jueves 13 de noviembre de 2025

Una noche de tango en el salón de La Plata que vuelve al pasado todos los martes

Las cientos de personas que renuevan la magia semana tras semana en lo de Raúl Gaggiotti esperan con ansias el fin de la cuarentena para volver a reencontrarse en 23 y 44 y recrear aquellas historias de barrio protagonizadas por nuestros abuelos al ritmo del bandoneón. Comida casera y una pista enorme por la que desfilan hombres y mujeres de todas las edades que por un rato le escapan al día a día de la ciudad. Una trinchera para resistir al avance de las cervecerías artesanales que el coronavirus también dejó en stand by.

"Un bandoneón con su resuello tristón, la noche en el cristal de la copa y el bar y del tiempo que pasó...", escribió en 1941 Francisco García Jiménez para que luego le ponga voz, entre otros, el Polaco Goyeneche allá por 1979. Seguramente Joe Francis -el seudónimo que a veces utilizaba aquel poeta y letrista fallecido en 1983- también se hubiese conmovido un martes cualquiera pasadas las 23 en el salón de 23 entre 43 y 44, en el momento exacto en que se encienden las luces en el pequeño escenario allá en el fondo sobre el techo de la barra de la cocina y Raúl Gaggiotti saluda a la multitud con el aliento de su fuelle de mil batallas. Es la misma emoción de los cientos de personas que desde temprano se reúnen para cenar comida de abuela y bailar sin descanso en el centro de la pista de esta nave del tiempo que mantiene viva en La Plata la inigualable magia del tango, año tras año, y que espera el fin de la cuarentena y la vuelta paulatina de la normalidad para reabrir sus puertas.

La noche del martes 10 de marzo fue la última antes de que todo se pare en el mundo. El presidente Alberto Fernández decretaría la cuarentena obligatoria a la semana siguiente y desde ese momento no hay tango en La Plata.

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El salón no tiene nombre, o en verdad tiene muchos. "Lo de Raúl", "el Salón de Raúl", "lo de Raúl Gaggiotti" y más. Es lo mismo. Lo convocante es lo que sucede ahí dentro todos los martes y sábados desde hace muchos años. Afuera no hay luces ni gigantografías, no hay carteles ni una entrada imponente. Es simplemente una puerta con una pequeña placa colocada sobre los ladrillos que indica que atravesando esa barrera uno retrocede en el tiempo unas cuantas décadas.

Desde temprano, apenas pasadas las 20, va llegando la gente. En su mayoría hombres y mujeres grandes, aunque realmente la franja etaria es variada: muchos jóvenes estudiantes también se dan cita para compartir una cena que no se encuentra en ninguna de las cervecerías artesanales de moda que se multiplican por las calles de la ciudad y las redes sociales. La histórica milonga de Gaggiotti no necesita de la publicidad de Instagram para ser exitosa: el famoso boca a boca asegura la presencia de entre cuatrocientas y quinientas personas en promedio cada vez que se abren las puertas.

Las bicicletas se pueden dejar adentro, al costado izquierdo y bajo el enorme espejo que da la bienvenida al salón con el saludo del artífice de este lugar, en impactantes letras blancas: Bienvenidos Raúl Gaggiotti. A partir de ahí, todo es un show que parece detenido en aquellos gloriosos años de milongas relatadas por nuestros abuelos, que el avance de las modas, las costumbres y la tecnología van dejando tristemente atrás. Pese a esto, este lugar es una trinchera que resiste de pie y martes a martes da muestras firmes de que eso no es solo tarea de cocineros, mozos y músicos, sino fundamentalmente del público que se acerca con renovado entusiasmo semana tras semana.

En el lado derecho la protagonista estelar es Graciela Fileni, la mujer que encabeza las clases de tango mientras el resto comienza a acomodarse en las sillas. A las 20 van los principiantes y a las 21 los intermedios y avanzados. Terminan siendo más de diez parejas que van y vienen, siempre bajo las instrucciones de la profesora que va adelantando los pasos al micrófono. Todos la siguen y esperan su turno, como la señora elegantemente vestida que observa con ansiedad desde un costado de la pista a la espera que alguien dé el primer paso que no tarda en llegar: un señor la invita a bailar con él y ella accede encantada. Esa escena se repite hasta las 22, cuando termina la clase y automáticamente la acción se traslada algunos metros más hacia el centro del salón.

Los tangos, valses y milongas se suceden unos tras otros sin interrupciones ni aplausos. La mayoría son instrumentales, todos a un volumen relativamente bajo y muy agradable. "¿Dónde nos sentamos?", dice el primero de los tres hombres que entran a lo de Raúl en esta parte de la noche. "Acá, para ver la milonga", responde el de atrás, señalando una de las pocas mesas que quedan libres al costado de la pista. Algunas otras también están desocupadas pero tienen sobre el mantel un vino tinto y un pequeño sifón, lo que significa que están reservadas.

Mientras las parejas se van formando y bailan sin parar, alrededor se observan bailarines muy bien vestidos merodeando la cuestión: miran con precisión quirúrgica el panorama y calculan los movimientos. Una vez resuelta la inspección mental y cuando el camino está allanado, todo se da con naturalidad: los guapos del Abasto invitan con solo una mirada a las damas que aguardan ese instante mágico que le da vida al baile; ellas acceden asintiendo con la cabeza y juntos inician la caminata hacia algún rincón libre. Suena Yira Yira y al mundo nada le importa.

Así corre el tiempo bajo un techo alto que luce decorado como si siempre fuese 31 de diciembre de hace tres o cuatro décadas atrás: unas telas amarillas teñidas más bien con el color de los sucesivos años nuevos que van desde las cuatro esquinas hacia el centro junto con tubos plateados, blancos y negros. Y los ventiladores funcionando en todo momento porque afuera puede nevar pero adentro siempre hace calor.

"Barrio de tango, luna y misterio, desde el recuerdo te vuelvo a ver", escribió Homero Manzi en 1942 dándole el pie a Aníbal Troilo para que componga una melodía bellísima que ilustra con nostalgia la imagen de las calles de Buenos Aires de aquella época. Imagen que por cinco horas se replica una vez por semana en nuestra ciudad, a pocas cuadras de la plaza 19 de Noviembre. Religiosamente el público vuelve a apostar martes tras martes por este lugar que invita a respirar durante un largo rato el aire de los viejos tiempos.

Los mozos desfilan sin descanso en una carrera de canelones con estofado y milanesas a la napolitana con papas fritas que se multiplican a medida que avanza la noche. Todo a precio realmente popular. Y si uno se acerca a hacer su pedido a la barra del fondo va a pagar en promedio unos 10 pesos menos que si prefiere quedarse sentado para que estos profesionales de la bandeja lo atiendan. Algunos son de la vieja escuela, de esos que en La Plata brillaron en años anteriores y hoy solo quedan unos pocos repartidos por ahí. La Aguada, Dante y La Huella, solo por nombrar algunos de los lugares emblemáticos de nuestra ciudad que fueron o son vidrieras del arte de atender bien a los clientes con hambre.

En lo de Raúl va y viene Alejandro, uno de los mozos que sin prisa pero sin pausa sabe lo que ocurre en cada una de las pequeñas mesas cuadradas repartidas por todo el salón. Tiene un mapa mental que le indica cuándo levantar la cabeza para responder al llamado telepático del comensal que quiere repetir la cerveza de litro o el agua. No anota ningún pedido porque se lo acuerda y al final termina haciendo la cuenta con una calculadora diminuta que esconde en uno de sus bolsillos del uniforme rojo punzó.

Allá en el fondo le cantan el feliz cumpleaños a alguien y claro, todos aplauden. Un rato antes había entrado sigilosamente una señora con una torta y una vela que escondió hasta la hora señalada. Metros más adelante hay gente de todas las edades bailando: chicas muy jóvenes que disfrutan de los pasos que a su lado replican las señoras de mucha experiencia milonguera. Los que comienzan bailando juntos luego se separan y muchas parejas se intercambian. Al fondo, Sofía -la nieta de Raúl- intenta llamar a la distancia a los integrantes de una mesa que ya tienen lista una nueva milanesa con ensalada. Suena Tinta Roja y la poesía de Cátulo Castillo hablando de las veredas que ya pisó, los malevos que ya no son y cómo bajo un cielo de raso trasnocha un pedazo de su corazón.

Faltan exactamente diez minutos para un nuevo día y es ahí cuando se encienden las luces del escenario sobre la barra. Ahí arriba ya estaban armados los instrumentos, micrófonos y equipos de sonido. El capitán del equipo sube con tranquilidad y sin hacer barullo se sienta al frente con su bandoneón, que empieza a sonar sin ninguna presentación. No hace falta. El tango continúa su marcha pero ahora en vivo. Y en la pista nada cambia: las parejas continúan bailando y la noche comienza a atravesar su tramo final, con el cierre al ritmo de La Corchea Melódica.

Son las últimas pinceladas de este cuadro del pasado, un viaje a través del tiempo que se renueva todas las semanas abriendo sus puertas a todo aquel que adivine el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando su retorno.

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