cientos-de-personas-mayoritariamente-jovenes-VX772TX6KRC23EQCGQYVHLXE4Y.jpeg
9 de mayo de 2005, la última vez en que Sabato visitó en La Plata para ser homenajeado en el Colegio Nacional.
El cuerpo docente estaba integrado por profesionales y académicos de fuste, entre los que sobresalían el poeta modernista Rafael Alberto Arrieta; el jurista y prominente dirigente del socialismo, Carlos Sánchez Viamonte; Narciso Binayán Pérez, titular de la Sociedad de Historia Argentina, y el poeta cordobés Arturo Capdevila, que para entonces ya había obtenido en dos oportunidades el Premio Nacional de Literatura. Además, en el marco de una ampliación del plantel docente por la actualización del currículo, se habían sumado el egiptólogo Abraham Rosenvasser, que años más tarde dirigiría una importante misión en los que fueran los restos del faraón egipcio Ramsés II, en Sudán; el arqueólogo Fernando Márquez Miranda, fundador de la Sociedad Argentina de Antropología, y los profesores de Educación Física Arturo y Benigno Rodríguez Jurado. La nómina de maestros recién incorporados incluía al escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña y al polifacético pensador Ezequiel Martínez Estrada, dos figuras que, a partir de entonces, desplegaron una larga y fructífera trayectoria en la institución, en la que dejaron una huella imborrable y con los que Sabato trabó una amistad entrañable y duradera.
La lectura era un elemento central en el proceso de aprendizaje en el Nacional de La Plata. Al cabo de los cinco años de cursada los estudiantes habían leído de Shakespeare a Cervantes y de Dickens a Stevenson y Verne, pasando por la obra de autores hispánicos, como Domingo Faustino Sarmiento, Miguel de Unamuno o José Esteban Echeverría. En las clases de Filosofía se recorría la historia de las ideas desde Aristóteles y Platón hasta Immanuel Kant, Nietzsche y Spinoza. Aquella sólida base en la formación media forjó no solo al Sabato escritor, sino también al pensador y político.
Desarraigo y descubrimientos
La adaptación a su nueva vida de estudiante no fue sencilla. Extrañaba a su madre y sufría intensamente el desarraigo. Lo imponente del edificio del Colegio Nacional, la prestancia distinguida de sus docentes y el roce con chicos desconocidos que le enrostraban con crueldad su origen pueblerino profundizaron su carácter retraído. Le habían puesto el mote de “payucano”, que designaba despectivamente a los que, como él, venían del campo. Se sentía torpe, mal vestido ajeno a todo lo que lo rodeaba. Pasó esos primeros tiempos llorando por las noches, embargado por una sensación de soledad infinita.
El joven Ernesto arrancó sus estudios con un rendimiento sobresaliente que mantuvo a lo largo de toda su formación. En primer año tuvo su mejor performance en Dibujo (su boletín de calificaciones registra un 10 en esa materia), mientras que su nota más baja fue en Castellano (8), con Henríquez Ureña, quien tendría una incidencia clave en el impulso de la carrera literaria de Sabato. El escritor centroamericano ostentaba una cultura vastísima. En sus clases sobre gramática echaba mano a los versos del poeta español Luis de Góngora y Argote para enseñar la morfología y estructura de las palabras y sus accidentes y analizar el modo en que se combinan en las oraciones. “Donde termina la gramática, empieza el gran arte”, repetía. Sabato solía recordar agradecido haberse acercado, con sus orientaciones extracurriculares, a las historias de aventuras de escritores como Salgari o Verne, que leía con fruición en una biblioteca que había en el barrio de la pensión. A través de Henríquez Ureña también descubrió a exponentes de la literatura rusa como Andréiev, Dostoievski o Tolstoi, que se transformaron en sus preferidos, pese a que, generalmente, tuvo que resignarse a ediciones baratas de pésima traducción.
Pero mucho antes de encauzar su vocación por las letras, Ernesto atravesaría un estadio de fascinación con las ciencias duras, especialmente, con las matemáticas. El disparador fue la primera clase del profesor Edelmiro Calvo, un prestigioso docente de destacada actuación en los días intensos en que se gestó la Reforma Universitaria. Su presencia en el aula infundía respeto y admiración. Calvo estaba convencido de que la mejor manera de entusiasmar a sus alumnos e introducirlos al árido estudio de las matemáticas en las primeras clases era mediante la demostración de alguno de los teoremas básicos de la geometría. A través de la exposición sencilla de proposiciones en base a figuras lograba que los estudiantes sintieran una excitante sorpresa y cierta perplejidad ante la existencia de un procedimiento certero para arribar a un resultado exacto e incontrastable.
El encuentro con la ciencia y su exactitud lo condujo a una suerte de refugio para su constante estado de angustia. A esa tabla de salvación se aferró en medio del océano bravío que eran sus días. Ese orden diáfano y perfecto, opuesto al mundo oscuro y opresivo de sus tribulaciones, terminó por definir la orientación de sus estudios superiores. El esfuerzo y la dedicación que volcó a las matemáticas hicieron que su desempeño fuera superlativo, algo que, inesperadamente, le sirvió para ganarse un lugar entre sus compañeros, que admiraban su capacidad e inteligencia.
Vínculo con Estudiantes
Mientras tanto, seguía amparándose en la guía de su hermano mayor. Juan obligaba a Ernesto a hacer ejercicios de gimnasia sueca todas las mañanas para fortalecer el cuerpo y mejorar la postura. Era un fanático de los deportes; fue un destacado jugador de básquet en el por entonces Club Atlético Estudiantes, de cuyo equipo de fútbol era un ferviente simpatizante. Pronto logró convertir a Ernesto a esa religión, que con los años se transformó en una marca distintiva de buena parte de la familia. Según las constancias que se conservan en el museo de la entidad, Ernesto Sabato (ficha de afiliación 2852) se hizo socio de Estudiantes en 1925, el mismo año en que llegó a la ciudad.
FICHASABATO.jpg
Ficha rellenada por Sabato para hacerse socio de Estudiantes en 1925.
Si bien nunca fue lo que se dice un gran deportista, más de una vez el escritor contó que en su época de estudiante había incursionado en las lides del rugby, guiado por los hermanos Rodríguez Jurado; también hizo lanzamiento de jabalina y hasta practicó boxeo con Julio Mocoroa, un púgil al que la prensa apodaba “Bulldog” y que llegó a disputar el título argentino en la categoría livianos.
Un ejemplo del clima de camaradería que se vivía entre alumnos y profesores del colegio eran los animados partidos de pelota que organizaba el por entonces vicerrector Luis María Bergez, en los que Ernesto llegó a participar. Alguna vez, al recordar aquellas contiendas deportivas, las vinculó con los problemas de visión que lo afectarían severamente en el último tramo de su vida. “Estaba yo en segundo de secundaria cuando me dieron un pelotazo en el ojo izquierdo. Desde entonces he ido cada vez peor con esto del ojo”, señaló durante una visita al País Vasco en 1982.
Pero Ernesto también jugaba al fútbol y tuvo su fama como aguerrido zaguero. Según comentó su sobrino Juan Carlos Sabato –hijo de Juan, recientemente fallecido–, además de jugar en los torneos del Nacional, su tío llegó a probarse en la denominada “cuarta especial” del club Estudiantes, una suerte de reserva formada por jóvenes que aspiraban a ingresar a los planteles oficiales. Su vínculo con el mundo “pincharrata” ya forma parte de la historia y las leyendas de la institución, que en su página web recuerda con orgullo cuando Sabato “probó suerte en las divisiones inferiores”.
El escritor rememoró esa época muchos años después ante el periodista Eduardo Verona, de la revista El Gráfico. “Jugaba bastante bien. No rechazaba la pelota a cualquier parte. No era un chambón. Era aceptable, pero tuve que dejar. No podía cabecear bien, porque fui el penúltimo chico de once hijos varones y nací medio descalcificado. Tenía la mollera un poco blanda. Y un defensor no puede darse el lujo de no cabecear”, dijo. Consultado sobre si era cierto que tenía un carácter violento dentro de la cancha, respondió: “Sí, muy violento. Yo era de Estudiantes y pegaba mucho y hasta me agarraba a las trompadas con los de Gimnasia. Hoy no hubiera durado demasiado en las canchas, teniendo en cuenta cómo se manejan los árbitros con la amarilla y la roja. ¿Sabe cómo me decían? ‘Rompecanillas’, pero no lo digo esto como una virtud; de ninguna manera. Era un gran defecto”.
Ernesto Sabato Pincharrata_2.jpg
El 5 de diciembre de 2004, Sabato en la cancha de Estudiantes en la unica ocasion que posó con una camiseta puesta del Pincha.
A fines de la década de los 20, en Estudiantes se destacó una delantera mítica en la historia del fútbol nacional, a la que llamaron “Los Profesores” porque se decía que daban cátedra dentro del campo de juego. Fue la época en que Sabato concurría a la cancha entusiasmado por ver aquel equipo en el que descollaron, entre otros, Miguel Ángel Lauri, Alberto Máximo Zozaya y Manuel “Nolo” Ferreira.
Incursión anarquista
Su rendimiento en los primeros dos años del colegio fue tan bueno que en el tercero adelantó un año al rendir todas las materias como alumno libre. Entre diciembre de 1926 y marzo del año siguiente aprobó las nueve asignaturas correspondientes. En paralelo, tomó durante tres años cursos de inglés en la escuela de Lenguas Vivas.
A medida que fue creciendo, sus intereses comenzaron a mutar. Se hizo habitué de las estudiantinas que se organizaban en el Bosque y de las funciones del Cine América. Una de las cosas que lo encandilaron por entonces fue el ajedrez. Leía libros sobre estrategia para afrontar las partidas y jugaba a toda hora; hasta llegó a coronarse campeón en un torneo organizado en el colegio. En esa época tuvo un mayor acercamiento a Martínez Estrada, a quien no había tenido como profesor pero lo unía la afición por ese deporte. Permeable a los drásticos cambios de timón, sin embargo, Ernesto abandonó el ajedrez de un día para otro, alegando que era “una enorme estupidez” y llegando a considerarlo, incluso, pernicioso porque “despierta vanidad y rencores”.
En aquella época, la impronta de la Reforma Universitaria lo impregnaba todo. Por entonces, su hermano Juan –constante referencia para Ernesto– estaba inmerso en los grupos que bregaban desde la FULP por la aplicación efectiva de los cambios propuestos en Córdoba en 1918. No era inusual que, en su compañía, Ernesto asistiera a reuniones en las que estaban los principales activistas de la universidad. Así fue empezando a interesarse por la política y poco a poco asumió una actitud de fuerte compromiso social.
Desde hacía tiempo, la protesta en repudio por la condena a pena de muerte dictada por la justicia del Estado de Massachusetts contra los inmigrantes italianos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, acusados por un violento robo a una financiera en el que fueron asesinadas dos personas, recorría el mundo. El caso revitalizó el activismo anarquista en el ámbito estudiantil platense. Cuando, el 23 de agosto de 1927, se produjo finalmente la ejecución, Sabato se sumó a una fuerte huelga de estudiantes que incluyó diversas actividades callejeras de las que también participaron docentes, entre ellos uno de sus profesores más apreciados: el físico, matemático y astrónomo Enrique Loedel Palumbo, uno de los primeros científicos de Latinoamérica en escribir sobre la relatividad. Como había nacido en Montevideo, durante algún tiempo lo llamaron “el Einstein uruguayo”. Cultivaba la filosofía y la poesía y era, además, un ferviente anarquista.
Ernesto promediaba la secundaria cuando comenzó a sentirse atraído por las ideas libertarias, a las que se fue acercando guiado por referentes como el propio Loedel Palumbo o el pedagogo José María Lunazzi. En los mítines políticos a los que empezó a asistir se mezclaban el repudio a los abusos patronales y al sesgo considerado antiobrero de los gobiernos radicales con la condena al fascismo italiano y el intervencionismo estadounidense en Centroamérica. Contagiado del coraje y la entrega de figuras casi legendarias como Rodolfo González Pacheco o Severino Di Giovanni, a quien conoció en el centro literario El Ateneo, comenzó a participar en diversas tareas de agitación que años después llegó a calificar como verdaderos actos de terrorismo.
Estudiante de Física
A fines de 1928 Ernesto completó el secundario y obtuvo el diploma de bachiller con un promedio de 9,20, uno de los mejores de su promoción. “Aquella fue la época más feliz de mi vida. Quizás la única en que fui feliz”, aseguró en cierta ocasión, al rememorar los años de la secundaria.
Tenía diecisiete años cuando, el 4 de marzo de 1929, inauguró el legajo de alumno N° 2837 al formalizar su inscripción para cursar el primer año en la Facultad de Ciencias Físico Matemáticas. Al día siguiente pidió en el Colegio Nacional un certificado analítico con un resumen de las notas de todos los años para acogerse a la normativa vigente que estipulaba la excepción del pago de aranceles a los alumnos con mejores promedios.
La escasa cantidad de alumnos en los cursos de grado generaba un trato cercano, casi familiar, de parte de docentes de gran reputación, muchos de ellos verdaderos precursores en la historia de la física y la astronomía, como el ya citado Loedel Palumbo, los hermanos Teófilo y Héctor Benito Isnardi, Ramón Godofredo Loyarte o José Bernardo Collo, quien dirigió el Departamento de Física durante casi cuarenta años.
En la etapa final de sus estudios secundarios, Sabato había sentido el impulso de comenzar a escribir. Desde su llegada a La Plata lo hizo secretamente, durante las noches, cuidándose de que nadie lo descubriera. Su máxima osadía fue participar, usando pseudónimo, de una publicación estudiantil cuyos números se perdieron en la borrasca del olvido. Allí publicó un relato sarcástico sobre las desventuras de un rey imaginario. Cuando ingresó a la facultad mantuvo esa inclinación, pero tuvo que extremar los recaudos: no estaba bien visto en el ambiente académico en el que ahora se movía que un hombre de ciencia perdiera su tiempo con la literatura.
Para entonces ya se había producido la llegada a La Plata de Arturo, su hermano menor, que, siguiendo sus pasos, cursó el bachillerato en el Nacional. Entre tanto, Juan se había recibido e iniciado una experiencia de posgrado en la Universidad Técnica de Dresde, Alemania, donde viviría durante varios años perfeccionándose en ingeniería eléctrica. Entonces, algunos de sus escritos secretos, que solo se había atrevido a compartir con Juan, viajaban por correo a suelo teutón. En ese momento, los padres de Ernesto, Francisco y Juana, decidieron mudarse a La Plata con varios de los hermanos. Solo dos permanecieron en Rojas. Durante un tiempo vivieron en una casa ubicada en 60 entre 5 y 6. Años más tarde los Sabato construyeron una vivienda en 3 entre 65 y 66, que habitaron hasta el fin de sus días. Los Sabato se hicieron platenses.
Militancia comunista
Por entonces, el modelo de la revolución socialista rusa prendía con fuerza entre los sectores obreros y los jóvenes estudiantes universitarios. El primer paso del joven Sabato hacia el marxismo consistió en su adhesión al flamante Partido Universitario de Izquierda (PUI), una agrupación conformada en la UNLP que intentó cohesionar a las diferentes vertientes de la izquierda en un frente estudiantil. No obstante, el sector en el que estaba Sabato emigró rápidamente al Partido Comunista Argentino (PCA).
Pese a que varios investigadores intentaron rastrear las huellas de su militancia comunista, no se cuenta con datos certeros. Así y todo, se estima que Sabato habría formalizado su afiliación a la Federación Juvenil Comunista (FJC) durante 1929. El principal obstáculo para certificar los detalles de su incorporación efectiva a la FJC radica en que esta se produjo en simultáneo con el momento de mayor hostigamiento gubernamental hacia esa fuerza política, lo que provocó el pase a la clandestinidad de sus militantes más comprometidos.
El escenario se complicó aún más cuando, el 6 de septiembre de 1930, el teniente general José Félix Uriburu derrocó a Yrigoyen, inaugurando un ciclo de inestabilidad política que se prolongaría por más de medio siglo. Uriburu lanzó una furibunda represión contra los grupos disidentes considerados “elementos nocivos para el orden público”, entre los que se incluía a radicales, comunistas, socialistas y anarquistas, a los que sometió a persecuciones y arrestos arbitrarios.
Ernesto, que por entonces había adoptado el apodo de “Ferri”, sintió en carne propia aquel asedio. Un día el departamento donde se hallaba escondido fue sorpresivamente allanado y tuvo que huir saltando por una ventana hacia el techo de una casa lindera. En 1931 Sabato participó del relanzamiento de Insurrexit, un grupo estudiantil con fuerte respaldo de la intelectualidad del Partido Comunista que había nacido en 1919 como primer nucleamiento estudiantil de izquierda con impronta libertaria, y que había durado dos años. En esta nueva encarnación, aglutinó a destacados referentes del marxismo vernáculo y operó como cantera de nuevos militantes, muchos de los cuales ingresaban a sus filas sin tener filiación comunista. Su líder más visible fue Héctor Pablo Agosti, por entonces estudiante en la carrera de Filosofía y Letras de la UBA. Insurrexit llegó a tener terminales en La Plata, Córdoba, Santa Fe y Tucumán. Entre sus militantes platenses estaban los hermanos Saúl y Carlos Serafín Bianchi, Néstor Jáuregui, Félix Aguilar, José Katz y Emilio Simón Gershanik, en su mayoría provenientes del anarquismo, como el propio Sabato. También formaron parte de la agrupación su hermano Arturo –que llegó a liderar al grupo en La Plata– y sus grandes compañeros de entonces, Miguel Itzigsohn y Rogelio Frigerio, que en esa época estudiaba derecho y expresaba su simpatía por el trotskismo. Itzigsohn fue una de las primeras personas con quienes Sabato compartió sus escritos secretos. Juntos se divertían con un perro de la calle al que bautizaron “Margotín” y al que luego transformaron en un personaje llamado el “doctor Margotín”, artífice del particular “humor margotínico” y protagonista de inéditas y disparatadas historias. Ese perro aparecería mencionado en su libro Uno y el Universo. Con su participación en Insurrexit, Sabato empezó a alejarse paulatinamente de la rutina estudiantil en las aulas.
Fue entonces que comenzó a publicar artículos en la revista Claridad, del editor español Antonio Zamora, que daba cabida a distintas expresiones de la izquierda y en la que también escribían Agosti y Frigerio, entre otros miembros de Insurrexit. En su primera producción, aparecida en abril de 1931 y titulada “Ciencia e Iglesia”, abordó el lanzamiento de Radio Vaticano, inaugurada en febrero de ese año por el papa Pío XI. En el texto, cargado de ironía y cuestionamientos hacia la Iglesia, Sabato planteó que aquella apelación a los avances tecnológicos conseguidos por el hombre resultaba solo admisible ante un Dios caído en desgracia y representaba un “inusitado y sacrílego reconocimiento de la superioridad humana”. A este artículo le siguieron otros cuyo denominador común fue la denostación del reformismo universitario y, como contracara, la exaltación de los ideales del comunismo y, sobre todo, de las virtudes de la agrupación Insurrexit como faro revolucionario.
Política y romance
En 1933, en medio de aquel difícil trance para los militantes de izquierda, Ernesto Sabato, con 22 años, fue designado secretario general de la Federación Juvenil Comunista; en agosto de ese mismo año, asumió como delegado de esa fuerza en la FUA, un cargo que lo llevó a recorrer el país. La vida clandestina, con nombres cambiados, permanentes viajes y mudanzas inesperadas, lo llevó a interrumpir por completo sus estudios. Así, comenzó a dictar en La Plata unos cursillos en los que combinaba los postulados teóricos del marxismo-leninismo con una inflamada épica bolchevique y que, a veces, ofrecía en aulas vacías de la facultad, bares o casas de conocidos.
A una de esas reuniones, realizada en la casa de Hilda Schiller, hija del profesor alemán Walter Schiller, jefe de la Sección de Mineralogía y Geología en el Museo de Ciencias Naturales, asistió Matilde Kusminsky Richter, una adolescente que aún cursaba el secundario en el Liceo de Señoritas. Ernesto y Matilde se enamoraron perdidamente y comenzaron una relación tormentosa que, con sus bemoles, los mantendría juntos durante más de sesenta años.
Los inicios de aquel romance no fueron sencillos. Matilde había nacido en Lomas de Zamora el 22 de enero de 1916 en el seno de una familia judía de origen ruso que había llegado a la Argentina huyendo del horror de los pogromos y que, años más tarde, se había mudado a La Plata, donde instaló una de las más importantes peleterías de la ciudad. Había quedado huérfana de su padre desde pequeña y había sido criada siguiendo las tradiciones religiosas. Aunque de espíritu abierto y rebelde, vivía bajo los preceptos de la ortodoxia y sus parientes, entre los que había varios rabinos, jamás habrían admitido que mantuviera una relación con un goy.
Algunos amigos de la pareja, entre ellos los hermanos Miguel y Sara Itzigsohn, que eran miembros de la colectividad, contribuyeron con diferentes artimañas a burlar el control familiar. Un día, sin más, Matilde salió de su casa con lo puesto y no regresó. Itzigsohn la había llevado a escondidas a una pensión sobre la calle Potosí, en Buenos Aires, donde se refugió junto a Ernesto. En un primer momento, sus parientes denunciaron un secuestro y durante unos meses los buscó la policía; luego de un tiempo, enterados de que se trataba de una huida voluntaria, los Kusminsky renegaron de Matilde y solo retomaron el contacto varios años después, cuando ya había formalizado su vínculo con Sabato.
(*) El presente texto es un extracto del libro Sabato. El escritor metafisico de Sandra Di Luca y Pablo Morosi (Editorial Marea 2021)