Barriendo la vereda. Vestido con bombacha de campo, camisa celeste, boina y pañuelo gaucho. Así recibe Ernesto Girard a 0221.com.ar en su taller de avenida 66 esquina 27, cuyo frente expone la pasión de su vida en letras azules y fileteadas: "Carteles, pasacalles, cartelería artesanal". La entrevista estaba pautada para un mes antes, pero un evento inesperado -un infarto, del que logró recuperarse cómodamente a sus 71 años- suspendió los planes. En esa esquina del barrio del Parque Castelli se gestan los pasacalles de quinceañeras, recibidos, políticos y hasta enamorados, una costumbre barrial que nació hace poco más de 20 años y prevalece en los barrios aun a pesar del auge del ploteo y las lonas plásticas de publicidad. Ese es su trabajo hoy, pero durante 55 años Ernesto fue letrista, calígrafo y editor, además de ciclista empedernido.
En su taller, repleto hasta el techo de cajas con recortes de diarios y literatura de todo tipo, hay constantes referencias a la bici. Fotos con ciclistas famosos, miniaturas en alambre y hasta un mapa -hecho a mano alzada y con una prolijidad extrema- de cuando viajó pedaleando hasta Córdoba y La Pampa durante 29 días en 1972. Su pasión, que logró imponer como principal oficio, son las letras. "Empecé cuando tenía 17 o 18 años, a esa edad ya andaba garabateando mis primeros cartelitos. Donde había una chapa lisa yo agarraba pintura y un pincelito y empezaba, probaba hacer las letras derechas sin hacer líneas, sin marcas, a mano alzada. Era un aficionado", cuenta Ernesto con voz rápida y aguda, con una energía casi palpable que sorprende en un cuerpo tan flaco y pequeño. Nació en La Plata en 1947 y estudió en el Albert Thomas, para después especializarse en otra escuela técnica como Auxiliar técnico radioeléctrico. "No era mi vocación, siempre me orienté a la parte humanística. Y cuando estaba en la técnica lo que hice fue armar una biblioteca", sonríe.
Se recibió y empezó a trabajar como operario en la base Aeronáutica de Quilmes. Lo usaban para colocar piezas pequeñas en los aviones, porque era chiquito y entraba en todas partes. Cuando tenía un rato se escabullía hasta el taller de Letras y se quedaba mirando cómo trabajaban ahí. "Estuve dos años y medio así, después me metieron a hacer el servicio militar. Lo hice ahí mismo, en la base. Todavía me agito hablando de esto. Cuando terminé pedí una licencia y no volví más. Si tengo que decir por qué estudié aeronáutica, pienso que lo hice para satisfacer a mi papá, nada más. A mí no me gustaba. Él pensó que iba a tener una salida laboral, un futuro, pero íntimamente yo sabía que no era lo mío. Por eso cuando salí enfrenté a mi padre y no volví más a la base. Ahí empecé a trabajar de forma independiente y nunca más tuve patrones", cuenta orgulloso.
Ahora, uno de sus dos hijos (de 34 y 30 años) le plantea un dilema parecido. Quiere dejar de trabajar en una óptica para dedicarse de lleno a la radio, su pasión.
-¿Y qué le voy a decir? Si yo hice lo mismo... dejé lo que podía ser una cosa segura para hacer lo que de verdad me gustaba.

LA MADRE PLUMA
Aunque siempre vivió de los carteles, Ernesto es un entusiasta de la edición. No solo tuvo su propia editorial -"Ernesto Girard editor", ilustrada con un monje chino escribiendo con una pluma-, donde muchos de los ejemplares fueron artesanales y re-escritos a mano, sino que también integró el colectivo literario de poetas "Espantapájaros" junto a varios jóvenes autores platenses de la época. Antes había juntado experiencia en la prestigiosa editorial Torres Agüero de Capital. Ahí trabajó en las letras de tapa y los fileteados de libros del tanguero Enrique Cadícamo, que todavía hoy pueden conseguirse en mesas de saldos de París porque "se vendieron en todo el mundo". También hizo el arte de tapa de "Adrogué", una selección de poemas que Jorge Luis Borges había escrito durante sus estadías en ese pueblo bonaerense. "Cuando se presentó el libro, el viejo me agradeció, me dijo que estaba muy lindo... Él no lo podía ver ya, pero tuvo la gentileza de decírmelo", recuerda con la voz apagada. Todavía conserva un ejemplar en su taller, arruinado, en parte, con el agua -1.50 metros- que entró en su taller durante la trágica inundación del 2 de abril.

Al fondo del local hay un escritorio abarrotado donde el artista guarda "algunas cositas que hago para entretenerme": libros y libritos en miniatura, escritos con una prolijidad envidiable que simulan el tecleo de una máquina de escribir. Selecciones de coplas del Martín Fierro o Fausto, todas encuadernadas y cosidas por él mismo. ¿Nunca se le dio por escribir? "Sí, escribir escribo todavía, pero nunca publiqué lo mío. Siempre tuve una excesiva autocrítica, y por eso edité tantos libros de los demás", dice. Aun en la editorial, que fue su primer trabajo formal relacionado a la literatura, se negó a trabajar en relación de dependencia: "Lo primero que le dije al dueño fue que me diga lo que había que hacer y yo se lo hacía. Pero no iba a cumplir horarios. Si me lo pedía para el viernes yo el viernes se lo llevaba, pero lo hacía cuando quería: a la noche, de día, por la mañana", refiere en una frase casi militante del trabajo sin patrón.

Otro de sus tesoros, muestra, es un libro de Rocambole (Ricardo Cohen), el artista plástico encargado de diseñar la marca artística de Los Redondos. Con él trabajaron en un taller haciendo letras y carteles, y cuando el diseñador gráfico publicó "De regreso a oktubre, lo que quedó en el tintero" -un libro que agrupa nuevas ilustraciones en homenaje a los 30 años del lanzamiento del disco de Patricio Rey-, le regaló un ejemplar dedicado: "Para mi gran amigo Ernesto Girard", reza en tinta plateada con un fondo negro azabache.

UN OFICIO EN AGONÍA
"Cuando tenía 24 años vino mi papá y me dijo que había visto las vidrieras de El Siglo, una casa emblemática de ropa de hombres que estaba en la esquina de 7 y 54, y que tenían unos carteles horribles. Se habían quedado sin letrista. A los dos o tres días salió en el diario un aviso, 'se necesita dibujante y letrista'. Entonces me puse el trajecito, portafolio, bien ejecutivo y fui a hacer la fila. Éramos como 11 tipos, era un lugar deseado", recuerda. "Nos hicieron una entrevista y nos pidieron reproducir un cartel en 70 centímetros por 1 metro, con boleta de cobro incluida. Con eso estaban viendo mi calidad de trabajo y cuánto cobraba. Estuve como 10 días pensando: si le cobraba poco después tenía que seguir pegado a ese precio, y si le cobraba mucho, me quedaba sin el trabajo. Al final quedé. Y muchos años después, cuando ya tenía confianza con el dueño, le pregunté si me habían dado el trabajo porque estaba bien hecho o porque lo había cobrado barato. Y él me miró con cara pícara y me dijo: las dos".

En 1972 Ernesto se inició en El Siglo y fue el primero de sus trabajos en locales de ropa. Producía cientos de carteles a mano para el local central, otra sucursal en La Plata y tres más en Bahía Blanca, Junín y Tres Arroyos. Carteles enormes que iban colgados en el medio del local y otros pequeñísimos que ataban a cada prenda. "Laburaba día y noche sin parar. Y toda la plata que gané me la reventé con amigos", dice haciendo un ademán de revolear billetes. El Siglo le abrió las puertas para trabajar en otros prestigiosos negocios como Zorro Gris, de ropa para mujeres. Después fueron décadas de trabajos a pedido y como autónomo para distintos talleres.
En el medio estudió Bibliotecología, formó su grupo literario y a mediados de los 90 decidió dejar de editar libros: "Ahora todo esto no tiene ningún sentido. Cuando empezó la época de las impresoras, todo el mundo en su casa empezó a poder hacer un libro. Yo seguí haciendo porque me lo pedían, pero por cuenta mía ya no me interesé más", dice como si se tratara ni más ni menos que de un proceso de selección natural. "Con los carteles nunca me cansé. Lo editorial era por puro gusto, nunca gané plata. Para vivir siempre trabajé de letrista, primero ambulante y ya después con mi local. Estuve en negocios del centro muy emblemáticos, aunque quizás hoy para ustedes eso no signifique nada", dice con humildad. Como era autodidacta y nunca tuvo mentor, en los talleres no lo aceptaban. "Cuando me empezaron a llamar, yo ya dije 'ahora no me interesa'. Trabajaba solo hacía mucho tiempo y no quería ser empleado".

PASACALLES, EL RESABIO DE UN ARTE MENGUANTE
"Yo los odiaba, era el trabajo más asqueroso que había", dice Ernesto cuando 0221.com.ar atina a preguntar sobre los pasacalles. "Para los que somos letristas de pincel y nos gustan las cosas perfectas, trabajar en ese material es una porquería", dice y señala los dos últimos ejemplares que confeccionó, uno para una quinceañera y otro para un pibe que acaba de cumplir la mayoría de edad. "Los pasacalles se pusieron de moda aproximadamente hace 20 años. Yo trabajaba para una empresa que se llamaba GOA de publicidad pública, en esa época había mucho trabajo; se pegaban afiches y se hacían carteles enormes para la ruta, con estructuras de hierro enorme y todo pintado a mano. Un día vino el dueño del taller y me dijo: 'Ernesto, tenemos que hacer un pasacalles porque la hija de una señora cumple años'. Yo no sabía cómo encararlo, con qué material hacerlo... Y al final terminó siendo prácticamente el único ingreso que tengo en mi trabajo. Ahora, como se hace todo ploteado, con vinilo... no hay más letristas. Los letristas de pincel somos todos viejos, y yo debo ser el más joven", dice sin resentimiento ni pena en el rostro.

"El único medio que queda de subsistencia son los pasacalles, porque todavía no le pueden aplicar nada pegado, se despega", explica. "Y cuando hay que hacer muchos -yo lo he hecho también- hacés un molde, una base para el texto principal y lo demás lo hacés a mano. Pero no hay otra manera de multiplicarlos". Otra de las alternativas para los letristas, cuenta, es pintar cortinas metálicas, otro material del que no pueden fiarse los papeles de sticker y la tecnología del diseño gráfico. Pero él ya no sale a pintar. "No quiero andar subiendo más escaleras, porque me puedo romper la pierna y me arruina todo el negocio. Prefiero salir a andar en bicicleta, irme para Bavio o seguir por la Ruta 36. Hasta el mes pasado que me enfermé, cuando los domingos estaba lindo yo me cargaba un bolsito al hombro y salía a pedalear 60 o 70 kilómetros. Después del infarto, los primeros días sentía las piernas muy débiles, pero ya esta semana me empecé a curar así que pronto voy a empezar a salir", asegura.
-¿Tuvo algún pedido extraño para hacer pasacalles?
-No, no, no. La gran mayoría son trabajos normales. Aunque varias veces al muchacho que va a colocarlos le han saltado mujeres indignadas, diciéndole: "¡Ese cartel se lo está poniendo la amante de mi esposo!" y cosas así. También me han pedido pasacalles personas que con nombre y apellido escrachan a otras: "Fulano de tal, pagame lo que me debés".
Y como fuente inagotable de clientela, claro, está la política. "Ya han venido a preguntarme precios", advierte Ernesto, que aguarda octubre casi igual que los fines de año, donde suelen recibirse cientos de jóvenes universitarios.

-¿No tiene pensado retirarse?
-Mirá, el mes pasado cuando tuve el infarto eran la 1.20 de la mañana. Fui a ver a mi hijo y le dije: "Eliseo, me voy al hospital porque me siento mal, me duele el pecho. No me acompañes, quedate tranquilo". Caminé hasta el San Juan de Dios, son cuatro cuadras de acá. A mitad de camino me senté en un umbral, descansé un poquito y seguí. Cuando llegué, me enchufaron directamente en Unidad Coronaria. Estuve un mes y salí. Igual que hice eso de irme caminando hasta el hospital... el Cementerio está acá cerca. ¿Para qué me voy a retirar antes? El día que tenga que arrancar para allá, me voy caminando y listo.