Lomas de la Ensenada, 19 de noviembre de 1882
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Lomas de la Ensenada, 19 de noviembre de 1882
A unos metros, Dardo Rocha hablaba de progreso, de unidad y de futuro, pero él estaba en su mundo. Sacaba cuentas. Hacía meses que fatigaba las matemáticas, la geometría y los presupuestos, desde que se levantaba con el alba y hasta pasada la medianoche. «Peones, harán falta muchos más peones…», se dijo a sí mismo Pedro Benoit.
Caía la noche sobre la barraca de madera, montada entre los sembradíos de maíz, y celebraban con una cena de gala el cierre de un domingo que había registrado contratiempos, aunque a esa altura daba igual. Habían logrado el objetivo.
Alcanzó a balbucear un «gracias» mientras le servían la sopa de tortuga tiernizada al vino. «Al menos esto no se ha estropeado», pensó, «pero Piaggio lo lamentará…». Su mirada permanecía clavada en una de las velas que ordenó traer a las apuradas del pueblo de la Ensenada para colocar sobre picos de botellas vacías. El faro eléctrico de Ernesto Piaggio dejaba mucho que desear. «Ni que estuviéramos en un piringundín».
Todo parecía marchar bien. Los trescientos invitados —cada uno con una medalla de oro o de plata que él había ordenado acuñar— alzaban las copas en honor del gobernador y en aras del desarrollo que La Plata prometía encarnar. «Ni Rivadavia, como propuso Carlitos Pellegrini, ni Nueva Buenos Aires, como pretendía Rocha. Al final se llamó La Plata», repasó Benoit, «como quiso Hernández». Pensar en «el Gringo» Pellegrini y en José Hernández lo llevó a fruncir el entrecejo. «Uno faltó a la ceremonia y al otro, que va a reventar si sigue comiendo así, se le echó a perder el asado… Compramos doscientas reses y cuatrocientos capones, pero el pueblo se quedó sin comer», repasó, mientras le retiraban la sopa, a medio tomar, y le servían un pejerrey a la tártara.
Como cada vez que afrontaba algún escollo, Benoit se obligó a buscar el lado menos malo de las cosas, tal como le había enseñado su padre. Pasó revista: «El presidente Roca tampoco vino, pero mandó a su hermano Ataliva y al canciller Victorino de la Plaza. Chocaron dos trenes por la mañana, pero el servicio del Decauville no se interrumpió. Y Ciambra no será como don Antonio, pero es cumplidor», se consoló.
Hacía once años que don Antonio Ayerbe había muerto, víctima de la epidemia de fiebre amarilla que juntos habían combatido en Buenos Aires, pero Benoit todavía extrañaba a su maestro albañil. Su padre y él habían sido sus guías en el arte de la construcción y no los olvidaba. «Ojalá estuvieran acá para lo que se viene».
En los días previos a la ceremonia, Benoit había tomado en sus manos la organización, mientras a la vez daba los últimos retoques a los planos de la urbe. Solo delegó unas pocas tareas, como el cavado del pozo de cuatro metros de largo por tres de ancho y tres de profundidad. Allí colocarían la piedra fundacional de la ciudad junto a una redoma de la cristalería Rigolleau que contendría las medallas masónicas, un puñado de cartas y botellas de vino. El acta reposaría durante un siglo dentro de ese cofre de cristal, dentro de una urna de plomo, dentro de una caja de piedra. Obsesiones, para algunos; resguardos, según él, de la hermandad que lo ayudaba a mejorar cada día.
«De Antonio Ayerbe a Antonio Ciambra», sonrió Benoit para sí. La apuesta le había salido bien. Ciambra había cavado el pozo junto con un correntino, un albanés y un catalán, bajo el sol ardiente. Pasaron tal calor allí que en un momento Ciambra comenzó a sangrar por la nariz y los tres compañeros, asustados, le arrojaron baldes y más baldes de agua para recuperarlo. «Estuvo bravo, don Pedro», se había limitado a informarle después, con rastros de sangre en la ropa. «Ciambra cumplió y no es poco. Podré apoyarme en él», sopesó.
De pronto, se descubrió jugando con un tenedor de plata, cuyas puntas clavaba en la yema del índice. Levantó la vista. A la distancia, Rocha lo miraba desde la mesa central enmarcada por el escudo nacional y seis banderas argentinas. Le pareció, incluso, que asentía. Fue un movimiento breve de la cabeza, apenas perceptible, antes de retomar la conversación con un invitado.
¿Qué había dicho Rocha esa tarde? No lograba recordarlo, entonces extrajo la copia del discurso de un bolsillo de la chaqueta. Leyó. Una frase en particular se acomodaba a sus planes: «Atraeremos a nosotros los desgraciados de otros pueblos para participar de nuestras abundancias, aumentando a su vez nuestra riqueza y ayudándonos a cumplir la misión que a todo pueblo que dura le reserva la historia».
—Tráigame una copa de ese licor que mandé comprar —ordenó, y rechazó el Charlotte ruso que le ofrecía un camarero, vestido como él había dispuesto para la ocasión—. Del Chartreuse, por favor.
—Deliciosa decisión, don Pedro. Que sean dos, por favor. Miró a Tomás Bradley, que acababa de sentarse a su lado. «¿O será Thomas?», dudó. Hijo de estadounidenses, había peleado en la Guerra del Paraguay con Rocha, quien desde la gobernación lo contrató como fotógrafo.
—Creo que las fotos de esta tarde saldrán magníficas, con el Octavo de Infantería, el Sexto de Caballería y el Primer Regimiento de Artillería formados ante el palco con los invitados, entre los mástiles y gallardetes.
—Qué bien… —Benoit solo quería degustar el licor, tranquilo, pero Bradley no pareció notarlo. O no le importó.
—No estuvo Roca. Tampoco Mitre, ni Sarmiento, pero da igual. Supliré esas ausencias de alguna manera. Buscaremos la forma para que Dardo quede contento con la foto oficial.
—¿Qué hará? ¿Magia? —ironizó Benoit, la boca torcida en una mueca.
—Algo así. No veo por qué Dardo no puede tener una foto con Roca y Sarmiento si así lo quiere. Benoit no llegó a contestarle. Cuando el camarero se acercó con las copas de Chartreuse, no pudo con su genio y comenzó a revisar el uniforme del mozo, que había ordenado comprar en una de las mejores tiendas de Buenos Aires. Seguía inmaculado. «Como corresponde», zanjó.
—Al fin sonríe, don Pedro. ¡Salud! —celebró Bradley, que alzó su copa.
Benoit le acompañó el gesto, pero no llegó a beber. A la distancia, acababan de escucharse gritos, solapados bajo los compases de la Banda de la Policía, que también él —cuándo no— había convocado. Se disculpó con Bradley, se levantó con disimulo y salió de la barraca por la cocina.
Afuera, a unos metros, vio a Carlos D’Amico, el rostro vuelto hacia las penumbras, con los brazos cruzados.
—¿Todo en orden?
El ministro se encogió de hombros. —Digamos que sí —replicó, y señaló con la cabeza a unos cincuenta metros. Las tropas mantenían a distancia a un grupo de alrededor de cuatrocientos exaltados que protestaban porque tenían hambre. Llevaban sin comer desde la mañana, a diferencia de los invitados que gozaban de una cena de seis cubiertos de El Águila, la mejor confitería porteña.
—Sería bueno que los suban al ferrocarril.
—Ya lo ordené, pero el servicio viene demorado —replicó D’Amico, sin quitar los ojos de la muchedumbre—. El tren previsto para esos no saldrá sino hasta después de que parta el nuestro y eso no será antes de… —buscó algo de luz para mirar su reloj— hora y media o dos.
Benoit oteó la noche. Olía a tormenta. Tras un día agotador, entre cachetazos de polvo y un calor impiadoso, era probable que el aguacero cayera sobre esa muchedumbre mientras esperaba para apretujarse en los vagones que la devolvería a Buenos Aires. Miles habían acudido a la nueva capital en respuesta a la convocatoria difundida por los diarios porteños, y una vez en las Lomas de la Ensenada los habían entretenido con acróbatas, sortijas y fuegos artificiales, pero sin alimentarlos. Y al filo de la medianoche los maltrataban como a perros… No pudo más que negar con la cabeza. ¿Para las autoridades y los invitados? Una gran carpa de lona blanca, con banderas, escudos y alegorías para disfrutar de una tarde sensacional entre aperitivos y luego una cena crème de la crème. ¿Para el pueblo? Ni agua.
Molesto, Benoit volvió sobre sus pasos. Una cosa era mandar. O, creyéndose otro Juan de Garay, disponer que la fecha de fundación de la ciudad coincidiera con el cumpleaños de un hijo. «¿Cuántos años tendría Melchorcito Rocha? ¿Seis?», dudó. Pero esto orillaba con el desprecio. Como si la vida fuera una partida de ajedrez en la que algunos deben asumirse como peones y otros se arroguen el papel de la nobleza.
Meditaba sobre eso cuando tropezó con Rocha, que también había escuchado el griterío y salía a ver qué ocurría. Le bastó con mirar a Benoit para comprender que sería mejor no preguntarle.
—Hablemos mañana, Pedro. Lo espero a las diez en la estancia de Martín Iraola. Tenemos que escribirle a Vicente Caetani para que apure la cosa en Europa —le dijo, para después morderse el bigote, ese gesto tan típico de él que lo delataba cuando lo superaban las emociones—. Necesitamos más brazos, cuanto antes.
Sin esperar una respuesta, Rocha dio media vuelta y regresó al banquete.
(El presente texto corresponde a un extracto de la Primera Parte de la novela La ciudad de las ranas de Hugo Alconada Mon, publicada por Editorial Planeta en 2022)
Begum es un segmento periodístico de calidad de 0221 que busca recuperar historias, mitos y personajes de La Plata y toda la región. El nombre se desprende de la novela de Julio Verne “Los quinientos millones de la Begum”. Según la historia, la Begum era una princesa hindú cuya fortuna sirvió a uno de sus herederos para diseñar una ciudad ideal. La leyenda indica que parte de los rasgos de esa urbe de ficción sirvieron para concebir la traza de La Plata.