martes 27 de agosto de 2024
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Horror en City Bell

A 40 años del caso Oriel Briant que sacudió a la ciudad

Federico Antonio Pippo siempre se consideró inocente por el crimen de su ex esposa, en uno de los casos más emblemáticos de la ciudad. La última vez que habló y sus días en el ocaso, alejado de aquella jactancia que ostentaba ante las cámaras cuando el país entero consumía su historia.

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Detuvo el paso ni bien escuchó el nombre de ella.

Era un miércoles de fines de abril y en esa cuadra de City Bell, sobre la Cantilo, el sol de la mañana entibiaba un aire de calma y brillo otoñal. Por un segundo, tras frenar la caminata y asegurar impávido –como tantas otras veces- que él no la había matado, pareció pensar algo y petrificó una sonrisa que resumía cansancio, impotencia o desprecio a la vez:

-Se habló demasiado ya. Todo porque era una Briant, por supuesto. Te aseguro que si hubiese sido una Pérez no se hablaba nada.

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A diferencia de su aspecto, que figuraba el de un cadáver a lo Tim Burton, la voz de Federico Antonio Pippo mantenía el tono grave y estentóreo de sus años como profesor y cierto aire burlón y un tanto pedante. De aquel porte refinado y sobrio que lo caracterizaba frente a sus alumnos, en las aulas de la Vucetich lo mismo que en las de la Universidad de La Plata –donde tenía a su cargo la cátedra de Literatura Española-, o de aquella jactancia que ostentaba ante las cámaras de televisión y en las fotos de diarios y revistas, cuando el país entero consumía su historia, quedaba tan sólo esa mirada de ojos socavados y saltones que aún en sus últimos días, pese a todo, seguían mirando desafiantes.

Moriría casi un mes después: el 5 de junio de 2009, a los 68 años y sin reconocer jamás el crimen por el que alguna vez fue acusado: el asesinato de su ex esposa, Oriel Briant, la profesora de inglés con la que tuvo cuatro hijos y un matrimonio de doce años.

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El profesor Pippo, detenido como principal sospechoso.

El profesor Pippo, detenido como principal sospechoso.

La muerte de ella, pese a las denuncias por maltrato que hizo contra su marido, fue sorpresiva y violenta. La de él, en cambio, anunciada por la mayoría en City Bell.

En aquellos días, a poco de cumplirse los veinticinco años del caso, quienes vivían y trabajaban sobre la calle Cantilo, a una cuadra del camino General Belgrano, le conocían la rutina a fuerza de brevedad y repetición. Sabían que apenas comía un churrasquito de carne por día, algún tomate y pocas verduras, y que lo podían ver a primera hora de la mañana y nunca después. A veces pasaban los días y no aparecía. Dos, tres, hasta cuatro días sin aparecer. Y cuando al fin lo hacía, como un fantasma, abría la reja oxidada del frente y caminaba con aire espectral hacia el quiosco del camino. Era una cuadra que hacía con la lentitud e indiferencia de un monje en el exilio. Rara vez compraba más de cinco cigarrillos sueltos. Pedía fuego para encender uno y pagaba con las monedas justas. Hablaba lo mínimo, nada. Algunos, muy pocos, lo conocían y se acercaban a saludarlo. La mayoría lo ignoraba. El respondía con una sonrisa o con idéntico desinterés. Regresaba a su casa y ahí se quedaba hasta quién sabe cuándo. A la misma hora y por la misma razón. Y a nadie, nunca, le soltaba más de dos o tres palabras fuera de ese chalecito venido abajo donde en 2009, durante sus últimos días, vivía sin salir, sin hablar y con aspecto famélico.

Esa mañana no fue tan distinta, salvo porque detuvo el paso al escuchar el nombre de ella y soltó su apellido y la declaración que atesoraba en silencio como si en realidad los escupiera. Entonces, por última vez, tuvo algo más para decir.

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Fachada de la casa de Pippo, en el presente.

Fachada de la casa de Pippo, en el presente.

En los ochenta la palabra femicidio no existía y a esas muertes se las tipificaba como crímenes pasionales. La violencia de género naufragaba en las sombras jurídicas y los medios recurrían a eufemismos para los que aún no existía el reproche ni, mucho menos, el manual de la cancelación.

No fue lo que ocurrió con el caso Briant.

Un poco por la excentricidad de él y por el status social y la belleza de ella –angelical, la describían en la tele-, pero también por los personajes y las teorías exóticas que, con el correr de los meses, se sumaron a la trama judicial, el caso de la profesora de inglés gambeteó los encuadres comunes de la época y cautivó al público con una morbosidad casi hipnótica.

Pippo murió en 2009, a los 68 años, sin reconocer jamás el crimen por el que fue acusado: el asesinato de Oriel Briant, la profesora de inglés con la que tuvo cuatro hijos y un matrimonio de doce años.

La historia empezó a escribirse la mañana del 10 de julio de 1984, cuando el hijo menor de la pareja, Christopher, apareció solo en la vereda del chalecito de la calle Cantilo buscando a su madre. Lo que al principio se anunció como una desaparición a los tres días fue una certeza fatídica: el cuerpo de Oriel apareció a un costado de la ruta 2, a la altura del kilómetro 75, descuartizado de 37 cuchilladas y con tres tiros de calibre 32 en la cabeza.

Los forenses hablaron de una “furia destructiva” y los peritos destacaron el particular ensañamiento del asesino con el aparato genital de la víctima.

Según lo creyó pero nunca lo pudo probar el juez Julio Desiderio Burlando –el primer magistrado que tuvo la causa-, no fue en aquel descampado donde la mutilaron sino en un stud de Lobos, el mismo que utilizaba el hermano de Federico Pippo, Esteban -alias El Trompo y por entonces sargento de la policía-, para sacrificar y despostar caballos junto a su primo Néstor Romano.

Durante el tiempo que duró la investigación, por el asesinato de la profesora de inglés fueron detenidas seis personas en diferentes momentos. El primero, antes de que cayera el llamado “clan Pippo”, fue la última pareja que se le conoció a Oriel. Se llamaba Alberto Mensi y era un vidriero que tenía su negocio a pocas cuadras de la casa de ella. Intentó suicidarse con una cuchilla al momento de la detención pero, sin nada que probarle, lo liberaron a los cinco días. Dos semanas después el detenido fue Carlos Davis, Charly, uno de los alumnos preferidos de Federico y con quien el ex marido de Oriel, al poco tiempo de separarse, había viajado a Egipto.

Davis, acusado de encubridor y de quien se decía que tenía un vínculo amoroso con su maestro de literatura, declaró que Pippo le había dicho que iba a matar a Oriel. Por esa declaración el profesor quedó detenido por apenas 24 horas. Volvió a la cárcel un mes después, cuando su primo Néstor Romano declaró haberlo visto en Lobos con su madre, su hermano Esteban y una Oriel drogada en la noche de su desaparición. Romano y todos los que nombró quedaron presos. Y por un momento se creyó que el caso estaba resuelto.

Pero no.

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Una de las últimas entrevistas de Pippo al autor de la nota, publicadas en el diario El Día.

Una de las últimas entrevistas de Pippo al autor de la nota, publicadas en el diario El Día.

-No soy un actor para que se interesen por mi historia.

Era su hora y venía de comprar tres cigarrillos rubios. Fumaba el primero del día con pitadas largas y mostraba unos dientes desparejos y amarillos que parecían a punto de caerse. Tenía la barba crecida y raleada. El cinto del pantalón le ajustaba todo lo que podía pero igual le quedaba flojo, exagerado sobre la cintura diminuta, y una remera gastada, celeste, dejaba entrever un cuerpo de huesos raquíticos que traspasaban la piel.

El caso de la profesora de inglés gambeteó los encuadres comunes de la época y cautivó al público con una morbosidad casi hipnótica. El caso de la profesora de inglés gambeteó los encuadres comunes de la época y cautivó al público con una morbosidad casi hipnótica.

El último Pippo era como lo describían sus vecinos: un muerto en vida.

Esa mañana hablaba mirando al frente y con la vista en alto; cada tanto, como si lo asaltara una idea, volvía a detenerse pero retomaba el andar cansino en el acto. No le interesaba recordar el caso ni hablar de lo ocurrido aquel lejano julio del 1984 -apenas repetir con fastidio que él era inocente-, pero mientras caminaba hacia su casa, lento, demorando las caladas como si se fuera desinflando, soltaba ocurrencias y respuestas que parecían sacadas de una memoria moribunda y acaso en ruinas.

El último Pippo, de a ratos, parecía hablarle a nadie.

-Nunca me interesó lo que opine la gente –largó-. En el barrio me respetan. Pero yo no me fijo. Nada de lo que digan los demás me interesa.

-Usted solía decir que se sentía como el Señor K. ¿Ya no?

-En realidad a mí Kafka nunca me gustó –dijo, como si lo ofendiera el sólo hecho de aclararlo pero repentinamente atraído-. Siempre preferí la literatura medieval. Eso es lo único que leo, lo único que me interesa. Pero no me gusta que me llamen erudito. La palabra erudito nunca me gustó. El erudito repite. Yo, en cambio, no repito jamás.

-¿En ella piensa?

Ladeó la cabeza como si continuara perdido en una memoria rota.

-Cuando murió hacía tiempo que ya no la amaba –dijo-. Yo ya estaba separado y haciendo mi vida. Ni siquiera pude ver el cadáver. No niego que Oriel haya sido importante, por supuesto. Pero no fue la única. ¿Vos sabés todos los amores que tuve...?

Lo dijo con una sonrisa que no completó.

-A Oriel le gustaba como escribía –continuó-, pero ella igual mucho no entendía. Decía que sabía, pero no…

-¿Escribió sobre lo que pasó?

Negó otra vez, ensimismado y rotundo, y puntualizó que de lo único que le interesaba escribir era de lo mismo que leía y había leído toda la vida: literatura medieval.

-Ahora mismo sigo escribiendo –aseguró-. No siempre, por ahí de noche. A veces me gusta refrescar algunos conceptos. Pensé escribir mis memorias, todo lo que pasó, pero eso fue hace un tiempo. Ahora ya no. La memoria es algo que no me interesa.

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De pie, caminando, de las pocas veces que salía de su casa. Foto: gentileza Gonzalo Mainoldi.

De pie, caminando, de las pocas veces que salía de su casa. Foto: gentileza Gonzalo Mainoldi.

Salvo en Dios, el Pippo de los últimos días no creía en nada ni en nadie. Y tampoco le importaba. Comía muy cada tanto lo que le compraban alguno de sus hijos y dormía días enteros. Sólo la literatura, decía, le devolvía algo de naturalidad a ese rostro moribundo donde, con esos ojos intensos pero de expresión marchita, cualquier gesto figuraba una caricatura entre gótica y siniestra. Con su hermano no se hablaba desde hacía años. Casi igual a lo que le pasaba por entonces con sus hijos: con Christopher y Julián –fallecido en enero pasado- compartían el techo pero la convivencia no existía. La relación entre ellos –quienes nunca dudarían sobre la inocencia de su padre- siempre había sido difícil, tanto que en los años noventa Federico llegó a denunciar ante la Policía que su hijo Julián lo maltrataba y le pegaba.

Se siguieron todas las pistas y hasta se recurrió a parapsicólogos, adivinos y videntes que decían tener datos para esclarecer el caso. Se siguieron todas las pistas y hasta se recurrió a parapsicólogos, adivinos y videntes que decían tener datos para esclarecer el caso.

En sus últimos días, contaría, se cruzaban rara vez y sólo de madrugada, cuando él se levantaba y alguno de ellos volvía a casa para dormir. A Tomás, un economista y profesor de la UNLP, desde hacía tiempo le tenía el rastro extraviado. Y a Martina, la más grande de los cuatro, le perdió el contacto cotidiano cuando ella se fue a vivir con su tía a Campana y decidió con el tiempo cambiarse el apellido.

¿Pensaba en ellos el Pippo de los últimos días?

-Mis hijos creen que están bien –fue la respuesta que dio aquella vez-, pero se equivocan. Ninguno de ellos puede estar bien. Ellos piensan que sí pero yo te digo que no.

-¿Por qué?

Esbozó otra sonrisa. O un gesto torcido, porfiado. Volvió a ladear la cabeza y continuó como si hablara para sí:

-No sé qué es lo que dice la gente pero yo con ellos me llevo bien. A veces, cuando estamos todos juntos. Pasa que hace mucho que no estamos todos juntos...

Iba a decir algo más pero se contuvo. Como si pensara. Como si recordara.

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Pippo en escena, en una de sus tantas declaraciones en sede policial.

Pippo en escena, en una de sus tantas declaraciones en sede policial.

Ella era elegante y culta. Un poco frívola según algunos. Se llamaba Aurelia pero le gustaba que le dijeran Oriel. Ya era de familia: a su hermana le pusieron Dionisia pero siempre se hizo llamar Denise. Ni a su padre Frank Briant, que para ese entonces vivía en Uruguay, ni a su madre Millicent, que vivía con ella pero estaba en Inglaterra cuando se produjo el asesinato, les causó gracia el matrimonio de su hija menor con aquel profesor de literatura que solía ufanarse de sus modos extravagantes y que, para colmo de males, pertenecía a las desprestigiadas fuerzas policiales bonaerenses.

No lo querían ni a él ni a su familia, pero a los Pippo nunca les importó el menosprecio de esa estirpe de origen anglosajón y, por decisión de Angelica Romano, la madre de Pippo, vendieron una casita en Lobos para ayudar a Federico a casarse con la bella y distinguida profesora de inglés.

Cuando Pippo aparecía en sus últimos tiempos, como un fantasma, abría la reja oxidada del frente y caminaba con aire espectral hacia el quiosco del camino Belgrano. Cuando Pippo aparecía en sus últimos tiempos, como un fantasma, abría la reja oxidada del frente y caminaba con aire espectral hacia el quiosco del camino Belgrano.

A ella tampoco le importaba lo que pensaran sus padres. Federico la sedujo desde un primer momento y no dudó un instante cuando le propuso casamiento. Cuentan sus amigas que lo que más admiraba Oriel era el bagaje cultural de ese hombre alto y de facciones duras y su capacidad de hacerse notar y tener una anécdota y ocurrencia para todo. Pippo solía citar a Dino Buzzatti, Calderón de la Barca, Shakespeare y Cervantes con la voz grave y redonda y un aplomo que recordaba al de Narciso Ibáñez Menta.

Con los años, sin embargo, recién comenzada la década del ochenta y aún antes de que naciera su cuarto hijo, la pareja ya estaba terminada y en la separación no faltaron los gritos en plena calle, los reproches de infidelidades por parte de ambos y las noches de discusiones feroces. Ella dormía en City Bell con los nenes y él se quedaba en Capital Federal, por lo general en el departamento de Charly o en la casa de algún amigo de ellos.

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Uno de los tantos operativos policiales en busca de pruebas.

Uno de los tantos operativos policiales en busca de pruebas.

Pese a las peleas y al divorcio, incluso pese al brutal asesinato y a la acusación tremenda que cayó sobre él y su familia, Federico Pippo no abandonaba jamás la impronta petulante ni esa necesidad imperiosa por demostrar sus conocimientos académicos o esa tara por citar autores en el ámbito que fuese.

El día que salió de la cárcel, por caso, después de 367 días de encierro junto a su madre, su hermano y su primo, en la tarde del 18 de septiembre de 1985, al primer escritor que evocó frente a una improvisada conferencia de prensa no fue a sus favoritos de la biblioteca medieval sino al oscuro y gigante hombrecito de Viena: “Me siento como el Señor K –dijo, sin la solemnidad frecuente pero igual de altanero-. Soy el protagonista de El Proceso”.

Todos lo creían culpable y él lo sabía.

Bruno Casteller, sin embargo, uno de los fiscales de la investigación, declararía años después -con el caso ya cerrado- que nada de lo que se dijo en su momento se pudo probar: ni las pistas halladas en el stud de Lobos ni la famosa declaración de Romano, de la que el investigado se desdijo al poco tiempo en sede judicial.

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Vivía en estado de abandono, recluido de sus vecinos. Foto: captura de una imagen televisiva.

Vivía en estado de abandono, recluido de sus vecinos. Foto: captura de una imagen televisiva.

Para mediados de los ochenta, las hipótesis que se tejieron en torno al crimen de la profesora de inglés crecieron como un rizoma insólito y macabro. Se dijo que el crimen tenía connotaciones de ritual satánico y se llegó a mencionar a la mafia italiana y al origen siciliano de los Pippo. También, en una nota firmada por el periodista Guillermo Patricio Kelly, que del crimen habían participado unas doce personas y que había sido filmado por el propio Carlos Davis y vendido como una cinta de “cine snuff” a un magnate de Estados Unidos. Se dijo incluso que la cinta fue proyectada en una mansión de Chicago y que por ella se pagó un millón de dólares. Otra hipótesis relacionaba al asesino con una supuesta logia de homosexuales. Y hasta se vinculó al matrimonio de Oriel y Federico con la secta Moon, algo que resurgió luego de que el propio Pippo admitiera en una entrevista de los años noventa que había asistido con su ex mujer a dos reuniones de la secta en Capital Federal.

Se siguieron todas las pistas y hasta se recurrió a parapsicólogos, adivinos y videntes que decían tener datos para esclarecer el caso. En sus declaraciones a la Justicia, mientras tanto, Pippo continuaba citando escritores célebres con un tono que nadie sabía si era de respeto, de rabia o de simple sorna; se comparaba con personajes de tragedias clásicas ante los periodistas y, en sus declaraciones judiciales, se refería al origen sajón de los Briant con erudición y la ironía de un conde. O de un latino sin título nobiliario, como le gustaba decir.

Si bien la opinión pública ya lo había condenado, la falta de elementos probatorios al final de la causa obligó a los fiscales Casteller y Julio Raimondi a tener que pedir el sobreseimiento de los detenidos ante la entonces jueza Sara Berta Rodríguez de González, fallecida en 2020.

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Casamiento de Federico Pippo y Oriel Briant, donde todo parecía felicidad.

Casamiento de Federico Pippo y Oriel Briant, donde todo parecía felicidad.

Tres años después de aquel sobreseimiento definitivo para el llamado “clan Pippo”, en 1991, la hermana de Oriel, Denise Briant, decidió dar una entrevista en la que cuestionó por primera vez la investigación del caso:

“No entiendo por qué los fiscales Bruno Casteller y Julio Raimondi solicitaron la libertad de todos los detenidos –se quejó Denise-. Romano declaró que vio a mi hermana esa noche con Esteban Pippo junto a su madre. Después lo negó, pero con esa declaración se hicieron varios procedimientos policiales en su casa, en el stud de Lobos. De ahí se extrajeron muestras de tierra que coincidía con la tierra que mi hermana tenía en las medias. Se dijo que era una composición química única. ¿No fue esa una prueba suficiente?”

La pésima preservación que tuvo la escena del crimen –sumado al vínculo que unía a los acusados con las fuerzas de seguridad- hizo que la sospecha del encubrimiento policial y la culpabilidad de los Pippo anclaran fuertes en la sociedad. De Esteban Pippo, incluso, se rumoreaba que había pertenecido a un “grupo de tareas” de la dictadura y que había sido él, y no su hermano, el verdadero autor intelectual del asesinato.

“Lo que ocurrió con la famosa tierra de Lobos fue que los frascos donde se la guardó no estaban rotulados –reconocería el ex fiscal Casteller-. Ni sellados ni lacrados. Nada. Me encontré que los frascos no tenían las garantías necesarias para ser consideradas pruebas de valor”.

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Una de las ventanas de la casa donde vivió Oriel, en su abandono actual.

Una de las ventanas de la casa donde vivió Oriel, en su abandono actual.

Con el caso cerrado, Esteban, su madre y el primo de los Pippo volvieron a Lobos y fue el hermano de Federico quien decidió demandar al Estado. Y el Estado, con el tiempo, le dio la razón: en agosto del 1998, luego de que la Justicia fallara que tanto su suspensión como su posterior exoneración de las fuerzas resultaran ilegítimas debido al sobreseimiento en la causa que lo involucraba a la muerte de su ex cuñada, la Suprema Corte bonaerense dispuso que se lo indemnizara con la suma de 6 mil pesos, dinero que Esteban Ramón Pippo, "El Trompo" para sus pares, utilizó para poner una carnicería que duró abierta nada más que ocho días y que fue tema de burla entre los lobenses de entonces.

La madre de Pippo, Angélica, murió pocos años después y algunos en Lobos la recuerdan como una señora parca y, al igual que su hijo policía, de trato casi nulo con sus vecinos. Parecido fue el caso de Romano, hombre de campo y reservado. Cuando salió de Olmos junto a su tía y sus primos, no quiso dar entrevistas y vivió la libertad casi como el resto de su familia: encerrado y silencioso pero, en su caso, trabajando en el stud hasta que el cáncer lo dejó. Apenas llegó a dar una nota a mediados de los noventa en la que intentó explicar las razones de su primera declaración. Si bien había asegurado que la noche del crimen llegó a ver a Oriel con los Pippo y su madre, esta vez –tal como lo confirmaría en la causa- dijo que en realidad no había visto a nadie y que tuvo que inventar esa “fábula” por presión de un grupo policial.

Yo no la maté. Pero te repito que no me importa lo que piensen los demás. Nunca me importó. Yo no la maté. Pero te repito que no me importa lo que piensen los demás. Nunca me importó.

Durante los años que estuvo libre, Federico Pippo también intentó recomponer su vida pero todos los intentos fracasaron. Pasó de querer demandar al Estado y recuperar su viejo cargo de profesor en la Escuela Vucetich a terminar internado en Melchor Romero luego de que la policía lo encontrara en las calles de City Bell recitando incoherencias y el nombre de autores clásicos. Fue en 2001 y estuvo internado muy poco. Volvió ese mismo año a su casa de la calle Cantilo y ahí se quedó hasta el último día, viviendo con la pensión de su madre y, al igual que su hermano allá en Lobos, negándose una y otra vez a dar entrevistas.

Los cuatro tomos de los que Bruno Casteller y Julio Raimondi no pudieron sacar ninguna prueba firme, por otra parte, permanecieron un tiempo en los depósitos de los tribunales de la calle 8 y en el 2000 fueron quemados. El cuerpo de Oriel, olvidado, fue retirado de la tumba 37 del cementerio de La Plata a principios de los años noventa pero nadie pidió la urna funeraria. Se esperó un tiempo, y en julio del 91 sus restos terminaron en un osario común junto a los huesos de cientos de desconocidos a los que nadie tampoco nunca reclamó.

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Néstor Romano, Pippo, y Esteban, su hermano, de anteojos.

Néstor Romano, Pippo, y Esteban, su hermano, de anteojos.

Terminó el cigarro al llegar a las rejas del frente. A esa hora, la Cantilo mantenía su estado de parsimonia otoñal y la idea de entrar a su casa para continuar la charla le arrancó algo parecido a una risa. Un hilo tísico de humor. Apenas se dejó tomar unas fotos de mala gana y mirando de tanto en tanto a su alrededor: unos vecinos que hacían las primeras compras del día y el tránsito lejano del camino.

Antes de entrar, sin embargo, al buscar en el bolsillo las llaves de la puerta y disculparse con un dejo de sorna por no permitir el ingreso a ese chalecito casi tan derruido como él, Federico Pippo abrió bien grande los ojos –como en esas fotos de los años ochenta pero aquí percudidos por el paso del tiempo y de la muerte inminente- y aseguró mirando fijo lo mismo que había asegurado un rato atrás, cuando buscaba frases y recuerdos en su caminata por la calle Cantilo: que él era inocente.

-Yo no la maté –dijo con una frialdad atroz, acaso propia de una última vez-. Pero te repito que no me importa lo que piensen los demás. Nunca me importó.

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Begum es un segmento periodístico de calidad de 0221 que busca recuperar historias, mitos y personajes de La Plata y toda la región. El nombre se desprende de la novela de Julio Verne “Los quinientos millones de la Begum”. Según la historia, la Begum era una princesa hindú cuya fortuna sirvió a uno de sus herederos para diseñar una ciudad ideal. La leyenda indica que parte de los rasgos de esa urbe de ficción sirvieron para concebir la traza de La Plata.

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