tiroteos, qué más se podía esperar de un acto en el que se iban a concentrar millones de personas. Algún quilombo iba a haber. Y lo hubo. El repiqueteo del chaparrón que no caería, no obstante, convirtió el ruido de las gotas en plomo. Y la lluvia vendría horizontal “a la altura del cráneo”, contó luego un médico por televisión, testigo que atendió a cientos de heridos y decenas de muertos.
El 20 amaneció con sol, un día luminoso. La tibieza del aire se llevó, rápida, los restos frescos de la noche. Desde los árboles, los rayos iluminaron los murmullos y algunos primeros cánticos con perfume de bostezo y mate amargo. Llegaba todavía más gente. Ruidos de autos, bocinas y el siempre lejano ulular de alguna sirena de ambulancia. El verde silencio inquieto del campo enorme expresaba su arte de cuadro acabado.
Desde Madrid, el avión había salido puntual. A la derecha del General, viajaba Héctor J. Cámpora, acaso menos tranquilo de lo que aparentaba, entre otros. En horas descendería en el aeropuerto de Ezeiza el líder, tras 18 años de exilio. Esa era la suposición ¿ingenua? Por eso, por ese regreso histórico y definitivo, la manifestación era una fiesta de alegría. Se congregaba allí, en Ezeiza y sus alrededores, un gentío esperanzado en un nuevo comienzo para el país, con expectativa cierta, con espontaneidad, con una candidez cívica que no se volverá a repetir.
Durante la mañana de aquel miércoles 20, se oyeron balaceras, hubo corridas. De pronto, se entonaba el himno nacional, interrumpido por marchas y consignas. Y, de nuevo, tiros. A partir de las 15, el ataque que bajaba desde el palco y desde las arboledas contra los asistentes convirtió la algarabía en un colosal desmán de corridas y gritos. Confusión y desorden, balas y ráfagas de balas cruzan el tiempo. En el piso, el verdor se tiñe y los cuerpos están allí, refugiados con la frente contra el suelo o muertos. Perón no llega. Baja en Morón, enterado de los sucesos.
Lo fundamental se conoce. Estas fotos no son reproducciones de las que ocuparon las tapas de los diarios de aquellos días; son las que fueron desplazadas de las portadas e interiores por una razón inexorable: su simpleza. Las imágenes que han recorrido el relato representan a las mujeres y a los hombres de aquella jornada, pero vistas desde otro ángulo. No son las fotos de los que tiraron ni de las que murieron, no son las de quienes se enfrentaron con violencia, no son las de las víctimas ni de los victimarios. Constituyen, no obstante, el vértice que une a quienes, entre aquellos tumultuosos dos millones de personas, transmutaron su sonrisa en la palidez que produce el pánico o la tristeza. Allí comienza una época y se apaga otra.
El periodista Miguel Bonasso cuenta en La Voluntad que antes de ir a Ezeiza se había cruzado en la Casa Rosada con Oscar García Rey -un funcionario de López Rega-, quien le dijo que ni se gastara en ir al acto de bienvenida porque Perón no iba a llegar nunca a Ezeiza. Hay para quienes las fiestas y las tragedias son asuntos ajenos; las ciencias sociales definen a estos cruciales acontecimientos como fenómenos de discontinuidad histórica. Estas imágenes permiten visualizar la cara de lo inesperado.