El atardecer en la isla Soledad hacía transmutar el cielo a un color naranja y le dibujaba unas delicadas cintas rojas, que iban de la parte más baja hasta desintegrarse a lo alto. Pedro Vojkovic, sin saberlo, observaba por última vez una puesta de sol.
En el pequeño botecito que habían encontrado a las orillas del río Murray, navegaban él, Carlos Hornos, Alejandro Vargas y Manuel Zelarrayán. Eran las seis y media de la tarde del 8 de junio de 1982.



Uno de ellos -se cree que Zelarrayán- empujaba el bote para enfilar nuevamente hacia el otro lado del río. Ahí donde el resto de los combatientes esperaban ansiosos la llegada de una expedición que podía costarle caro a todos. Pero esa tarde, a diferencia del día anterior -cuando habían llegado a la cabaña y pasaron toda una noche comiendo y festejando un lugar caliente-, ninguno de los cuatro soldados tuvieron en cuenta la bajante de la marea y se desviaron unos 200 metros hacía la izquierda. Entonces Zelarrayán bajó del bote y empezó a hacer fuerza para sacarlo de la parte baja del río, mientras con la otra mano iba soltando el ancla. Hizo uno, dos, tres pasos y todo voló por los aires. Murió en el acto.
Aturdidos y desorientados por la explosión, los demás soldados se tiraron del bote y comenzaron a correr hacia la superficie. Apenas dio unos pasos Vargas pisó otra mina antitanque que lo destrozó e hizo volar varios metros, afectando de muerte también a Hornos y Vojkovic, que venían detrás en la accidentada huida.
Según el relato de quienes descubrieron la desoladora escena, los cuerpos de Zelarayán y Vargas habían resultado con múltiples heridas a causa de la explosión. El hallazgo se produjo al día siguiente, luego de que un soldado avisó al jefe de la Compañía haber escuchado fuertes detonaciones cerca del río.
Pedro Vojkovic es el único soldado muerto en Malvinas oriundo de City Bell donde una calle lleva su nombre
“Y ahí fue cuando nos encontramos con esa escena...habían pisado un campo minado. Pedro estaba entero y acostado arriba de la barranca con la cabeza sobre unas piedritas. El efecto de una onda expansiva le había tirado todo el cabello hacia atrás y un poco se lo había chamuscado y dejado duro. Nos dio toda la impresión de que él había quedado ciego”, reconstruye hoy, todavía conmovido, Roberto Anderfuhrn, más conocido como el “Ruso” que integró un pequeño pelotón de soldados que fueron asignados para averiguar lo que había ocurrido.
Anderfuhn y Vojkovic se habían visto por primera vez arriba del colectivo que los trasladó desde el Regimiento Mecanizado de Infantería N° 7 (RIMEC 7) de La Plata, en el que cumplían el servicio militar obligatorio, hasta Río Gallegos, donde un vuelo los llevó a Malvinas. El Ruso cuenta que con sólo cruzar unas primeras palabras, Pedro lo había impresionado. “Teníamos una afinidad especial. Me agradaba estar cerca de él. Era un tema de química”, dice y lo define con más agudeza: “Él tenía un perfil alegre y bastante avasallador, como desafiando a todo el que se cruzara por delante. No era un pibe que caminara con miedo”.



Los cuerpos de Vojkovic y Hornos fueron hallados sin vida con signos de ceguera aunque sin mutilaciones. La teoría del Anderfuhrn es que Pedro quedó tendido en el suelo shockeado por las explosiones y permaneció allí, inmovil, a la espera de que Carlos, fuera a buscar ayuda. “Pero Hornos había perdido la visión al igual que él y en esas condiciones era realmente imposible atravesar un campo de esa magnitud”, relata. De hecho, el cuerpo de Hornos fue encontrado horas después a varios kilómetros del lugar, sobre la ribera del mismo río.
“NOS VAN A MATAR A TODOS”
Petar Vojkovic, como todos lo llamaban, vivía en City Bell y tenía 20 años cuando partió a Malvinas. Según ha contado su hermana María, el joven siempre se había negado a la idea de una guerra . Su padre, también llamado Pedro, había emigrado de Croacia ante el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
“A Pedro lo tenía de vista por ser vecino, pero no nos dábamos bola. Yo tenía una canchita en medio de la calle porque mi cuadra no tenía salida y lo veía pasar. Él no venía a jugar con nosotros”, introduce Gustavo Caso Rosendi, uno de los que finalmente sería entrañable compañero de Petar. “Tenía un espíritu rebelde. Uno nunca se puede imaginar qué podría haber cambiado si seguía vivo, con el paso de los años, pero por entonces tenía una personalidad muy fuerte”, sostiene para luego describir a Pedro como un “tipo muy alto, rubio y de mirada penetrante”. Al mismo tiempo, Caso Rosendi coincide con otros que conocieron a Pedro en que era muy gracioso y nunca pasaba inadvertido.
El recuerdo más fresco que guarda con su amigo, antes de viajar a la guerra, ocurrió irónicamente el 2 de abril, cuando la agonizante dictadura militar que había sembrado terror desde 1976, ahora se aventuraba a la toma de las islas Malvinas.



“Ya estaba de noche y se escuchó la puerta. Abrí y era Pedro. Lo hice pasar y nos pusimos a charlar de todo un poco, hasta que dijo una frase que todavía recuerdo: ´Gustavo no hay que ir, porque nos van a matar a todos´”, describe Caso Rosendi. Ambos habían sido dado de baja hacía poco de la Colimba, pero la invasión de las lejanas islas les significaría una segura reincorporación.
Después de aquel encuentro fugaz en City Bell, el Ejército los convocó nuevamente, les cortó el pelo y pasaron del RIMEC 7 al Palomar, de ahí a Río Gallegos y, luego a Malvinas. Con poco entrenamiento militar, poco equipamiento y muy poca comida.
El último momento que rememora Gustavo con su amigo Pedro Vojkovic ocurrió fortuitamente allá en las islas en medio del bombardeo de los ingleses y de otro todavía más acuciante, del hambre.
“En Malvinas lo vi una vez. Yo era estafeta y como allá las comunicaciones eran con cables, al primer bombazo que caía se cortaban, entonces yo tenía que andar caminando por todos lados para ir llevando y trayendo mensajes. Supongo que ya había empezado la guerra, porque ya no subían tanto el alimento. Cuando empezó la guerra nos cortaron los víveres”, se sincera Caso Rosendi. “Y ahí me lo crucé. Él andaba en las suyas… nos dimos un abrazo, estuvimos charlando. Y me acuerdo que él me dio pan. Esa fue la última vez que lo vi”, dice.



Días después, Gustavo escuchó su nombre desde la trinchera. La noticia de su muerte pasó a los gritos, como se anunciaban ese tipo de cosas. No recuerda exactamente qué pensó ni que sintió, pero tras el fin de la guerra su forma de recobrar la cordura y soltar los demonios se dio desde la escritura.
“Yo quería escribirle algo a él, pero al mismo tiempo quería hacer un poema general hacia un soldado caído. Quise hacer a través de Pedro, que fue la persona más cercana en el dolor, un poema que hablara de él pero a su vez de un soldado en Malvinas”, cuenta Gustavo, que hoy es un poeta consagrado y cuyo escrito dedicado a Pedro ha recorrido todo el país.
Cuando cayó el soldado Vojkovic
Dejó de vivir el papá de Vojkovic
y la mamá de Vojkovic y la hermana
También la novia que tejía
y destejía desolaciones de lana
y los hijos que nunca
llegaron a tener
Los tíos los abuelos los primos
los primos segundos
y el cuñado y los sobrinos
a los que Vojkovic regalaba chocolates
y algunos vecinos y unos pocos
amigos de Vojkovic y Colita el perro
y un compañero de la primaria
que Vojkovic tenía medio olvidado
y hasta el almacenero
a quien Vojkovic
le compraba la yerba
cuando estaba de guardia
Cuando cayó el soldado Vojkovic
cayeron todas las hojas de la cuadra
todos los gorriones todas las persianas
ENTRE RÍO DE JANEIRO Y MALVINAS
Alejandro Villanueva conoció a Pedro de una forma extraña. Ocurrió luego de que se escapara de la colimba y que, al ser descubierto, recibiera un castigo ejemplar. Entre esas reprimendas de los milicos, una tarde el “Rengo” -como le decían desde chico- recibió patadas de parte de todos sus compañeros, mientras corría en círculos. Algunos de sus compañeros levantaban el pie con desgano para no lastimarlo, pero uno de ellos lo golpeó con saña, argumentando que por culpa de su intento de fuga, todos habían recibido castigo.
Pedro, que miraba la humillante escena, no se contuvo:
-El que le pega al Rengo es hombre muerto! -gritó.
Las patadas se alivianaron automáticamente, los casi dos metros de altura y el ímpetu de Pedro, imponían respeto. “Cuando nos volvimos a ver, le agradecí y ahí creció la amistad. Creo que tenía alguna sensibilidad con las injusticias”, rememora Alejandro desde el presente.
Después de aquella instrucción militar en el Parque Pereyra, el Rengo pasó jornadas más tranquilas. El 25 de marzo -a días del desembarco argentino en las islas Malvinas- festejó su cumpleaños número 20 junto al Ruso Anderfuhrn y Gustavo Caso Rosendi, sus amigos del barrio y de la infancia. Todos hablaban de lo mismo: quedaban pocos días para recibir la baja de la Colimba y eso los motivaba. Alejandro sólo pensaba en volver a entrenar con su bicicleta y apostar fuerte a la Selección Argentina de ciclismo, deporte que ya le estaba le estaba abriendo todo un mundo de promesas.
El 2 de abril el Rengo estaba haciendo una de sus últimas guardias cuando, en medio de la placidez de la madrugada, lo sobresaltaron los bocinazos de un micro que llevaba una bandera argentina flameando. A rato, otro auto y la misma secuencia. Y otro, y otro. Se enteró de la toma de Malvinas cuando un compañero llegó para relevarlo. “No nos vamos más de acá”, escuchó decir de uno de sus compañeros.



Los días siguientes fueron vertiginosos. La chance de un trasladado a Malvinas crecía con las horas. De aquella angustiante espera, el Rengo recuerda una anécdota: una noche en el Regimiento de La Plata, el recreo militar se celebró con vino y guitarra, en una de sus esquinas. Fue entonces que Alejandro le contó a Petar sobre los lugares que había recorrido con su bicicleta, antes de la colimba. “Le hablé maravillas de Río de Janeiro, que me había impresionado profundamente”, explica el Rengo. Pedro lo escuchaba absorto con una botella en la mano y cuando terminó de hablar le dijo:
-Vamos a escaparnos, Rengo.
Alejandro sabía que, de ser descubierto nuevamente, la deserción podría costarle su vida. Pedro, sin embargo, hablaba en serio. O quizás no. Pero sus palabras invitaban a la fantasía. Una fantasía muy lejos de la guerra.
MORIR POR HAMBRE
“Todos los días nos turnábamos al menos dos soldados para ir a buscar comida desde nuestra posición hacia la cocina de la comanda. íbamos con dos tachos de acero inoxidable para traer mate cocido con leche y pan. Era el desayuno de la tropa. Ese día me tocó a mí. La cocina además, era el lugar en donde se conocían las últimas noticias… Ahí me enteré de la muerte de Pedro”, continúa rememorando el Rengo, con voz pausada.
- Viste lo de la A….¿Quiénes eran? ... Pisaron una mina anoche… Murieron.



Alejandro no lo creyó. Tomó el tacho, lo llenó, se dio media vuelta y partió de nuevo hacia la trinchera. Afuera hacía frío como de costumbre y llovía livianamente.
“Yo no lo creí. Veníamos de mentira en mentira. Le dije a mi compañero: ´no le creas, esto es un delirio´”. Pero cuando llegaron nuevamente a sus posiciones, el subteniente a cargo le rompió en mil pedazos esa ingenuidad que todavía conservaba. Aún en medio de la guerra.
- ¡Rengo!, ¿Viste lo que pasó? … A vos te va a pasar lo mismo que a tu amigo. ¡Vas a morir como un pelotudo! - vociferó el jefe militar.
“Ahí me cayó la ficha, dejé los tachos en el suelo. Caminé, caminé, caminé y me senté en una piedra. Y me puse a llorar y lloré dos horas, más o menos. Estuve destrozado”, expresa Alejandro, cuarenta años después.
¿Por qué la muerte de Pedro lo golpeó hasta los huesos? No lo supo en ese momento. Tampoco cuando regresó al continente. Tuvieron que pasar varios años para poder comprenderlo.
“Cuando muere Pedro me di cuenta que la vida era otra cosa, que se terminaba en unos segundos y que también yo me iba a morir. La guerra estaba terminando, pero en esa última semana, en realidad, la guerra recién había empezado”, sintetiza el Rengo.
Sus amigos recuerdan a "Petar" como un chico alegre e impulsivo al que no le gustaban las injusticias
Unos días después de la tragedia de los soldados en el río Murray los ingleses asaltaron Monte Longdon, una de las batallas más encarnizadas y con mayores bajas para las tropas argentinas. Fue la derrota que definió la guerra. Alejandro tenía una profunda tristeza, pero por momentos la bronca se expandía por su cuerpo. “Pedro murió vestido de verde”, pensaba y a la vez apretaba los puños. “Se tendría que haber muerto cogiendo. Andando en bicicleta, mirando una carrera de caballos. Lo que sea, menos acá, en Malvinas”.
Un 2 de abril cualquiera, mucho después de la guerra, el Rengo volvió a pensar en su viejo amigo. Se tomó unos tragos y le brotó una carta dirigida especialmente a él. Recuerda que, después de terminarla, se descompuso. Había soltado todas las palabras que se había guardado desde aquel fatídico junio, en las islas.
“Querido amigo. Hace tanto tiempo que no escucho tu voz. Han pasado algunos años y es la primera carta que te escribo. Creo que aunque hayas olvidado el lenguaje, no tendremos dificultades en entendernos. No sería extraño, pero hoy hace 13 de tu muerte. Debes tener el cuerpo desarmado, no sé, a mí me fue difícil mantener el cuerpo con vida. Nuestros cuerpos se movían sudados en la inmensa cancha de nieve, fervorizadas de balas, de sueños, de bombas, de novias. Y cuando estallaban los goles, sólo gritaban los que se iban muriendo. Como aquel golazo tuyo, amigo querido. Yo ya me retiré del juego. Aunque hoy a la tarde al llegar a una esquina, me encontré con tu padre. Y fue como ver las luces titilando del sueño que alguna vez tuvimos. Él me agarró fuerte la mano y no me dijo nada. Me miró un largo rato y siguió su camino. Yo me retiré al vestuario.
Amigo, Gustavo y yo a veces nos emborrachamos juntos. Hemos formado nuestras respectivas familias. Casi nunca hablamos de vos. Como tu viejo, sabemos que las palabras no son instrumento para traerte aquí, a esta noche, donde los recuerdos se ahogan con el rocío del licor. ¿Será que la vida y la muerte son ámbitos para delimitar nuestros sueños? Brindo porque no lo sean. !Salud!
Pedro, escribime. Alejandro”.



PODER LLORAR A PEDRO
El cuerpo de Pedro Vojkovic fue enterrado en Malvinas en el cementerio de Darwin, bajo una tumba sin nombre, con la leyenda "soldado argentino solo conocido por Dios". Gracias al trabajo de identificación de restos que realizó la Cruz Roja y el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF): en dciembre de 2017 se logró identificar el cuerpo de Pedro junto con el de otros 106 soldados caídos. Vojkovic fue el único soldado nacido en City Bell que murió en las islas. Sus padres no llegaron a conocer su tumba, ahora con nombre y apellido, en Malvinas. En abril de 2019, familiares, amigos y vecinos del barrio le hicieron un sentido homenaje, colocando una placa con su rostro y unas palabras en el centro de la plaza Belgrano, de su localidad natal. A pocas cuadras de la casa que lo vio crecer.
Como los que conocieron a Pedro en el barrio y compartieron el frío, el pan y las balas y los bombardeos, en Malvinas, aquella guerra que también mató de hambre a sus jóvenes e inexpertos soldados.“Cuando volví a las islas por primera vez, me di cuenta que Pedro no estaba en ningún lado. Su hallazgo fue francamente un alivio para el alma, porque era una asignatura pendiente. De esas que tienen un peso complejo. Es un peso que te enferma”, cuenta el Ruso. “La mayoría de nosotros no hay un día en que no pensemos en Malvinas”, agrega, en nombre de todos sus compañeros.