lunes 25 de marzo de 2024

Caso Bru: cómo era la vida de la familia antes de la desaparición de Miguel

La familia Bru vino de Pigüé a principios de los 70 y se asentó en Berisso. Aquí un retrato de sus días antes de que los alcanzara la tragedia que cambió todo

Rosa Ester Schonfeld tenía 16 años y ya llevaba un tiempo trabajando como empleada doméstica cuando, en 1966, conoció a Néstor Alberto Bru, que era un año mayor. Ambos vivían en Pigüé, una ciudad del interior bonaerense, cabecera del municipio de Saavedra. Hasta esa zona, casi 600 kilómetros al sur de la ciudad de La Plata, habían llegado sus antepasados alimentando las corrientes migratorias provenientes de Europa.

Al principio se veían esporádicamente pero, poco a poco, la relación fue creciendo. Néstor pasaba buena parte del día en el campo, ayudando a su padre en la cosecha de trigo. Había aprendido algo de mecánica y se las arreglaba para manejar tractores y otras máquinas rurales. Poco tiempo después de haber conseguido trabajo en una empresa contratada por el municipio para hacer la instalación de la red de agua corriente y cloacas, Rosa quedó embarazada y decidieron casarse.

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UN PARTO DIFÍCIL 

Fue una boda alegre y sencilla celebrada en el club del pueblo, el sábado 14 de febrero de 1970. El embarazo transcurrió con normalidad, pero el parto fue largo y complicado; los médicos del hospital municipal Octavio Federico Ducós debieron practicar una cesárea y finalmente Rosa dio a luz a su primer hijo. Miguel Bru nació el 16 de julio de 1970. Como era costumbre extendida por entonces, el primogénito llevaba el mismo nombre que el progenitor; por eso, en el documento figura como Néstor Miguel Bru, aunque siempre lo llamaron Miguel.

Aunque con estrechez, todo parecía marchar sobre rieles hasta que la obra municipal se paró por falta de fondos y la única opción para los Bru fue mudarse a Carhué, en el partido de Adolfo Alsina, a unos 80 kilómetros al norte de Pigüé, donde Néstor se las arregló haciendo perforaciones, reparando molinos y fabricando bebederos para ganado.

Miguel tenía dos años cuando sus padres, convencidos de que en la ciudad tendrían más oportunidades que en el campo, decidieron emigrar de su terruño. Barajaron dos opciones: en Punta Alta conocían a un militar que le había ofrecido al padre de Néstor trabajo para su hijo; por otra parte, un hermano mayor de Rosa había conseguido empleo en la fábrica automotriz Kaicers en la ruta 2 y les escribió diciendo que había más puestos de trabajo por cubrir. A principios de 1972, Néstor viajó a La Plata y a los pocos meses, una vez que ya estaba dentro de la empresa y tenía un lugar donde vivir, lo siguieron Rosa y Miguelito. Se instalaron en Berisso, en un módico departamento en el fondo de la casa de una señora italiana que renegaba mucho con el chico cada vez que pasaba con su karting a pedal y le marcaba el piso de cerámica roja.

En 1974 a Néstor lo despidieron pero al poco tiempo consiguió un trabajo temporal como chofer de colectivo: transportaba obreros a la fábrica Peugeot en El Pato o alumnos a escuelas de la zona. Los fines de semana se hacía unas horas extras llevando turistas a la Basílica de Luján. Tampoco duró. Volvió a las changas: de mecánico a funebrero, hizo de todo. Hasta que terminó, en abril de 1977, ingresando a la policía Bonaerense como agente de la Agrupación Servicios. De aquella época recuerda haber hecho frecuentes viajes a Córdoba conduciendo un colectivo para buscar armas y municiones que, Néstor presume, eran utilizadas para actividades represivas del gobierno militar. El dinero no alcanzaba, así que buscó conchabo como chofer. Primero en la empresa de colectivos Expreso City Bell, conduciendo, todas las tardes, una unidad de la línea 273. Después se pasó a la firma Unión Platense, operadora de la línea 214. De hecho, en algún momento pensó que haciendo algunas horas extras al volante podría dejar la Policía, pero Rosa lo convenció de que la familia no estaba en condiciones de perder la seguridad del empleo y la obra social del Estado.

En 1979 los Bru ya eran una familia numerosa: además de Miguel, habían nacido Guillermo, en 1975; Diana, en 1977 y, aquel año, las mellizas Silvina y Paola. La familia se mudó al barrio Villa Argüello, de Berisso, donde alquilaron una casita en 123 entre 60 y 61 en la que se instalaron el 24 de diciembre. Aquella Navidad creyeron que sus sueños empezaban a cumplirse.

Cuando nació Guillermo, Miguel se volvió irascible. Tenía cuatro años y no le gustaba la nueva presencia en la familia. En cambio, cuando Rosa sufrió una trombosis al nacer Diana, Miguel -que ya tenía siete-, tuvo otra reacción y empezó a ocuparse de buena gana de cuidar a sus hermanos, hacer mandados y tareas hogareñas. Sus padres siempre recuerdan que les enseñó a caminar a las mellizas, que en su media lengua lo habían apodado “Miga”.

Las privaciones se sobrellevaban con decoro en la casa donde un radiograbador destilaba los éxitos de Palito Ortega, que Miguel imitaba a pedido de sus padres en algunas reuniones familiares. Los gustos musicales estaban divididos: a Néstor le encantaba escuchar a Cafrune o a Larralde, mientras que Rosa prefería a Sandro o a Palito. A veces Néstor lo llevaba a Miguel a la empresa de transporte para que lavara los vidrios de los colectivos y se hiciera de unos pesos para sus cosas.

Pero la suerte volvió a cambiar: Néstor perdió su puesto como chofer por problemas en la vista y Rosa tuvo que salir a trabajar como empleada doméstica y a cuidar chicos de vecinos. La pasaron mal; pero sabían de qué se trataba.

DÍSCOLO Y REVOLTOSO

Miguel hizo la primaria en la Escuela N° 2 “Juan Bautista Alberdi” de Berisso. Tenía buenas notas en el boletín y las maestras elogiaban su compañerismo. En el secundario, cursó en el turno tarde de la Escuela Normal Nacional Superior Mixta N° 3 “Almafuerte” de La Plata, a la que ingresó en 1983.

Entre sus compañeros, de típica clase media platense, estaba Alejandro José María Vara, hijo de un abogado penalista que unos años después –como juez– marcaría a fuego a la familia Bru. Las familias de Miguel y de Vara también fueron vecinas por un tiempo. El juez vivía por entonces en Villa Argüello, en un sobrio chalet en 60 y 123, a media cuadra de los Bru. Pero, al poco tiempo de ser designado en la magistratura –en octubre de 1987–, se mudó a un barrio más acomodado, en el Norte de La Plata. Los Bru siempre recuerdan una anécdota: en un cumpleaños de Alejandro, Miguel volcó un vaso de cerveza dentro de una pecera, lo que provocó la ira del ex juez.

En su trayectoria estudiantil Miguel no tuvo grandes problemas con las materias. Así lo atestiguan los registros del Normal N° 3, donde su promedio general ronda los siete puntos. “Era un chico inquieto, lleno de iniciativas, solidario, frontal y afectuoso”, enumera Daniel Dalto, su preceptor de tercer y cuarto año. El colegio posee una fuerte historia de militancia estudiantil. Dos alumnos del establecimiento, Horacio Ungaro y Daniel Racero, fueron secuestrados el 16 de septiembre de 1976, durante el operativo conocido como “La Noche de los Lápices”. En 2008, al conmemorarse 32 años de aquel acontecimiento, en la escuela se descubrió una placa con los nombres de una decena de ex alumnos desaparecidos o asesinados por la dictadura a los que se sumó el de “Miguel Bru, desaparecido en democracia”.

En el secundario, el punto débil de Miguel fue la conducta: díscolo y revoltoso, estaba bajo la lupa de los directivos. Era septiembre de 1987 cuando un impensado episodio lo dejó súbitamente sin diploma. En medio de una acalorada discusión, una de sus compañeras lo trató de “villero” y Miguel reaccionó con bronca lanzándole un borrador que dio en la cabeza de la chica y le hizo perder el conocimiento. No era la primera fechoría de Bru y las autoridades no soportaron el airado planteo del padre de la alumna agredida, que exigió la inmediata exoneración. Perdió el año faltando solo dos meses para egresar. Néstor no se apiadó y lo echó de la casa.

Las disputas entre padre e hijo venían creciendo en los últimos tiempos y el carácter indócil de Miguel había alterado la relación. Más contemplativa, Rosa intentaba recomponer el vínculo y, mientras tanto, a escondidas, le preparaba la comida y le lavaba la ropa; también se aseguraba de que el chico tuviera refugio en alguna casa vecina. También le consiguió un pase y, al año siguiente, Miguel pudo terminar el bachillerato en el turno noche del Normal N° 2 “Benito Lynch”.

A principios de 1988, Miguel le adelantó a sus padres que, cuando terminara la secundaria, pensaba estudiar periodismo en la universidad. Rosa no pudo contener el llanto; siempre había soñado con tener un hijo profesional. En diciembre de ese año se inscribió en la Escuela Superior de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata, donde comenzó a cursar a principios del año siguiente.

El mundo universitario lo deslumbró. Le gustaban las clases pero más le atraía el latido de los pasillos de la Escuela de Periodismo, donde a cada paso despuntaba un nuevo encuentro, una nueva celebración. 

En 1989 Néstor revistaba en la comisaría Décimoprimera de Ringuelet. Paradojas de la vida, en Ringuelet tuvo como compañero al por entonces cabo Justo José López, luego condenado por el crimen de Miguel. 

A principios de ese año los Bru se instalaron en un terreno en Villa Argüello, donde habían logrado levantar una casilla de madera y techo de chapas gracias a un préstamo de la mutual policial y la ayuda de algunos vecinos. Un año después Néstor consiguió el pase a la Cuarta de Berisso, que quedaba a cuatro cuadras de su nueva casa. Para contribuir con la economía familiar Rosa empezó a vender ollas Essen a domicilio.

Miga heredó de su padre y de su tía madrina, María, la pasión por Boca. En la adolescencia se volvió fanático y empezó a ir a la cancha, cuando conseguía reunir el dinero necesario. Además de ver fútbol, a Miguel le gustaba jugarlo. Era ligero y pícaro. En los campeonatos organizados en la Escuela de Periodismo participó en un equipo cuya mayor virtud era la confraternidad entre sus integrantes: “La resaca de Fiorito”.

LA CASA DE 69

Tras un período de cierta armonía, los encontronazos entre Néstor y Miguel recrudecieron. Rosa sufrió como nadie esas desavenencias. Para evitar deteriorar aún más la tirante relación con su padre, hacia fines de 1991, Miguel se fue yendo de a poco de la casa familiar. Primero estuvo unos meses en un monoambiente en 62 y 118, que compartía con sus compañeros de la Escuela de Periodismo, Adrián Santamaría y Enrique Oscar “Quique” Núñez.

Tiempo más tarde, con Quique y otros amigos detectaron una casa frente al Policlínico, en el corazón del barrio El Mondongo. La casa de 69 N° 281, entre 1 y 115, era una casa tomada. Tiempo antes, el lugar había sido copado por un contingente de peruanos que lo había dejado abandonado. Así quedó, a expensas de intrusos que pasaban alguna noche y se iban llevando apliques, picaportes y todo lo que podían saquear. Los primeros en instalarse, a mediados de 1992, fueron Carlos “Chino” Vázquez y Jorge Antonio “El Mono” Barrera, dos jóvenes que integraban un grupo de punks que se reunía cerca de allí y que solían juntarse con Miguel y sus compañeros de la universidad.

La propiedad había quedado desatendida en medio de un enjambre judicial que incluía un juicio por desalojo emprendido a través del Juzgado en lo Civil y Comercial N° 27 por la curaduría de la Suprema Corte de Justicia en nombre del propietario del inmueble, Juan José Nessi, un hombre que estaba internado en un instituto neuropsiquiátrico con diagnóstico de alienación mental. En algún momento, Bru gestionó mediante el curador un permiso para habitar el inmueble, pero nunca pudo completar aquel trámite. Miguel y sus amigos se habían comprometido a restablecer los servicios y hacer otras mejoras en la vivienda.

La casa de 69 era un sitio de puertas abiertas, por eso rápidamente se convirtió en un centro de reuniones de todo tipo y a toda hora. No pasó mucho tiempo para que Miguel se erigiera en una suerte de líder y a la vez nexo entre los distintos grupos que pasaban por el lugar. Si bien Miguel seguía visitando con regularidad su casa en Villa Argüello, donde cada tanto disfrutaba del amparo hogareño de una buena comida en familia, poco a poco iba buscando más independencia. Cada tanto limpiaba vidrios en algunos edificios del centro platense para lo que sus padres le habían comprado los elementos necesarios.

Alguna fugaz temporada también trabajó de mozo en La linterna, uno de los restaurantes más antiguos de la ciudad; cortó el pasto y fue cadete en una financiera donde pidió el primer sueldo por adelantado para hacerles un regalo a sus padres: entradas para ver al cantante español Dyango, y un tapado para su mamá. En otra ocasión, había juntado unos pesos por limpiar un terreno grande y cumplió una promesa que tenía con su hermana Diana: le obsequió un potrillo para su cumpleaños de quince.

Miga era un pibe contestatario, no lo contenía ningún partido ni agrupación; no obstante, había adquirido una clara conciencia política y declamaba una posición antisistema cercana a un anarquismo más práctico que dogmático. Sus posturas incluían una clara repulsión hacia las fuerzas armadas y de seguridad y una defensa irrestricta de la vigencia de los derechos humanos.

A todos lados Miguel iba en bicicleta y acompañado de sus perros Magui y Dago.  Era común que llevara las mascotas hasta dentro del aula cuando cursaba la Escuela de Periodismo. En sus estudios no fue un alumno ejemplar ni dedicado; más bien lo que caracterizó su incursión universitaria fue la inconstancia. Rindió algunos exámenes y recursó varias materias.

Con una cámara prestada para hacer un trabajo práctico para la Escuela de Periodismo de la UNLP se filmaron las únicas imágenes en movimiento que existen de Miguel, registradas en una cinta VHS. Llevaba puesta una remera blanca con la inscripción “Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota”, una gorra y un pañuelo anudado al cuello. Fumaba, sonreía y jugaba con una de sus hermanas y varios amigos en la casa de Villa Argüello.

En la facultad Miguel también halló una novia, aunque el término no sirva para explicar acabadamente la relación que lo unía a Carolina Soledad Villanueva Garrido. Era hija de una militante de la izquierda chilena que decidió exiliarse tras el golpe de Estado que terminó con la vida de Salvador Allende y terminó por radicarse en Mar del Plata. En 1990 Carolina se mudó a La Plata para estudiar periodismo. A mediados de 1990, en una peña realizada en el pasillo central de la Escuela de Periodismo, Carolina le apostó a Quique Núñez una cerveza: aquella noche terminaría enredada con Miguel. Su audacia tuvo doble premio. Igual la relación creció a fuego lento, y cuando pareció que se había profundizado, en 1992, Carolina abandonó sus estudios y se volvió a vivir a Mar del Plata. De todas formas el vínculo prosiguió a la distancia.

A Miga le tiraba la calle. Ahí se sentía en su hábitat. Interactuaba con cualquiera y desplegaba su solidaridad. Solía rescatar todo tipo de habitantes de la calle: homeless, quebrados, linyeras, chicos desamparados a los que ofrecía su hospitalidad. Rosa cuenta que Miguel más de una vez se apareció con pibes que encontraba en la calle a los que, aunque los hubiera conocido ese mismo día, consideraba amigos. 

La casa de 69 era un espacio variopinto donde confluían universitarios del interior con pocos recursos, militantes políticos de distintas fuerzas, en especial de izquierda y artistas marginales y, sobre todo, jóvenes y lúmpenes enrolados en las movidas punk y rollinga. Era, en definitiva, un espacio abierto que congregaba a grupos de jóvenes, muchos de ellos marginales, donde el consumo de alcohol y drogas no estaba ausente. Las fiestas, que a veces se extendían a los alrededores, provocaban las quejas de los vecinos y fueron el punto de partida de los choques con la Policía.

Miga no había tenido formación musical, pero su sensibilidad y las horas que pasaba en la casa lo fueron acercando a ese mundo. Admiraba, por sobre todo, a los Rolling Stones, aunque también era seguidor de Sumo, Patricio Rey y Sex Pistols. Solía ir a la Capital para ver recitales, aunque muchas veces solo se contentaba con escucharlos desde afuera porque no le alcanzaba para pagar la entrada. Un poco jugando a imitar a sus ídolos Mick Jagger y Sid Vicious, empezó a cantar con el Chino y su hermano, Marcelo Vázquez, apodado “Choza”, que era guitarrista. Luego se sumó Charly Ríos, que tocaba el bajo y trajo a un amigo suyo guitarrista y compositor, José Fraire De la Cuadra. Ríos y Fraire se conocían de antes, ambos pertenecían a familias de militantes políticos que habían sido diezmadas por la dictadura. José, que compuso algunas letras junto a Miguel, había sufrido el exilio siendo pequeño, y aquella experiencia terminó por darle nombre al grupo en formación: Chempes 69. Es que, en la primera etapa de su huida del horror de la represión, los Fraire De la Cuadra vivieron un tiempo en Brasil, donde a José y a su hermano menor, Guillermo, solían decirles Kempes, por el goleador argentino del Mundial de 1978, Mario Alberto Kempes. Luego, cuando recalaron en Suecia, emparentaron el vocablo kämpe, que significa luchador o guerrero, con el nombre del futbolista al que llamaban “El Matador”. Tanto en la fonética brasileña como en la sueca sonaba “Chempes”, y a Guillermo le quedó como sobrenombre.

Casi espontáneamente surgió Chempes 69 como nombre para la banda: Eran los guerreros de la calle 69. El estilo era un rock muy básico, duro, con un fuerte sesgo punk. 

A medida que se entusiasmaba con cantar en la banda, Miguel iba dejando de lado sus estudios de periodismo. Al punto que en 1993 ya no concurrió a las cursadas.

Chempes 69 Apenas tuvo un puñado de presentaciones; la última fue en el boliche Zeppelin, en el trágico invierno de 1993. Una foto de aquel concierto muestra a Miguel rapado y con una campera de gamuza que usaba tanto que parecía tenerla adherida al cuerpo. Aquella noche lograron juntar unas cien personas en un pogo encendido con aquel estribillo que decía: “¡Hay que matar al presidente!”.

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